1. DIOS JUSTIFICA A LOS IMPIOS
Atención
a este breve discurso. Hallarás el texto en la Epístola a los Romanos 4:5: «Al que no obra, pero cree en aquel que
justifica al impío, su fe le es contada por justicia».
Te
llamo la atención a las palabras: «Aquel
que justifica al impío.» Estas palabras me parecen muy maravillosas. ¿No
te sorprende el que haya tal expresión en la Sagrada Biblia como esta: «Aquel que justifica al impío»? He
oído que los que odian las doctrinas de la cruz, acusan de injusto a Dios por
salvar a los impíos y recibir al más vil de los pecadores. Mas he aquí, como la
misma Escritura acepta la acusación y lo declara francamente.
Por
boca del apóstol Pablo, por la inspiración del Espíritu Santo, consta el
calificativo de «Aquel que justifica
al impío» El justifica a los injustos, perdona a los que merecen castigo
y favorece a los que no merecen favor alguno. ¿No habías pensado siempre que la
salvación era para los buenos, y que la gracia de Dios era para los justos y
santos, libres del pecado? Te había caído bien en la mente, sin duda, que si fueras
bueno, Dios te recompensaría, y has pensado que no siendo digno, nunca podrías
disfrutar de sus favores. Por tanto te debe sorprender la lectura de un texto
como este: «Aquel que justifica
al impío.»
No
me extraña que te sorprendas, pues con toda mi familiaridad con la gracia
divina no ceso de maravillarme de este texto. ¿Suena muy sorprendente, verdad,
el que fuera posible de que todo un Dios Santo, justificara a una persona
impía? Según la natural lealtad de nuestro corazón, estamos hablando siempre de
nuestra propia bondad y nuestros méritos, tenazmente apegados a la idea de que
debe haber algo bueno en nosotros para merecer que Dios se ocupe de nuestras
personas. Pero Dios que bien conoce todos nuestros engaños, sabe que no hay
bondad ninguna en nosotros y declara que «no
hay justo ni aun uno» (Rom.3:10).
El
sabe que «todas nuestras justicias son como trapos de
inmundicia» (Isa.64:6); y por lo mismo el Señor Jesús no vino al mundo
para buscar bondad y justicia para entregárselas a las personas que carecían de
ellas. No vino porque éramos justos, sino para hacernos justos, justificando al
impío.
Presentándose
el abogado ante el tribunal, si es persona honrada, desea defender al inocente,
justificándole de todo lo que falsamente se le imputa. El objeto del defensor
debe ser la justificación del inocente y no encubrir al culpable. Tal milagro
está reservado para el Señor únicamente. Dios, el Soberano infinitamente justo,
sabe que en toda la tierra no hay un justo alguien que haga bien y no peque; y
por lo mismo en la Soberanía infinita de su naturaleza divina y en el esplendor
de su amor maravilloso. El emprende la obra, no tanto de justificar al justo cuanto
de justificar al impío.
Dios
ha ideado maneras y medios de presentar delante de si al impío justamente
aceptable; ha concebido un plan mediante el cual puede, en justicia perfecta, tratar
al culpable, como si siempre hubiera vivido libre de ofensa; sí, tratarle como
si fuera del todo libre de pecado. El justifica al impío.
Jesucristo
vino al mundo para salvar a los pecadores. Esto es cosa sorprendente; cosa maravillosa
especialmente para los que disfrutan de ella. Se que para mi, hasta el día de
hoy, ésta es la maravilla más grande que he conocido, a saber que me
justificase a mi. Aparte de su amor inmenso, me siento indigno, corrompido, un
conjunto de miseria y pecado.
No
obstante, se por certeza plena que por fe soy justificado mediante los méritos
de Cristo, y tratado como si fuera perfectamente justo, hecho heredero de Dios
y coheredero de Cristo, todo a pesar de corresponderme, por naturaleza, el
lugar del primero de los pecadores. Yo, del todo indigno, soy tratado como si
fuera digno. Se me ama con tanto amor como si siempre hubiera sido piadoso, siendo
así que antes era un pecador. ¿Quién no se maravilla de esto? La gratitud por
tal favor se reviste de admiración indecible.
Siendo
esto tan admirable, deseo que tomes nota de cuán accesible esto hace el
evangelio para ti y para mí. Si Dios justifica al impío, entonces, querido
amigo, te puede justificar a ti. ¿No es esta precisamente la persona que eres?
Si hasta hoy vives inconverso, te cuadra perfectamente la palabra; pues has
vivido sin Dios, siendo lo contrario a piadoso o temeroso de Dios; en una palabra,
has sido y eres impío.
Acaso
ni has frecuentado los cultos en el día domingo, has vivido sin respetar el día
del Señor, ni su iglesia, ni su Palabra, lo que prueba que has sido impío. Peor
todavía, quizá has procurado poner en duda su existencia, y esto hasta el punto
de declarar tus dudas. Habitante de esta tierra hermosa, llena de señales de la
presencia de Dios, has persistido en cerrar los ojos a las pruebas palpables de
su poder y Divinidad. Cierto, has vivido como si no existiera Dios. Y gran
placer te hubiera proporcionado el poder probar para ti mismo satisfactoriamente
la idea de que no hay Dios.
Tal
vez has vivido ya muchos años en este estado de ánimo, de manera que ya estás
bien afirmado en tus caminos, y sin embargo, Dios no está en ninguno de ellos.
Si te llamaran «impío» te cuadraría este nombre tan bien como si al mar se le llamara
agua salada, ¿verdad? Acaso eres persona de otra categoría, pues has cumplido
con todas las exterioridades de la religión. Sin embargo, de corazón nada has
hecho, y así en realidad has vivido impío. Te has relacionado con el pueblo de
Dios, pero nunca te has encontrado a él mismo. Has cantado en el coro, pero no
has alabado al Señor en el alma.
Has
vivido sin amar, de corazón, a Dios y sin respetar sus mandamientos. Sea como
fuere, tú eres precisamente la persona, a la cual este evangelio se proclama:
esta buena nueva que nos asegura que Dios justifica al impío. Maravilloso es y
felizmente te sirve al caso. Te cuadra perfectamente. ¿Verdad que si? ¡Cuánto
deseo que lo aceptaras! Si eres persona de sentido común, notarás lo
maravilloso de la gracia Divina anticipándose a las necesidades de personas
como tú, y dirás entre ti: «¡Justificar al impío! Pues entonces, ¿por qué no
seré yo justificado, y justificado ahora mismo?»
Toma
nota, por otra parte, del hecho de que esto debe ser así: a saber, que la
salvación de Dios debe ser cosa para los que no la merecen ni estén preparados
para recibirla. Es natural que conste la afirmación del texto en la Biblia;
porque, apreciado amigo, sólo necesita ser justificado quien carezca de
justicia propia. Si alguno de mis lectores fuese persona absolutamente justa,
no necesitaría ser justificada. Pues tú que sientes que cumples bien todo deber
y por poco haces al cielo deudor a ti por tanta bondad, ¿para qué necesitas tú
misericordia, ni Salvador alguno? ¿Para qué necesitas tú justificación? Estarás
ya cansado de esta lectura, pues no te interesa el asunto.
Si
alguno de ustedes se rodea de aires tan legalistas, escúcheme un momento. Tan
cierto como que vives, te encaminas hacia la perdición. Ustedes, justos,
rodeados de justicia propia, o viven engañados o son engañadores; porque dice
la Sagrada Escritura que no puede mentir, y lo dice claramente: «No hay justo, ni aun uno.» De todos
modos, no tengo evangelio alguno, ni una palabra para los rodeados de justicia
propia, Jesucristo mismo declaraba que no había venido para llamar a los
justos, y no voy a hacer lo que él no hacía. Pues si les llamara, no vendrían;
y por lo mismo no los llamaré bajo este punto de vista. Al contrario, les
suplico que contemplen su justicia propia hasta descubrir lo falsa que es. Ni
la mitad de la fuerza de una telaraña tiene. ¡Deséchenla! ¡Aléjense de la
misma!
Las
únicas personas que necesitan justificación son las que reconocen que no son
justas. Ellas sienten la necesidad de que se haga algo para que sean justas
ante el tribunal de Dios.
Podemos
tener la seguridad de que Dios no hace nada fuera de lo necesario. La Sabiduría
infinita nunca hace lo inútil. Jesús nunca emprende lo superfluo. Hacer justo a
quien ya es justo no es obra de Dios, tal cosa es una insensatez. Justificar al
impío es un milagro digno de Dios. Ciertamente así es.
Escuchen
ahora. Si en alguna parte del mundo un médico descubre remedios eficaces y preciosos,
¿a quién a de servir el médico? ¿A gente de buena salud? Claro que no,
colóquesele en un lugar sin enfermos, y se sentirá fuera de lugar. Allí sobra
su presencia. «Los sanos no necesitan médico sino los enfermos» (Marc.2:17),
dice el Señor. ¿No es igualmente cierto que los grandes remedios de gracia y
redención son para las almas enfermas? No sirven para las almas sanas, porque
les son remedios innecesarios.
Si
tu, querido amigo, te sientes espiritualmente enfermo, para ti ha venido el
gran Médico al mundo. Si a causa del pecado te sientes completamente perdido,
eres la misma persona comprendida en el plan de salvación por gracia. Afirmo
que el Señor del amor eterno tuvo a la vista personas como tu al armonizar el sistema
de la salvación por pura gracia. Supongamos que una persona generosa resolviera
entre si que perdonaría a todos sus deudores; claro que esto solo podría
hacerse respecto a los que realmente le fueran deudores.
Uno
le debe mil pesos; otro le debe cincuenta pesos; a cada cual tocaría tan solo
conseguir la firma que cancelara las cuentas. Pero la persona más generosa del mundo
no podría perdonar las deudas de personas que nada deben a nadie. Está fuera
del poder del mismo Omnipotente perdonar a quien no tenga nada para perdonar.
El perdón presupone alguien que sea culpable. El perdón es para el pecador.
Sería absurdo hablar de perdonar al inocente, perdonar al que nunca ha faltado.
¿Crees
acaso que te condenarás por ser pecador? Esta es la razón porque te podrás
salvar. Por la misma razón de que te reconoces pecador, desearía animarte a
creer que precisamente para personas como tú está destinada la gracia. Es
positivamente cierto que Jesús busca y salva al perdido. Murió e hizo la
expiación de verdad por pecadores de verdad. Si encuentro pecadores que admiten
sin excusas que son pecadores, me es un verdadero placer hablar con ellos.
Gustosamente
platicaría toda la noche con pecadores de buena fe. Las puertas de misericordia no se cierran ni de día ni
de noche para los tales y están abiertas todos los días de la semana.
Nuestro
Señor Jesús no murió por pecados imaginarios, sino la sangre de su corazón se
derramó para limpiar las manchas carmesí que nada más que ella puede quitar.
El
pecador que se sienta negro de pecado, es la persona que ha venido Jesucristo a
blanquear. En cierta ocasión predicó un evangelista sobre el texto: «Ahora, ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles» (Luc.3:9),
y lo hizo de modo que le dijo uno de los oyentes: «Nos trató usted como si
fuéramos criminales. Ese sermón debiera usted haberlo predicado en el presidio
de la ciudad y no aquí.» No, no, contestó el evangelista: «En el presidio no hablaría sobre este texto, sino sobre este: «Palabra
fiel y digna de ser recibida por todos; que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores» (1Tim.1:15). ¡Correctamente! La Ley es para los que se rodean
de la justicia propia para derribar su orgullo; el evangelio, es para los perdidos
para remover su desesperación.
Si
no estás perdido, ¿para que quieres al Salvador? ¿Iría el pastor en busca de
los que nunca se extraviaron? ¿Por qué barrería una mujer su casa buscando
monedas que hubiera guardado en su bolsa? No, no, la medicina es para los
enfermos; la resurrección para los muertos; el perdón para los culpables; la
libertad para los cautivos; la vista para los ciegos y la salvación para los
pecadores. ¿Cómo se explica la venida del Salvador, su muerte en la cruz y el
evangelio del perdón sin admitir de una vez que el hombre es un ser culpable y
digno de condenación? El pecador es la razón de la existencia del evangelio. Y
tú, amigo mío, objeto de estas palabras, si te sientes merecedor, no de la
gracia, sino de la maldición y la condenación, tú eres precisamente el género
de hombre para quien fue ordenado, arreglado y destinado el evangelio. Dios
justifica al impío.
Desearía
hacer esto tan claro y patente como el día. Espero haberlo hecho ya; pero, a pesar
de todo, únicamente el Señor puede hacerlo comprender al hombre. Al principio
no puede menos que parecer asombroso al hombre de conciencia despierta que la
salvación le venga de pura gracia al perdido y culpable. Piensa el tal que la
salvación le viene por estar arrepentido, olvidando que su estado de
arrepentimiento es parte de su salvación. «Debo de ser esto y lo otro,» dice.
Todo lo cual es verdad, porque, sí, será esto y lo otro; pero es resultado de
la salvación, y la salvación le viene primero antes de verse alguno de sus resultados.
De hecho, la salvación le viene mientras no merezca otra cosa que lo contenido
en la descripción fea y abominable de:
Esto
y nada más es el hombre cuando le viene el evangelio de Dios para justificarle.
Crean
firmemente que nuestro misericordioso Dios es tan capaz como dispuesto a
recibirles, sin nada que les recomiende, para perdonarles espontáneamente, no
porque sean buenos sino porque él es
bueno. ¿No hace brillar al sol sobre malos y buenos? ¿No es él, el que da los
tiempos fructíferos, y a su tiempo envía lluvia del cielo y hace que salga el
sol sobre las naciones más impías? Sí, a la misma Sodoma bañaba el sol, y caía
el rocío sobre Gomorra.
Amigo,
la gracia inmensa de Dios sobrepasa mi entendimiento y tu entendimiento, y
desearía que lo apreciaras de un modo digno. Tan alto como el cielo sobre la
tierra son los pensamientos de Dios sobre nuestros pensamientos. Abunda en
perdones. Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores: el perdón
corresponde al culpable.
No
emprendas la obra legalista de presentarte diferente a lo que en el fondo eres;
pero acude tal cual eres al que justifica al impío. Cierto famoso pintor había
pintado parte de la corporación municipal de su población y deseaba incluir en
el cuadro ciertas personas características bien conocidas de todos en la
ciudad. Cierto barrendero rústico, andrajoso y sucio se encontraba entre esta
clase de personas, y en el cuadro había un lugar adecuado para él. «Venga usted
a mi taller y permítame retratarle, pagándole yo la molestia,» dijo el pintor a
este hombre. Al día siguiente por la mañana se presentó en el taller, pero
pronto fue despedido, porque se presentó bañado, peinado y decentemente
vestido.
El
pintor lo necesitaba en su estado ordinario con el aspecto de mendigo y no en otra
forma. Así el evangelio te recibirá, si acudes al Señor como pecador, pero no
de otro modo. No procures reformarte; permite a Jesús salvarte inmediatamente.
Dios justifica a los impíos, lo que equivale a decir que te recoge donde estés
en este momento y te favorece en el estado más deplorable.
Ven
degradado, quiero decir: acude a tu Padre Celestial en tu estado de pecado y
miseria. Acude a Jesús tal como eres, espiritualmente leproso, sucio desnudo,
ni apto para vivir, ni apto para morir tampoco. Acudan ustedes que son como
escoria de la creación, aun cuando no se atrevan a esperar más que la muerte.
Acudan aun cuando la desesperación les oprima el pecho cual pesadilla horrible,
pidiendo que el Señor los justifique como a otros impíos. ¿Por qué no lo haría?
Acudan, porque esta gran misericordia de Dios esta destinada para personas como
ustedes.
Lo
digo en las palabras del texto, por no poderse expresar en términos más
vigorosos: El Señor Dios mismo asume este título bendito: «El que justifica al impío.» Este
hace justos, y que se traten como justos, a los que por naturaleza son impíos.
¿No les parece este mensaje maravilloso a
ustedes? Estimado lector, no te levantes del asiento hasta haber
meditado bien este asunto.
***
2. DIOS ES EL QUE JUSTIFICA
Cosa
maravillosa es ésta, el ser justificado o declarado justo. Si nunca hubiésemos quebrantado
la Ley de Dios, no habría necesidad de tal justificación, siendo naturalmente justos.
Quien toda su vida haya hecho lo que debiera hacer, y nunca hubiera hecho nada prohibido,
éste es de por si justificado ante la ley. Pero estoy seguro de que tú,
estimado lector, no te hallas en ese estado de inocencia. Eres demasiado
honrado para pretender estar limpio de todo pecado, y, por lo tanto, necesitas
ser justificado.
Pues
bien, si te justificas a ti mismo, te engañas miserablemente. Por lo mismo, no
comiences tal cosa. No valdrá la pena. Si pides a otro mortal que te
justifique, ¿qué podrá hacer? Alguien te alabaría por cuatro cuartos, otro te
calumniaría por menos. Bien poco vale el juicio del hombre. Romanos 8:33, dice:
«Dios es el que justifica,» y
esto, sí que va al grano. Este hecho es asombroso, es un hecho que debemos
considerar detenidamente. ¡Ven y ve!
En
primer lugar, nadie más que Dios, podría haber pensado en justificar a personas
culpables. Se trata de personas que han vivido manifiestamente rebeldes
actuando mal con ambas manos; de personas que han ido de mal en peor; de
personas que han vuelto al mal aun después de ser castigadas, siendo forzadas a
dejar de cometer el mal por algún tiempo.
Han
quebrantado la ley y pisado el evangelio bajo sus pies. Han rechazado la
proclamación de misericordia y persistido en la iniquidad. ¿Cómo podrán tales
personas alcanzar el perdón y justificación? Sus conocidos desesperan de ellos,
diciendo: «Son casos sin remedio.» Aun los cristianos les miran más bien con
tristeza que con esperanza. Rodeado del esplendor de la Gracia de su elección,
habiendo Dios escogido a algunos desde antes de la fundación del mundo, no
reposará hasta haberles justificado y hechos aceptos en el Amado. ¿No está
escrito: «A los que predestinó, a
estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también
glorifico»? (Rom. 8:30).
Así
es que puedes ver que el Señor ha resuelto justificar a algunos y ¿por qué no
estaríamos incluidos tú y yo en este número? Nadie más que Dios pensaría jamás
en justificarme a mi. Resultó
para mi esto una maravilla. No dudo que la gracia Divina sea igualmente
manifiesta en otros. Contemplo a Saulo de Tarso «respirando amenazas y muerte» contra los siervos del Señor. Como lobo rapaz espantaba
a las ovejas del Señor por todas partes, no obstante Dios le detuvo en el
camino de Damasco y cambió su corazón justificándole del todo, tan plenamente,
que muy pronto este perseguidor resultó el más grande predicador de la justificación
por la fe que haya vivido sobre la faz de la tierra.
Con
frecuencia debe de haberse maravillado de haber sido justificado por la fe en
Cristo Jesús, ya que antes era un tenaz defensor de la salvación mediante las
obras de la ley. Nadie más que Dios podía haber pensado en justificar a un
hombre como el perseguidor Saulo. Pero el Señor Dios es glorioso en gracia.
Pero,
por si alguien pensara en justificar a los impíos, nadie más que Dios podría hacerlo. Es imposible que persona
alguna perdone las ofensas que hayan sido cometidas contra ella misma. Si alguien te ha ofendido gravemente, tu
puedes perdonarle, y espero que así
lo harás; pero una tercera persona fuera de ti no puede perdonarle. Sólo de ti
debe proceder el perdón. Si ha
Dios hemos ofendido, está en el poder de Dios mismo perdonar, ya que contra él mismo se ha pecado.
Esta
es la razón porque David dice en el Salmo 51:4 «A tí, a ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos,» pues
así Dios contra quien se ha
cometido la ofensa, puede perdonarla. Lo que debemos a Dios, nuestro gran Creador puede perdonar, si así le
place; y si lo perdona, perdonado queda.
Nadie
más que el Gran Dios contra quien hemos pecado, puede borrar nuestro delito. Por
consiguiente, acudamos a él en busca de misericordia. Y cuidado que nos dejemos
desviar por los hombres, que desean que acudamos a ellos en busca de lo que
solo Dios puede concedernos; careciendo de todo fundamento en la Palabra de
Dios sus pretensiones.
Y
aun cuando fuesen ordenados para pronunciar palabras de absolución en nombre de
Dios, será siempre mejor que acudamos nosotros mismos en busca de perdón al
Señor nuestro Dios, en nombre de Jesucristo, Mediador único entre Dios y los
hombres, ya que sabemos de cierto que éste es el camino verdadero. La religión
por encargo es asunto peligroso.
Infinitamente
mejor y más seguro es que te ocupes personalmente de los asuntos de tu alma y
no los encargues a otro. Solo Dios puede justificar a los impíos, y puede hacerlo a perfección. El echa nuestros pecados
sobre sus espaldas, los borra, diciendo que aunque se busquen, no se hallarán.
Sin otra razón que su bondad infinita ha preparado un camino glorioso mediante
el cual puede hacer que los pecados que son rojos como escarlata sean más
blancos que la nieve y alejar de nosotros las transgresiones tan lejos como el
oriente está del occidente. Dios dice: «No
me acordaré de tus pecados,» llegando hasta el punto de aniquilarlos.
Uno de los antiguos dijo maravillado: ¿Qué
Dios hay como tú, que perdona la maldad
y olvida el pecado del remanente de su heredad? No ha guardado para siempre su
enojo, porque él se complace en la
misericordia. (Miq. 7:18).
No
hablamos aquí de justicia, ni del trato de Dios con los hombres, según sus merecimientos.
Si piensas entrar en relación con Dios, justo sobre la base de la ley, la ira eterna
te aguarda amenazadora por cuanto esto es lo que mereces. Bendito sea su nombre,
porque, no nos ha tratado según nuestros pecados; y hoy nos trata en términos
de gracia inmerecida y compasión infinita, diciendo: «Les recibiré
misericordioso y les amaré de voluntad.» Créelo, porque ciertamente es la
verdad que el gran Dios trata al culpable con misericordia abundante. Sí, puede
tratar al impío como si siempre hubiera sido piadoso.
Lea
atentamente la parábola del «hijo pródigo,» y verás como el padre perdonador
recibe al hijo errante con tanto amor como si nunca se hubiera extraviado y
nunca contaminado con el mundo. Hasta tal punto el padre demostraba su cariño,
que el hermano mayor halló en ello motivo para murmurar, no por eso el padre
dejó de amarle. Por culpable que fueras, con tal que quieras volver a Dios, te
tratará como si nunca hubieras hecho mal alguno. Te considerará justo y te
tratará complacido. ¿Qué dices a esto?
Deseo
aclarar bien lo glorioso de este caso. Ya que nadie sino Dios pensaría en justificar
al impío, y nadie sino él lo podría hacer, ¿no ves como Dios, bien lo puede
hacer? Fíjate en como el apóstol extiende el reto: «¿Quién acusará a los escogidos
de Dios? Dios es el que justifica» (Rom. 8:33). Habiendo Dios justificado
a una persona, está bien hecho, rectamente hecho, justamente hecho, y para
siempre perfectamente hecho.
El
otro día leí un impreso lleno de veneno contra el evangelio y los que lo
predican. Decía que creemos en una teoría por la cual nos imaginamos que el
pecado se puede alejar de los hombres. No creemos nosotros en teorías;
proclamamos un hecho. El hecho más glorioso debajo del cielo es este, que
Cristo por su preciosa sangre real positivamente aleja el pecado y que Dios por
amor de Cristo, tratando a los hombres en términos de misericordia divina,
perdona a los culpables y los justifica, no según algo que vea en ellos o prevé
que habrá en ellos, sino según la riqueza de la misericordia que habita en su propio
corazón.
Esto
es lo que hemos predicado, lo que predicaremos en tanto que vivamos. «Dios es el que justifica,» el que
justifica a los impíos. El no se avergüenza de hacerlo, ni nosotros de
predicarlo. En la justificación hecha por Dios mismo no cabe duda alguna. Si el
Juez me declara justo, ¿quién me
condenará? Si el tribunal
supremo de todo el universo me ha pronunciado justo, ¿quién me acusará? La justificación de parte de Dios es
respuesta suficiente para la conciencia despierta.
El
Espíritu Santo mediante la misma sopla la paz sobre nuestro ser entero y no
vivimos ya atemorizados. Mediante tal justificación podemos responder a todos
los rugidos y a todas las murmuraciones de Satanás y de los hombres. Esta
justificación nos prepara a bien morir, a resucitar y enfrentar el último
juicio.
Sereno
miro ese día: ¿Quién me acusará? En el Señor mi ser confía; ¿Quién me condenará?
Amigo,
el Señor puede borrar todos tus pecados. «Todos los pecados serán borrados a los
hijos de los hombres» (Mat.12:31). Aunque te hallaras hundido hasta lo máximo
en la miseria, él puede con una palabra limpiarte de la lepra, diciendo: «Yo quiero, se limpio.» El Señor Dios
es gran perdonador. «Yo creo en el perdón de los pecados.» ¿Crees tú? Aun en este mismo momento,
el juez puede pronunciar sentencia sobre ti, diciendo: «Tus pecados te son
perdonados: vete en paz.» Y si así lo hace, no hay poder en el cielo, en
la tierra, ni debajo de la tierra que te pueda acusar, ni mucho menos condenar.
No
dudes del amor del Todopoderoso. Tu no podrías perdonar al prójimo, si te
hubiera ofendido como tu has ofendido a Dios. Pero no debes medir la gracia de
Dios con la medida de tu estrecho criterio. Sus pensamientos y caminos están
por encima de los tuyos tan altos como el cielo está sobre la tierra Bien,
dirás tal vez, gran milagro sería que Dios me perdonara a mi. ¡Justo! Sería un
milagro grandísimo, y por lo tanto es muy probable que lo haga, porque él hace «grandes cosas e inescrutables» (Job
5:44) para nosotros inesperadas En cuanto a mi, quedé afectado bajo un terrible
sentimiento de culpa que me hacía la vida insoportable; pero al oír la
exhortación: «¡Mirad a mí y sed
salvos, todos los confines de la tierra! Porque yo soy Dios, y no hay otro.» (Isa.
45:22), entonces miré, y en un momento me justificó el Señor. Jesucristo, hecho
pecado en mi lugar, fue lo que vi, y esa vista me dio reposo al alma.
Cuando
los hombres mordidos por las serpientes venenosas en el desierto miraron a la serpiente
de metal, quedaron sanos inmediatamente, y así yo al mirar con los ojos de la
fe al Salvador crucificado por mi. El Espíritu Santo, quien me dio la facultad
de creer, me comunicó la paz mediante la fe. Tan cierto me sentí perdonado,
como antes me había sentido condenado. Había sentido realmente la condenación,
porque la Palabra de Dios me lo había declarado, dándome testimonio de ello la
conciencia.
Pero
cuando el Señor me declaró justo, quedé igualmente seguro por los mismos
testimonios. Pues la Palabra de Dios dice: «El que en él cree, no es condenado» (Juan 3:18), y mi
conciencia me daba testimonio de que creía y de que Dios al perdonarme era
justo.. Así es que tengo el testimonio del Espíritu Santo y el de la
conciencia, testificando ambos a una la misma cosa. ¡Cuánto deseo que el lector
reciba el testimonio de Dios en este asunto, y muy pronto tendría también el testimonio
en sí mismo! Me atrevo a decir que un pecador justificado por Dios se halla
sobre fundamento más firme que el hombre justificado por sus obras, si tal
hombre existiera.
Pues
nunca tendríamos la seguridad de haber hecho bastantes obras buenas; la
conciencia quedaría siempre inquieta en si, después de todo, faltaría algo y
solamente descansaríamos sobre la sentencia falible de un juicio dudoso. En
cambio, cuando Dios mismo justifica, y el Espíritu Santo le rinde testimonio,
dándonos paz con Dios, entonces sentimos que el hecho es firme y muy sólido, y
el alma entra en descanso. No hay palabras para explicar la calma profunda que
se apodera del alma que recibe esa paz de Dios que sobrepasa todo
entendimiento. Amigo, búscala en este mismo momento.
***
3. JUSTO Y JUSTIFICADOR
Acabamos
de ver a los impíos justificados y hemos contemplado la gran verdad de que solo
Dios puede justificar al hombre. Ahora daremos un paso adelante, preguntando: ¿Cómo puede un Dios justo justificar a los
culpables? Contestación plena la hallamos en las palabras del apóstol
Pablo, en Rom. 3:21-26. Leeremos seis versículos del capítulo indicado con el
objeto de conseguir la idea total del pasaje.
Pero
ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios atestiguada por
la Ley y los Profetas. Esta es la justicia de Dios por medio de la fe en
Jesucristo para todo los que creen. Pues no hay distinción; porque todos
pecaron y no alcanzan la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por
su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús. Como demostración de
su justicia, Dios le ha puesto a él como expiación por la fe en su sangre, a
causa del perdón de los pecados pasados, en la paciencia de Dios, con el propósito
de manifestar su justicia en el tiempo presente; para que él sea justo y a la
vez justificador del que tiene fe en Jesús.
Permítaseme
rendir un poco de testimonio personal aquí. Hallándome bajo el poder del
Espíritu Santo, bajo la convicción del pecado, sentía pesar sobre mi, clara y
fuertemente la justicia de Dios. El peso del pecado me abrumaba de manera
insoportable. No que tanto temiera yo al infierno, como temía al pecado. Me
veía tan terriblemente culpable que recuerdo haber sentido que si Dios no me
castigaba por el pecado, faltaría a su deber al no hacerlo. Sentía que el Juez
de toda la tierra debía condenar a un pecador como yo. Estaba yo sentado en el
tribunal condenándome a mi mismo a la perdición; porque admitía que si yo fuera
Dios, no podría hacer otra cosa que enviar a una criatura tan culpable a lo más
profundo del infierno.
Todo
ese tiempo me preocupaba profundamente de la honra del nombre de Dios y de la
equidad de su gobierno moral. Sentía que no estaría satisfecha mi conciencia,
si consiguiera yo perdón injustamente. El pecado que había cometido, merecía
castigo y debía castigarse. Luego me venía la pregunta: «¿Cómo podría ser Dios
justo y no obstante justificar a persona tan culpable como yo?» ¿Cómo puede ser
justo y, sin embargo, justificador de los pecadores? Me molestaba y cansaba
esta pregunta, y no hallaba contestación a la misma. Imposible para mi inventar
respuesta alguna que diera satisfacción a mi conciencia.
Para
mi la doctrina de la expiación por la substitución es una de las pruebas más poderosas
de la inspiración divina de la Sagrada Escritura. ¿Quién podría haber ideado el
plan de que el Rey justo muriera por el súbdito injusto y rebelde? Esta no es
doctrina de mitología humana, ni sueño de la imaginación de un poeta. Este
método de expiación se conoce por la humanidad únicamente por ser un hecho
positivo. La imaginación humana no podría haberlo inventado. Es arreglo, plan y
estatuto de Dios mismo; no es cosa del cerebro humano.
Desde
la infancia había oído hablar de la salvación por el sacrificio de Jesús; pero
en lo profundo de mi alma nada más sabía de ello, estaba en una completa
ignorancia. La luz existía, pero yo vivía ciego; de pura necesidad el Señor
mismo tuvo que aclararme el asunto. La luz vino como revelación nueva, tan
nueva como si nunca hubiese leído en las Escrituras la declaración de que Jesús
era la propiciación por el pecado para que Dios fuese justo y justificador del
impío. Creo que esto ha de venir como revelación nueva para todo hombre al
nacer de arriba, a saber la gloriosa doctrina de la substitución por el Señor
Jesús.
Así
llegué a comprender la posibilidad de la salvación mediante el sacrificio de substitución,
y que todo se había provisto para tal substitución, y que todo se había
provisto para la misma. Me fue dado ver que el Hijo de Dios, igual al Padre e
igualmente eterno, desde la eternidad había sido constituido cabeza del pacto
de un pueblo escogido, para que en esa capacidad sufriera por el mismo para
salvarle.
En
cuanto nuestra caída, en primer término, no fue caída individual, ya que caímos
en nuestro representante federal, en «el primer Adán», fue posible para
nosotros el levantamiento por un segundo representante, a saber por Aquel que
se encargó de ser la cabeza del pacto de su pueblo, a fin de ser su «segundo
Adán,» Vi que, antes de haber pecado en realidad, había caído por el pecado de mi
primer padre; y me regocijo, ya que, por tanto, me fue posible, en sentido
jurídico, ser levantado mediante esa segunda Cabeza representativa. La caída de
Adán dejó una escapatoria: otro Adán puede deshacer la ruina hecha por el
primero.
Cuando
me inquietaba respecto a la posibilidad de que un Dios justo me perdonara, comprendí
y vi por fe, que él, que es el Hijo de Dios, se hizo hombre y en su propia
bendita persona llevó mi pecado en su cuerpo sobre el madero. Vi el castigo
(precio) de mi paz sobre él y que por su llaga fui curado (Isa.53:4,5). Querido
amigo, ¿has visto tú esto? ¿Has
comprendido como Dios puede quedar del todo justo, no remitiendo la culpa ni
quitando el filo de la espada, y como él, sin embargo, puede ser infinitamente
misericordioso y justificador del impío que acude a él?
La
razón es que el Hijo de Dios, eternamente glorioso en su persona inmaculada se
encarga de satisfacer a la ley sometiéndose a la condena que me correspondía a
mi, en consecuencia de lo cual Dios puede quitar mi pecado. Más satisfacción
resulta para la ley por la muerte de Cristo que hubiera resultado enviando a todos
los transgresores al infierno. El establecimiento más glorioso del gobierno
equitativo de Dios resultó sufriendo el Hijo de Dios por el pecado, que
sufriendo toda la raza humana.
Jesús
ha soportado por nosotros toda la penalidad de la muerte. ¡Contempla esta maravilla!
Allí está colgado de la cruz. Esta es la vista más solemne que jamás has contemplado.
El Hijo de Dios y el Hijo del hombre, allí elevado en el vil madero, sufriendo penas
indecibles, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Maravillosísima
es tal vista; ¡el Inocente castigado! ¡El eternamente bendito hecho maldición!
¡El
infinitamente glorioso sufriendo la muerte ignominiosa! Cuanto más contemplo
los sufrimientos del Hijo de Dios, tanto más cierto estoy de que corresponden a
mi caso de criminalidad. ¿Por qué sufrió sino para librarnos de la pena
merecida? Habiéndola pues, expiado por su muerte, los creyentes en él no necesitan
temerla. Así es, y así debe ser, que siendo hecha la expiación, Dios puede
perdonar sin alterarse las bases de su tribunal, ni en lo más mínimo cambiar
sus estatutos del código. La conciencia halla respuesta plena a su pregunta
tremenda.
La
ira de Dios contra la iniquidad debe ser terrible, más allá de toda concepción
humana. Bien dijo Moisés; «¿Quién
conoce el poder de tu ira?» (Salmo 90:11). No obstante al oír al Señor
de gloria gritar. «¿Por qué me has
desamparado?» (Mat.27:46) y al verle exhalar el último aliento, sentimos
que la Justicia Divina ha recibido abundante satisfacción por la obediencia tan
perfecta y muerte tan espantosa de parte de persona tan Divina. Si Dios mismo
se inclina ante su propia ley, ¿que más se quiere? Hay mucho más en la
expiación en sentido de mérito que en todo pecado humano en sentido de
demérito.
El
vasto mar del sacrificio propio del amor de Jesús es tan profundo que pueden hundirse
en él todas las montañas de nuestros pecados. A causa del valor infinito de
nuestro Representante, bien puede Dios mirar favorable a los demás seres
humanos por indignos que fuesen en si mismos. Ciertamente fue el milagro de los
milagros que el Señor Jesús tomara mi lugar.
Sufriendo
por mi la fatal condena, Librando mi alma de eterna pena. Pero así lo hizo.
«Consumado es» (Juan 19:30). Dios perdonará al pecador, porque no perdonó a su
propio Hijo. Dios puede perdonar tus transgresiones, porque cargó en su Hijo unigénito
esas transgresiones hace más de 2000 años. Si crees en Jesús, y esto es lo
esencial, entonces debes saber que tus pecados fueron alejados de ti por Aquel
que representaba al macho cabrío expiatorio en el culto profético de Israel.
¿Qué es el creer en él? No
simplemente decir «Es Dios y Salvador,» sino confiar en él del todo y
enteramente, recibiéndole para toda la obra de la salvación desde hoy y para siempre,
recibiéndola cual Salvador único, cual Señor, Maestro, todo. Si tu quieres a
Jesús, él te ha aceptado ya. Si crees de verdad en él te aseguro que ya no irás
al infierno; porque eso haría nulo el sacrificio de Cristo. No es posible que
un sacrificio se acepte, y que a pesar de ello muera el alma por la cual se
haya aceptado el sacrificio.
Si
el alma del creyente se pudiera condenar, ¿para qué tal sacrificio? Si Jesús murió
en mi lugar, ¿por qué debo morir yo también?
Todo
creyente puede afirmar que un sacrificio expiatorio se ha hecho por él; por fe
ha colocado su mano sobre el mismo, haciéndole suyo, y por lo mismo puede
descansar seguro de que nunca perecerá. El Señor Dios no recibirá este
sacrificio hecho por nosotros para luego condenarnos a morir. Dios no puede
leer nuestro perdón escrito en la sangre de su propio Hijo y luego herirnos de
muerte. Tal cosa es imposible. ¡Dios te conceda la gracia ahora mismo para mirar
sólo a Jesús, empezando por el principio, por Jesús mismo, quien es el origen
de la fuente de misericordia para el hombre culpable.
«Él
justifica al impío.» «Dios es el que justifica,» por tanto y por esa misma
razón se puede hacer, y lo hace mediante el sacrificio expiatorio de su Divino
Hijo. Por esa razón puede hacerse en justicia, y tan justamente que nadie podrá
ponerlo en duda, tan equitativamente que ni en el último y temible día, cuando
pasen los cielos y la tierra, habrá quien niegue la validez de esa
justificación. «¿Quién es el que
condenará? Cristo es el que murió. ¿Quién acusará a los escogidos de Dios. Dios es el que justifica» (Rom.
8:33,34).
Ahora
bien, pobre alma, ¿quieres entrar en este refugio tal cual eres? Aquí estarás
con perfecta seguridad. Acepta esta salvación cierta y segura. Acaso dirás:
«Nada hay en mi que me recomiende.» No se te pide tal cosa. Los que escapan por
la vida, dejan la ropa detrás de sí. Refúgiate apresurado tal cual eres.
Te
diré algo de mi mismo par animarte. Mi única esperanza de entrar en la gloria descansa
en la plena redención de Cristo realizada en la cruz del Calvario por los
impíos.
En
esto descanso firmemente, ni sombra de esperanza tengo en alguna otra cosa. Tu
te hallas en la misma condición que yo, pues ninguno de nosotros tiene mérito
alguno digno de consideración cual base de confianza. Juntemos, pues, las
manos, colocándonos juntos al pie de la cruz, y entreguemos nuestras almas de
una vez para siempre al que derramó su sangre por los culpables. Nos salvaremos
ambos por un mismo Salvador. Si tu pereces confiando en él, pereceré yo
también. ¿Qué más puedo hacer para probarte mi propia confianza en el evangelio
que te proclamo?
***
4. SALVACIÓN DE PECAR
Quisiera
decir unas cuantas palabras sencillas a los que comprenden la idea de la justificación
por la fe en Cristo Jesús, pero cuya dificultad consiste en no poder dejar de
pecar.
No
es posible que nos sintamos felices, descansados y espiritualmente sanos hasta
que llegamos a ser santificados. Es preciso que seamos librados del dominio del
pecado. Pero, ¿cómo se realiza esto? Es este un asunto de vida o muerte para
muchos. La naturaleza vieja es muy fuerte y la han procurado refrenar y domar;
pero no quiere ceder, y aunque deseosos de mejorarse, se hallan peor que antes.
El
corazón es tan duro, la voluntad tan rebelde, la pasión tan ardiente, los pensamientos
tan ligeros, la imaginación tan indomable, los deseos tan incultos que el
hombre despierto siente que lleva en su interior una cueva de bestias salvajes
que acabarán por devorarle antes que él logre ejercer dominio sobre ellas.
Respecto a nuestra naturaleza caída podemos decir nosotros lo que dijo el Señor
a Job, del monstruo marino: «¿Jugarás
tu con él como con un pájaro, o
lo atarás para tus niñas?» (Job.41:5). Más fácil seria para el hombre
poder detener con la mano el viento que refrenar por su propia fuerza los
poderes tempestuosos que moran en su naturaleza caída. Esta es una empresa
mayor que cualquiera de las fabulosas de Hércules; aquí se necesita a Dios, el
Todopoderoso.
«Yo
podría creer que Jesús me perdonara el pecado,» dice alguien, pero lo que me molesta
es que vuelvo a pecar y que existen inclinaciones terribles al mal en mi ser.
Tan cierto como la piedra arrojada al aire, pronto vuelve a caer, así yo;
aunque por la predicación poderosa sea elevado al cielo, vuelvo a caer de nuevo
en mi estado de insensibilidad. Fácilmente quedo encantado por los ojos de
basilisco del pecado permaneciendo bajo el encanto, solo la providencia me hace
escapar de mi propia locura.
Estimado
amigo, si la salvación no se ocupara de esta parte de nuestro pecado de ruina, resultaría
una cosa por demás tristemente defectuosa. Como deseamos ser perdonados,
deseamos también ser purificados. La justificación sin la santificación no
sería salvación de ningún modo.
Tal
salvación llamaría al leproso limpio, dejándole morir de lepra; perdonaría la
rebelión, dejando al rebelde permanecer enemigo del soberano. Alejaría las
consecuencias descuidando y sin fin. Impediría por un momento el curso del río,
dejando abierta la fuente de contaminación, de modo que más o menos pronto se
abriría una salida con mayor fuerza. Acuérdate que el Señor Jesús vino a quitar
el pecado de tres maneras; vino a salvar de la culpa del pecado, del poder
del pecado, y de la presencia del
pecado. En seguida te es posible llegar a la segunda parte: el poder del pecado
se puede quebrantar inmediatamente; y así estarás en el camino a la tercera
parte, la salvación de la presencia del El ángel dijo del Señor. «Llamarás su nombre Jesús, porque el salvará a su pueblo de sus pecados» (Mat.1:21).
Nuestro
Señor Jesús vino para destruir en nosotros las obras del diablo. Lo que se dijo
en el nacimiento de nuestro Señor, se declaró también en su muerte; porque al
abrirse su costado, salió sangre y agua para significar la doble cura por la
cual quedamos salvos de la culpa y la contaminación del pecado.
Si
no obstante te apenan el poder del pecado y las inclinaciones de tu naturaleza,
como bien pude ser el caso, aquí hay para ti una promesa. Confía en ella,
porque forma parte de ese pacto de gracia que está en todo ordenado y firme.
Dios que no puede mentir ha declarado en el libro de Ezequiel 36:26; «Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu
nuevo dentro de vosotros; y quitaré
de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne.»
Como
ves, en todo entra el Yo Divino:
Yo -daré -pondré -quitaré -daré. Tal es el modo real de actuar del Rey de
reyes, siempre poderoso para ejecutar al punto su soberana voluntad. Ninguna de
sus palabras quedará sin cumplir.
Bien
sabe el Señor que tu no puedes cambiar tu propio corazón, ni limpiar tu propia naturaleza,
pero también sabe que el él es poderoso para hacer ambas cosas. Dios puede
cambiar la piel del etíope y extraer las manchas del leopardo. Oye esto, cree y
admíralo, él te puede crear de nuevo, hacer que nazcas de nuevo. Esto es un
milagro estar al pie de las cascadas del Niágara, y con una palabra manda a la
corriente volver atrás y subir arriba el gran precipicio sobre el cual hoy se
lanza con poder fantástico. Únicamente el omnipotente poder de Dios podía hacer
tal milagro; sin embargo, ese no sería más que un paralelo adecuado a lo que
sucedería, si se hiciera retroceder del todo el curso de la naturaleza.
Para
Dios todo es posible. Él es poderoso para volver atrás el curso de tus deseos,
la corriente de tu vida, de modo que en lugar de bajar alejándote de Dios,
tengas la tendencia de subir acercándote a Dios. Esto es en realidad lo que el Señor
ha prometido hacer con todos los incluidos en el pacto, y sabemos por las
Escrituras que todos los creyentes están incluidos en él. Leamos de nuevo sus
palabras en Ezequiel 36:26. Os daré
corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra
carne el corazón de piedra, y os daré corazón de carne Cuán maravillosa
es esta promesa! Y en Cristo es «el sí» y «el amen» para la gloria de Dios por
nosotros. Hagámosla nuestra, aceptándola como verdadera, apropiándonosla bien.
Así
se cumplirá, y en días y años venideros tendremos que cantar del cambio
maravilloso que ha obrado la soberana gracia en nosotros.
Muy
digno de consideración es el hecho de que, quitando el Señor el corazón de
piedra, queda quitado, y cuando esto una vez sea hecho, ningún poder conocido
podría jamás quitarnos ese corazón nuevo que nos da y ese espíritu recto que
nos infunde. «Porque irrevocables son
los dones y el llamamiento de
Dios» (Rom. 11:29), es decir, sin arrepentimiento, o cambio de parecer,
de parte de Dios, no quitando lo que una vez ha dado.
Permite
que te renueve y quedarás renovado. Las reformas y limpiezas que emprende el
hombre, pronto terminan, porque el perro vuelve a su vómito; pero cuando Dios
nos da corazón nuevo, este nos queda para siempre, ni se volverá piedra otra
vez. En esto debemos regocijarnos para siempre, entendiendo lo que crea Dios en
su reino de gracia.
Para
aclarar este asunto de un modo sencillo, ¿has oído la comparación del señor Rowland
Hill, acerca del gato y el puerco? Te lo contaré al estilo propio para ilustrar
las palabras gráficas del Salvador: «Os
es necesario nacer otra vez» (Juan 3:17). ¿Ves ese gato? ¡Cuán limpio
es! ¿Ves cómo hábilmente se lava con la lengua y las patas? De verdad, ofrece
una vista bonita. ¿Has visto alguna vez a un puerco hacer lo mismo? ¡Claro que
no! Tal cosa sería contra la naturaleza del puerco. Este prefiere revolcarse en
el lodo. Enseña al puerco a lavarse, y verás cuán poco éxito tendrás. Sería
mejora sanitaria, de gran valor si los puercos aprendieran limpieza y aseo.
Enséñales
a lavarse y limpiarse como hacen los gatos. ¡Trabajo inútil! Puedes limpiar al puerco
a la fuerza, pero en seguida volverá a enlodarse, quedando tan sucio como
antes. El único modo de hacer que se lave el puerco, como el gato, consiste en
transformarlo en gato. Solo así, entonces se lavará y se limpiará, pero no
antes.
Supongamos
realizada la transformación; lo que antes era imposible o difícil, ahora es fácil,
muy fácil, el puerco será de ahora en adelante capaz para entrar a la sala y
dormir sobre la alfombra al lado de la chimenea. Así sucede con el impío; ni le
puedes forzar a hacer lo que el hombre renovado hace de muy buena voluntad.
Puedes enseñar al impío, proporcionándole buenos ejemplos, pero es incapaz de
aprender el arte de la santidad, por cuanto carece de facultad y mente para
ello; su naturaleza le lleva por otro camino.
Cuando
Dios le transforma en hombre nuevo, todo cambia de aspecto. Tan marcado es tal
cambio que oí a un convertido decir «O todo el mundo ha cambiado o he cambiado
yo.» La nueva naturaleza sigue en pos del bien tan naturalmente como la vieja
naturaleza anda en pos del mal. ¡Cuán grande bendición es obtener esta
naturaleza nueva! Únicamente el Espíritu Santo te lo puede infundir.
¿Te
has fijado alguna vez en lo maravilloso del caso cuando el Señor imparte un
corazón nuevo y espíritu recto al hombre perdido? Has visto, quizá una langosta
que, peleándose con otra, ha perdido una pata, habiéndole crecido después una
nueva. Cosa admirable es esto, pero muchísimo más maravilloso es que al hombre
se le de un corazón nuevo. Esto, sí que es un milagro, un hecho que sobrepasa
todo poder de la naturaleza. Allí está un árbol. Si cortas una de sus ramas,
otra podrá crecer en su lugar; pero ¿puedes cambiar su naturaleza, puedes
volver dulce la savia amarga, puedes hacer que el espino produzca higos? Podrás
injertarle algo mejor, siendo esta la semejanza que la naturaleza nos ofrece de
la obra de la gracia; pero el cambiar en absoluto la savia vital del árbol,
esto sería un milagro de verdad. Tal prodigio y misterio de poder actúa en Dios
en todos los que creen en Cristo Jesús.
Si
te sometes a su operación Divina, el Señor transformará tu ser. Él someterá la naturaleza
vieja, y te infundirá vida nueva. Confía en el Señor Jesús y él quitará de tu
carne el corazón duro de piedra, dándote corazón blando como de carne. Todo lo
duro será blando, todo lo vicioso, virtuoso; toda inclinación hacia abajo se
elevará con fuerza viva hacia arriba. El león furioso dará lugar al cordero
manso; el cuervo inmundo huirá de la paloma blanca; la serpiente engañosa
quedará aplastada bajo el pie de la verdad.
Con
mis propios ojos he visto tales cambios admirables del carácter moral y
espiritual que no desespero de la maldad de nadie. Si no fuera indecoroso,
indicaría a mujeres impuras, hoy puras como la blanca nieve, y a hombres
blasfemos que actualmente alegran a todos por su conducta y devoción. Los
ladrones se transforman en personas honradas, los borrachos en sobrios, los
mentirosos en veraces, los burladores en personas sensatas celosas por la causa
del Señor.
Dondequiera
que la gracia de Dios se haya manifestado, ha enseñado al hombre a renunciar a
la impiedad y los deseos mundanos, y a vivir templado, justo y santamente en
esta época mala; y estimado lector, lo
mismo hará la gracia para ti.
«Yo
no puedo efectuar este cambio,» me dirás. ¿Quién ha dicho que puedes? Las Escrituras
que hemos citado, no hablan de lo que hará el hombre, sino de lo que hará Dios,
y a él corresponde cumplir su Palabra en ti, y ciertamente lo hará.
¿Pero
como se hará? ¿Para que lo quieres saber? ¿Será necesario que Dios explique su modo
de actuar antes de que creas en él? Su proceder en este caso es un gran
misterio, el Espíritu Santo lo lleva a cabo. El que ha hecho la promesa es el
responsable de su cumplimiento, y su capacidad corresponde perfectamente al
caso. Dios que promete efectuar tan asombrosa operación, lo llevará a cabo, sin
duda alguna, en todos cuantos por fe reciban a Jesús, porque leemos que «a todos los que le recibieron, les dio
potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:11).
¡Qué
Dios haga que lo creas! ¡Ojalá que dieras al Señor de gracia el honor merecido
de creer que él puede y quiere hacer esto en ti, por gran milagro que fuera!
¡Ojalá que creyeras que Dios no puede mentir! ¡Ojalá que confiaras en él, a fin
de que te diera un corazón nuevo y un espíritu recto, ya que él es poderoso
para hacerlo! ¡Que el Señor te conceda fe en sus promesas, fe en su Hijo,, fe
en el Espíritu Santo, fe en él mismo! Así sea. Y a él serán dadas alabanza,
honra y gloria para siempre. Amen
***
5. POR GRACIA MEDIANTE LA FE
Creo
conveniente insistir en un punto especial, con el objeto de suplicar al lector
observe en espíritu de adoración el
origen de la fuente de nuestra salvación que es la gracia de Dios.
«Porque por gracia sois salvos por medio de la fe» (Efe.2:8).
Los pecadores son convertidos, perdonados, purificados, salvos, todo porque
Dios es lleno de gracia. No es porque pueda haber algo en ellos que les
recomiende para ser salvos, sino que se salvan por el amor infinito, por la bondad,
por la compasión, misericordia y gracia de Dios. Detente, pues, por un momento
en el origen de la fuente. Contempla el río cristalino del agua de vida que
brota del trono de Dios y del Cordero.
¡Qué
profundidad de la gracia de Dios! ¿Quién sondeará su profundidad? Semejante a
los demás atributos de Dios es infinita. Dios es lleno de amor, porque «Dios es Amor.» (1Juan 4:8).
Bondad
infinita y amor infinito forman parte de la esencia de la Divinidad. Por la
razón de que «para siempre es su
misericordia» (Salmo 107:1), no ha echado a la humanidad a la perdición.
Y ya que no cesan sus compasiones, los pecadores son conducidos a sus pies y
hallan perdón.
Acuérdate
bien de esto, para que no caigas en el error fijándote demasiado en la fe que
es el conducto de la salvación, podrías olvidarte de la gracia que es la fuente
y origen aun de la fe misma. La fe es obra de la gracia de Dios en nosotros.
Nadie puede decir que Jesús es Cristo, el Ungido, sino por el Espíritu Santo. «Ninguno puede venir a mi,» dice
Jesús, «si el Padre que me envió, no le trajere» (Juan 6:44).
Así es que esa fe que acude a Cristo es resultado de la obra Divina.
La
gracia es la causa activa, primera y última de la salvación; y esencialmente
necesaria, como es la fe, no es mas que parte indispensable del método que la
gracia emplea. Somos salvos «mediante
la fe,» pero la salvación es «por
gracia.» Proclámense estas palabras, como con trompeta de arcángel: «por gracia sois salvos.» ¡Cuán buena
nueva es esta para los indignos!
Se
puede comparar la fe a un conducto. La gracia es la fuente y la corriente; la
fe es el canal por el cual fluye el río de misericordia para refrescar a los hombres
sedientos. Será una gran lástima cuando se haya roto el canal. Una vista muy
triste ofrecen muchos canales costosos en los alrededores de Roma, que ya no
conducen más el agua a la ciudad, porque los arcos están rotos y esas obras
admirables están en ruinas.
El
canal debe mantenerse completo para conducir la corriente, y así la fe debe ser
verdadera y sana dirigida en rectitud a Dios y bajando directamente a nosotros
para que resulte un conducto útil de misericordia para nuestras almas.
Otra
vez te recuerdo que la fe solo es el conducto o canal y no la fuente, y que no debemos
fijarnos tanto en ella que la elevemos por encima de la fuente de toda
bendición que es la gracia de Dios. No te construyas nunca un Cristo de tu fe,
ni pienses en ella como si fuese la fuente indispensable de salvación. Hallamos
la vida espiritual por una mirada de fe al Crucificado, no por una mirada a
nuestra fe. Mediante la fe todas las cosas nos son posibles; sin embargo, el
poder no está en la fe, sino en Dios, en quien la fe se derrama.
La
gracia es la locomotora y la fe es la cadena, mediante la cual el vehículo del
alma se ata a la gran fuerza motriz. La justicia de la fe no es la excelencia
moral de la fe, sino la justicia de Cristo Jesús que la fe acepta y se apropia.
La paz del alma no se deriva de la contemplación de nuestra fe, sino nos viene
de Aquel que «es nuestra paz,» del
borde de cuyo vestido la fe toca, saliendo de él la virtud que inunda el alma.
Aprende
de esto, pues, querido amigo, que la flaqueza de tu fe no te echará a la
perdición.
Aun
una mano temblorosa podrá recibir una dádiva de oro precioso. La salvación nos
puede venir por una fe tan pequeña como un grano de mostaza. La potencia se
encuentra en la gracia de Dios, no en nuestra fe. Importantísimos mensajes se
mandan por alambres débiles, y el testimonio del Espíritu Santo que comunica
paz, puede llegar al corazón mediante una fe tan pequeña que apenas merezca tal
nombre. Piensa más en AQUEL que miras, que en la mirada. Es preciso quitar la
vista de tu propia persona y de los alrededores para no ver a otro que «solo Jesús»
y la gracia de Dios en él revelada.
***
6. ¿QUE ES LA FE?
¿Qué
es esa fe, de la cual se dice: «Por gracia sois salvos mediante la fe»? Existen muchas explicaciones de la fe; pero
casi todas las que he visto, me han dejado más ignorante que antes de leerlas.
Podemos explicar la fe hasta que nadie la entienda. Cierto predicador dijo al
leer un capítulo de la Biblia que iba a embrollarlo,
lo que probablemente hizo, si bien intentaba decir que iba a explicarlo. Espero que no me haga
culpable del mismo error.
La
fe es la cosa más sencilla del mundo, y tal vez por esta misma sencillez sea
más difícil la explicación. ¿Qué es fe?:
Podemos decir que la fe se compone de tres cosas: conocimiento, creencia y confianza.
Primero,
viene el conocimiento. ¿Cómo creerán a
Aquel de quien no han oído? (Rom. 10:14). Necesito saber de un hecho
antes de que me sea posible creerlo. La
fe es por el oír (Rom. 10:17). Es preciso oír para saber lo que se ha de
creer. «En ti confiarán los que
conocen tu nombre» (Salmo
9:10). Algún conocimiento es esencial para la fe; de aquí la importancia de conseguir
conocimiento. «Inclinad vuestro oído,
y venid a mi; oíd, y vivirá vuestra alma» (Isa. 55:3), tal era la
palabra del profeta antiguo, y tal es la palabra del evangelio todavía.
Escudriña
las Escrituras y aprende lo que el Espíritu santo enseña respecto a Cristo
Jesús y su salvación. «Porque es
necesario que el que se acerca a Dios crea que el existe, y que es galardonador
de los que le buscan» (Heb.
11:6). ¡Que el Espíritu Santo te conceda espíritu de conocimiento y de temor
del Señor! Entérate del evangelio: de su buena nueva, de como habla del perdón
gratuito, del cambio de corazón, de la adopción en la familia de Dios, y de
bendiciones innumerables de otras clases.
Entérate
especialmente de Cristo Jesús, el Hijo de Dios, el Salvador de los pecadores,
unido con nosotros por la naturaleza humana, no obstante de ser Uno con Dios, siendo
así idóneo para actuar como Mediador entre Dios y los hombres, capacitado para
colocar su mano sobre ambos y ser el eslabón entre el pecador y el juez de toda
la tierra. Procura conocer a Cristo Jesús más y más. Procura conocer de un modo
especial la doctrina del sacrificio expiatorio de Cristo, ya que el punto
principal en la fe salvadora se fija principalmente en este: «Dios estaba en Cristo reconciliando consigo
al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados» (2Cor. 5:19).
Procura
saber que Jesús fue hecho por nosotros maldición, como está escrito: «Maldito todo el que es colgado de un
madero» (Gál. 3:13). Aprópiate bien de la doctrina de la substitución de Cristo; porque en
ella está el más bendito consuelo para los hijos de los hombres culpables, puesto que Dios «le hizo pecado por nosotros, para que
nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2Cor. 5:21). La fe
comienza por el conocimiento.
De
aquí pasa el alma a la creencia de
que estas cosas son verdaderas. El alma cree que Dios existe y que oye el
clamor de los corazones sinceros, que el evangelio procede de Dios, que la
justificación por la fe es la gran verdad que Dios ha revelado en estos últimos
tiempos con más claridad que antes. Luego, el corazón cree que Jesús en
realidad de verdad es nuestro Dios y Salvador, el Redentor de los hombres, el
Profeta, Sacerdote y Rey de su pueblo. Todo esto lo acepta el alma como verdad
cierta y fuera de toda duda.
Pido
a Dios que llegues a esta fe en seguida. Afírmate bien en la creencia de que la
sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado; que su
sacrificio expiatorio fue perfecto y plenamente aceptado por Dios en lugar del
hombre, ya que el que cree en Jesús, no es condenado. Cree en estas verdades,
como crees en otras afirmaciones, porque la diferencia entre la fe común y la
fe salvadora consiste principalmente en los objetos de la creencia. Cree en el
testimonio de Dios, como crees en el testimonio de tu propio padre o de algún
amigo. «Si recibimos el testimonio de
los hombres, mayor es el
testimonio de Dios» (1ª Juan 5:9).
Hasta
aquí has ido adelantando en el camino de la fe; solo falta una parte más para completarla,
a saber la confianza. Entrégate
confiado al Dios de misericordia; pon tu confianza en el evangelio de gracia;
abandona tu alma confiadamente al Salvador muerto y resucitado por ti;
contempla confiando la limpieza de tus pecados en la sangre expiatoria de
Jesús; acepta cual tuya su Justicia Perfecta, y todo estará bien. La confianza
es la esencia vital de la fe, sin ella no hay fe salvadora. Los puritanos
solían explicar la fe usando la palabra «reclinación,» en el sentido de
apoyarse reclinado sobre algo.
Apóyate
con todo tu peso sobre Cristo. Me expresaría más claramente, si dijera: Extiéndete,
recuéstate sobre la Roca de los siglos. Abandónate en los brazos de Jesús,
entrégate, descansa en él. Habiéndole hecho así, has puesto la fe en práctica.
La fe no es cosa ciega, puesto que principia por el conocimiento. No es cosa de
conjeturas, por cuanto la fe se funda en hechos ciertos. No es cosa de sueños,
porque la fe encomienda su destino reposadamente a la verdad de la revelación
Divina. Esto es un modo de explicar la fe. No se si solo he logrado embrollar
el asunto.
Permítaseme
otra prueba. La fe es creer que Cristo
es lo que se dice ser, que hará lo que ha prometido hacer y esperar que cumpla
lo prometido. Las Escrituras hablan de Jesucristo como Dios, Dios manifestado en carne humana; como perfecto en
su carácter, como sacrificio expiatorio
por nuestros pecados, como quien lleva nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero. Las escrituras hablan de él
como de quien ha acabado con la trasgresión, concluido el pecado e introducido la justicia
eterna.
La
Biblia nos dice, además, que resucitó de los muertos, que vive para siempre intercediendo por nosotros, que ha
ascendido a la gloria, tomando posesión
de ella en favor de su pueblo y que pronto volverá para «juzgar al mundo con justicia y a los pueblos con rectitud» (Salmo
98:9). Debemos creer firmemente que así es, ya que así lo hizo saber Dios el Padre, diciendo: «Este es mi Hijo amado; a él oíd» (Luc.
9:35). A este rinde testimonio
también el Espíritu Santo, porque él ha testificado de Cristo tanto por la
palabra inspirada como por
diversos milagros y su obra en los corazones de los hombres. Nos es preciso creer que es verdadero este
testimonio.
La
fe cree también que Cristo hará lo que ha prometido, él prometió no echar a
nadie fuera, de los que acuden a él, es cierto que no nos echará a nosotros si acudimos a él. La fe cree
que, habiendo dicho: «El agua que yo
le daré, será en él una fuente de agua que salte para vida eterna» (Juan 4:14), esto debe ser
verdad, de modo que si nosotros recibimos de Cristo esta agua de vida,
permanecerá en nosotros y saltará en nosotros como corrientes de una vida
santa.
Cualquier
cosa que Cristo haya prometido hacer, la hará, y debemos creerlo, ya que de su
mano esperamos el perdón, la justificación, la protección, y la gloria eterna,
todo según lo prometido a los que creen en él.
Luego,
viene el siguiente paso necesario. Jesús es lo que se dice ser, Jesús hará lo
que ha prometido hacer, y por lo tanto debemos cada cual confiar en él, diciendo: «Será para
mi, lo que ha dicho ser y lo que ha prometido hacer, y yo me entrego en las
manos del que se ha encargado de la salvación para que me salve a mi. Descanso
en su promesa confiando en que hará lo que ha dicho.» Tal es la fe salvadora, y
quien la posee, tiene vida eterna. Cualquiera que fuesen los peligros y pruebas,
tinieblas y temores, debilidades o pecados, el que así cree en Cristo Jesús no es
condenado, ni vendrá jamás a condenación.
Deseo
que te sirva para algo esta explicación. Confío en que el Espíritu de Dios lo
usará para llevarte lector, a la paz inmediatamente. «No temas; cree solamente» Mar. 5:36). Confía y reposa en paz.
Pero
temo que el lector quede contento con el simple conocimiento de lo que sea
preciso hacer sin nunca hacerlo. Mejor es la fe más pobre actuando que el mejor
conocimiento en las regiones de la fantasía. Lo principal es creer de verdad en
Jesús, en este mismo momento. No te preocupes de distinciones y definiciones.
El hambriento come sin comprender la composición química de los alimentos, la
anatomía de la boca y el proceso digestivo; vive porque come.
Otro
mucho más sabio comprende perfectamente la ciencia de la nutrición, pero si no
come, morirá a pesar de su conocimiento. Sin duda, hay muchos en el infierno
que comprendieron bien la doctrina de la fe pero que dejaron de creerla. Por
otra parte, ni uno de los que confiaron en el Señor Jesús perecieron, aun
cuando nunca supieron explicar bien su fe. Querido lector, recibe al Señor
Jesús, cual único Salvador de tu alma, y vivirás eternamente. «El que en él cree tiene vida eterna» (Juan 3:36).
***
7. ¿CÓMO SE PUEDE ACLARAR LA FE?
Para
aclarar aún más el asunto de la fe daré aquí unos cuantos ejemplos. Aunque solo
el Espíritu Santo puede dar vista al ciego tanto mi deber como placer es
proporcionar al lector toda la luz que me sea posible, pidiendo al Señor que
habrá los ojos de los ciegos. Que Dios haga que el lector pida lo mismo.
La
fe tiene sus semejanzas en el cuerpo humano. Es el ojo que mira las cosas. Por
el ojo introducimos en la mente los objetos lejanos. Por una mirada podemos en
un momento introducir en la mente al sol y las estrellas lejanas. Así, por la
fe o confianza podemos hacer que Jesús se nos acerque, y que aunque esté en el
lejano cielo, entre en nuestro corazón. Tan solo mira a Jesús, porque contiene
la pura Verdad el cántico que dice: Vida hay por mirar a Jesús... La mirada de
fe al momento la vida te da.
La
fe es la mano que toma. Cuando la mano toma y se apropia de algo, hace
precisamente lo mismo que la fe al apropiarse de Cristo y las bendiciones de la
redención. La fe dice: «Jesús es mío.» La fe oye hablar de la sangre mediante
la cual hay perdón y exclama: La recibo para perdón de mis culpas. La fe dice
que son suyas los legados de Jesús, y dice bien porque la fe es la heredera de
Cristo habiéndose dado a sí mismo y todo lo que tiene a la fe. Aprópiate,
amigo, lo que la gracia te ha legado. No resultarás hurtador, porque tienes
permiso Divino: «El que quiere,
tome del agua gratuitamente» (Apoc.
22:17). El que puede conseguir un tesoro sencillamente por tomarlo con la mano,
será loco si permanece pobre.
La
fe es la boca que se alimenta
de Cristo. Antes de que la comida nos alimente, es preciso tomarlo. Cosa tan
sencilla es comer y beber. De buena gana tomamos en la boca el alimento
permitiendo que baje en el cuerpo, donde se absorbe constituyéndose parte del
mismo.
Pablo
en Romanos 10:8; dice: «Cerca de ti
está la palabra, en tu boca.» Así es que lo que resta por hacer es
permitir que baje al alma. ¡Ojalá que la gente tuviera hambre espiritual! Pues,
el hambriento que ve la comida delante de si, no necesita aprender a comer.
Dame un cuchillo, un tenedor y la oportunidad, dijo alguien. Para los demás
estaba plenamente preparado. En verdad, un corazón hambriento y sediento de
Cristo, solo necesita saber que esta invitado para recibirle en seguida. Si te
hallas en esta condición, no vaciles en recibirle, puedes estar seguro de que nunca
serás reprendido por hacerlo, porque «a
todos los que le recibieron, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Juan 1:12) El
no rechaza a nadie de todos cuantos a él acuden, sino les recibe y les autoriza
a permanecer como hijos eternamente.
Las
ocupaciones ordinarias de la vida ilustran también la fe de varios modos. El agricultor
deposita su semilla en la tierra confiando en que no solo viva sino que se
multiplique. Tiene fe en el arreglo del pacto de que la siembra y la cosecha no
cesarán, y queda recompensada así su fe.
El
comerciante entrega su dinero al cuidado de un banquero, confiando del todo en
su honradez y en la solidez de su banco. Entrega su capital en manos de otro, y
se siente más tranquilo que si guardara el oro en su propia casa.
El
marinero se encomienda al mar ondulante. Al nadar quita los pies del fondo y
descansa en las olas del océano. No podría nadar, si no se abandonara del todo
al elemento líquido.
El
platero pone su oro precioso en el fuego que parece ávido de consumirlo, pero
lo saca de nuevo, purificado por el calor del horno.
En
cualquier esfera de la vida puedes ver la fe en operación entre hombre y hombre,
o entre hombre y ley natural. Ahora bien, precisamente como en la vida diaria
practicamos la confianza, así debemos hacerlo respecto a Dios, según se nos
revela en Cristo Jesús.
La
fe existe en diferentes personas según su medida de conocimiento o crecimiento
en la gracia. A veces la fe no es más que un sencillo apego a Cristo; un sentimiento de dependencia y de voluntad de
vivir dependiente. En la orilla del mar verás a ciertos moluscos pegados a las rocas.
Camina suavemente roca arriba, pega al molusco con el bastón, y verás como
queda suelto en seguida. Repítelo con otro molusco cercano. Este ha oído el
golpe, ha quedado avisado, y se pega con toda su fuerza a la roca. No le
soltarás, no. Pégale tanto como quieras. Más bien romperás el bastón a que se suelte el
molusco.
El
pobre no sabe mucho, pero sabe pegarse a la roca. Sabe pegarse y tiene algo
firme a que hacerlo; esto es todo su conocimiento y lo usa para su seguridad y
salvación. Apegarse a la roca es la vida del molusco, y la vida del pecador es apegarse
a Cristo. Miles de almas del pueblo de Dios no tienen más fe que esta; acogerse
de todo corazón a Jesús, y esto basta para su paz actual y para su seguridad
eterna. Jesús es para ellas un Salvador fuerte y poderoso, una roca inmovible e
inmutable; a ella se aferran vivamente y este apego les salva. Amigo, ¿no
podrás tu apegarte a Cristo también? Hazlo ahora mismo.
La
fe se manifiesta cuando una persona confía en otra con motivo del conocimiento
de su superioridad. Esta fe es de más alta categoría: fe que conoce y reconoce la razón de su dependencia actuando conforme a tal conocimiento. Poco conocerá
el molusco de la roca; pero conforme vaya creciendo la fe resulta más
inteligente. Un ciego se entrega a su guía, porque sabe que este tiene vista y
confiando en él, anda por donde él le conduzca. Si el pobre nació ciego no tiene
idea de lo que es la vista, pero sabe que existe tal cosa, y por lo tanto
coloca su mano en la mano del guía dejándose llevar. (2Cor. 5:7).
«Bienaventurados los que no vieron, y creyeron»
(Juan 20:29). Aquí «Andamos por fe, no
por vista» tenemos tan buen ejemplo de la fe como puede haber: sabemos
que Jesús posee la virtud, el poder y la bendición que no poseemos nosotros, y,
por lo tanto, nos entregamos a él, para que sea para nosotros lo que no podemos
ser para nosotros mismos. Nos entregamos a él confiados como el ciego al guía,
seguros de que nunca abusará de nuestra confianza, ya que «nos ha sido hecho por Dios sabiduría,
justificación, santificación y
redención» (1Cor. 1:30).
Todo
niño que frecuenta la escuela ejerce fe al aprender del maestro. Este le enseña
geografía, instruyéndole respecto a la forma de la tierra y la existencia de
ciertos países y grandes ciudades. El niño no sabe que estas cosas son
verdaderas, a menos que tenga fe en el maestro y en los libros que usa. Esto es
lo que te toca hacer en orden a Cristo, si quieres ser salvo. Es preciso que lo
sepas porque él te lo dice; que crees que es así, porque él te lo asegura; que
te entregues a él, porque te promete que el resultado será la salvación
presente y eterna.
Casi
todo lo que tu y yo sabemos nos ha venido por la fe. Se ha hecho un
descubrimiento científico y estamos seguros de ello. ¿Por qué razón lo creemos?
Por la autoridad de ciertos científicos muy conocidos, cuya reputación ha
quedado establecida. Nunca hemos visto sus experimentos, pero creemos su
testimonio. Es preciso que hagas lo propio en orden al Señor Jesús. Ya que él
te enseña ciertas verdades, debes actuar como discípulo creyendo su palabra.
Ya
que él a realizado cierta obra magna, debes actuar como recipiente
encomendándote a su gracia. Él es tu superior en grado infinito recomendándose
a tu confianza cual Maestro supremo y Señor de señores. Si le recibes a él y su
palabra, de cierto serás salvo.
Otra
forma de fe superior es la que nace
del amor. ¿Por qué confía el niño en su padre? La razón es que el niño
ama a su padre. Bienaventurados y dichosos son los que tienen una fe infantil
en Cristo, mezclada con profunda afección, porque esta fe y confianza
proporciona verdadera tranquilidad y reposo al alma. Estos que aman a Jesús
viven encantados de la hermosura y de sus atributos, se gozan grandemente en su
misión y son transportados de alegría por su bondad y gracia manifiestas. Así
es, que no pueden por menos de confiar en él, ya que tanto le admiran,
reverencian y aman.
Esta
confianza en el salvador se evidencia por ejemplo de la esposa de uno de los primeros
médicos de este siglo. Aunque afligida de cierta grave enfermedad y postrada
por su rigor, disfruta ella de calma y quietud admirables, porque su esposo ha
hecho estudio especial de esa enfermedad y curado a miles de afligidos como
ella. No se inquieta en lo más mínimo, porque se siente perfectamente salva en
las manos de uno tan apreciado como el esposo, en quien la habilidad y amor se
juntan en sumo grado. Su fe es natural y razonable y el esposo lo merece de su
parte en todos los sentidos.
Esta
clase de fe es la que el creyente más dichoso ejerce respecto a Cristo. No hay
médico como él; nadie puede salvar y sanar como él. Le amamos y él nos ama a
nosotros, y por consiguiente nos entregamos en sus manos, aceptamos lo que nos
prescribe y hacemos lo que nos manda. Estamos seguros de que nada erróneo se
nos manda mientras que él sea el Director de nuestros asuntos; porque nos ama
demasiado para permitir que perezcamos o suframos la más mínima pena
innecesaria.
La
fe es la raíz de la obediencia, y
esto puede verse con toda claridad en los asuntos de la vida. Cuando el capitán
confía el buque al piloto para que lo lleve al puerto, este lo maneja según su
conocimiento y voluntad. Cuando el viajero se confía al guía para que lo
conduzca a través de algún lugar difícil, este sigue paso a paso el sendero que
el guía le señale. Cuando el enfermo cree en el médico, sigue cuidadosamente
sus prescripciones y direcciones. La fe que rehúsa obedecer los mandamientos
del Salvador no es más que un pretexto y no salvará jamás al alma.
Confiamos
en Jesús para que nos salve, dándonos él las indicaciones necesarias respecto
al camino de la salvación; seguimos estas indicaciones y somos salvos. No se
olvide de esto el lector. Confíate a Jesús y dale pruebas de tu confianza
haciendo lo que te diga.
Cierta
forma notable de fe nace del conocimiento
verdadero. Esto resulta del crecimiento en gracia; y es esta la fe que
cree en Cristo, porque le conoce y confía en él, porque tiene la experiencia de
que es infaliblemente fiel. Cierta señora cristiana solía poner P.P., en el
margen de su Biblia siempre que hubiese puesto a prueba alguna promesa. ¡Cuán
fácil es confiar en un Salvador puesto a prueba y hallado verdadero! No puedes
hacer esto todavía, pero lo harás.
Todo
requiere un principio. A su tiempo será fuerte tu fe. Esta fe madura no pide señales
y milagros sino cree fuertemente. Contempla al marino maestro. Muchas veces le
he admirado. Suelta los cables, se aleja de tierra. Pasan días, semanas, acaso
meses sin que vea tierra. No obstante, prosigue adelante noche y día sin temor,
hasta que se halle una mañana precisamente al frente del deseado puerto, hacia
el cual se ha dirigido.
¿Cómo
ha podido hallar el camino a través del profundo mar sin rastro de huella? Pues
ha confiado en su brújula, en su carta marina, en sus binoculares, en los cuerpos
celestes; y obedeciendo sus indicaciones, sin ver tierra, ha dirigido su buque
tan exactamente que ni un punto tenga que variar el curso para entrar en el
puerto. Es cosa maravillosa, es admirable ese modo de navegar sin vista
terrestre. Espiritualmente es cosa bendita dejar del todo fuera de vista y
sentimentalismo las playas de la tierra, diciendo «Adiós» a los sentimientos
interiores, acontecimientos providenciales animadores, señales y maravillas,
etc.
Es
glorioso hallarse lejos en el océano del amor Divino muy adentro, creyendo en
Dios y dirigiendo el curso directamente hacia el cielo por las direcciones de
la carta marina, la Palabra de Dios. «Bienaventurados los que no han visto, y sin embargo han creído,» a éstos
«será abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro
Señor» y buena protección en el viaje. ¿No querrá el lector poner su confianza
en Dios manifestado en Cristo Jesús? En él confío yo contento. Amigo, ven
conmigo, y cree en nuestro Padre y nuestro Salvador. ¡Ven sin tardar!
***
8. ¿POR QUÉ NOS SALVAMOS, POR LA FE?
¿Por
qué se ha escogido la fe cual medio de salvación? Sin duda se hace con
frecuencia esta pregunta. «Porque por
gracia sois salvos por medio de la fe» (Efe. 2:8), es sin contradicción una
de las doctrinas de las Escrituras, plan y arreglo de Dios; ¿pero por qué es
así? ¿Por qué se ha escogido la fe y no mas bien la esperanza, el amor o la
paciencia?
Nos
conviene la modestia al contestar esta pregunta, porque los caminos de Dios no
son siempre comprensibles, ni se nos permite ser presuntuosos, poniéndolos en
duda. Quisiéramos responder humildemente que, en cuanto comprendamos nosotros,
se ha elegido la fe cual medio de la gracia, porque en la fe hay una capacidad natural propia para
servir de recibidor.
Supongamos
que voy a dar una limosna a un pobre; la pongo en sus manos, ¿por qué? No sería
lo mismo ponérsela en sus oídos, o en los pies; la mano parece haber sido hecha
a propósito para recibir. Así en nuestra constitución mental, la fe se ha creado
a propósito para recibir: es la mano
del alma que tiene la capacidad de
recibir la gracia.
Permítaseme
decir esto con mucha claridad. La fe que recibe a Cristo es un hecho tan sencillo
como cuando un niño recibe de ti una manzana, porque tu la das con tu mano prometiéndosela,
si viene a tomarla. En este caso la fe y el recibir se refieren a una manzana; pero
constituyen precisamente el mismo hecho que tratándose de la salvación eterna.
Lo que es la mano del niño en orden a la manzana, esto es tu fe en orden a la
salvación perfecta de Cristo.
La
mano del niño no hace la manzana, ni la mejora, ni la merece; solo la acepta. Y
la fe se ha elegido por Dios para ser la receptora de la salvación, porque no
pretende crear la salvación, ni ayudar a mejorarla, sino está contenta de
recibirla humildemente. «La fe es la lengua que pide perdón, la mano que la
recibe, el ojo que la ve, pero no es el precio que la compra.» La fe nunca hace
para sí su propia defensa, sino descansa todo su argumento en la sangre de
Cristo.. Ella viene a ser la sirvienta que trae las riquezas del Señor Jesús al
alma, pues reconoce de quien las recibió y confiesa que únicamente la gracia se
las encargó.
Por
otra parte se escogió sin duda la fe,, porque ella da toda la gloria a Dios. La salvación es mediante la fe
para que sea por gracia, y es por gracia para que nadie se gloríe, porque Dios
no tolera el orgullo. «Al altivo mira
de lejos» (Salmo 138:6), y no desea tenerlo más de cerca. De ningún modo
concederá la salvación a nadie sobre un plan que incluya o fomente el orgullo.
Pablo
dice: «No por obras para que nadie se
gloríe» (Efe. 2:9). Ahora bien, la fe excluye toda gloria. La mano que
recibe la limosna no dice: «Debes darme gracias, porque he aceptado la
limosna;» esto sería un gran absurdo. Cuando la mano lleva el pan a la boca, no
dice al cuerpo: «Dame gracias, porque yo te alimento.» Cosa muy sencilla es la
que hace la mano, sin embargo muy necesaria, y nunca se atribuye gloria alguna
por lo que hace. Así es que Dios ha escogido la fe para recibir el don inefable
de su gracia, por cuanto no puede atribuirse crédito alguno sino en cambio
adorar al Dios de toda gracia que es Dispensador de toda dádiva perfecta.
La
fe pone la corona en la cabeza del Digno y por lo mismo Cristo quiso poner la
corona sobre la cabeza de la fe, diciendo: «Tu fe te ha salvado; vete en paz» (Luc. 7:50).
Además,
Dios escoge la fe como medio de salvación, porque esto es un modo seguro de unir al hombre con Dios. Cuando el
hombre confía en Dios, resulta esta confianza un punto de contacto entre ellos que garantiza
la bendición de parte del Señor. La fe no salva, porque nos hace acogernos a Dios y así nos une
a él. Con frecuencia he usado el ejemplo siguiente que debo repetir por no tener otro mejor. Se
dice que, hace años, un bote volcó sobre las cataratas del Niágara siendo llevados corriente
abajo dos hombres, cuando los espectadores en la orilla llegaron a echarles una cuerda, a la cual los dos se acogieron.
Uno de ellos permanecía agarrado a
la cuerda y fue rescatado sano y salvo a tierra.
Pero
el otro viendo una viga grande flotando en el agua, dejó imprudentemente la cuerda y se acogió a la viga
que le parecía una cosa más grande y
mejor para aferrarse a ella. Pero, la corriente formidable lanzó la viga con el
hombre al abismo, porque no
había contacto entre la viga y la orilla. El tamaño respetable de la viga no
hizo bien alguno al pobre que
se tomó de ella; lo que faltaba era contacto con la tierra.
Así
cuando una persona confía en
sus obras, en sacramentos u otra cosa de semejante naturaleza, no se salvará, porque no hay unión entre él y
Cristo; pero la fe, aun cuando parezca cuerda delgada, está en las manos de Dios en la orilla; su poder
infinito jala de la cuerda y así se rescata al hombre de la perdición. Gloriosa bienaventuranza
es la fe, porque mediante la misma quedamos unidos a Dios.
Por
otra parte, se ha escogido la fe, porque ella
toca los resortes de la acción. Aun en las cosas ordinarias de la vida,
cierta clase de fe esta a la raíz de todo. Pienso que acaso no me equivoco, si
afirmo que nada hacemos sino mediante alguna clase de fe. Si atravieso mi habitación,
es porque creo que me llevarán mis piernas. El hombre come, porque cree en la necesidad
de alimentarse; acude a su negocio, porque cree que hay valor en el dinero;
acepta una letra, porque cree que el banco lo protegerá. Colón descubrió
América, porque creía que otro continente había al otro lado del océano; y los
puritanos lo colonizaron, porque creían que Dios estaría con ellos en esas
orillas de rocas.
Las
obras más grandes han nacido de la fe; para bien o para mal la fe obra
maravillas mediante la persona en que existe. La fe en su forma natural es una fuerza
vencedora que entra en toda clase de obra humana. Es probable que quien más se
burle de la fe en Dios, es el que de ella más tiene de mala calidad; en verdad
este es quien cae en una credulidad que diríamos ridícula, si no fuera tan
desgraciada. Dios concede la salvación a la fe, porque creando la fe en
nosotros, toca el resorte principal de nuestros sentimientos y acciones.
Para
decirlo así, se apodera de las baterías pudiendo así enviar la corriente
sagrada a todas partes de nuestro ser. Al creer en Cristo, habiéndose acogido
el corazón a Dios, somos salvos del pecado, siendo llevados al arrepentimiento,
a la santidad, al celo santo, a la oración, a la consagración y toda otra forma
de la Divina gracia. «Lo que es el aceite para las ruedas; lo que son las pesas
para el reloj, las alas para el pájaro, las velas para el buque, esto es la fe
para los deberes y servicios santos.» Ten fe, y todas las demás gracias serán
el resultado y continuarán viniendo.
Además,
la fe tiene la virtud de actuar por el
amor; empuja las afecciones hacia Dios y el corazón hacia las cosas
mejores, que agradan a Dios. El que cree en Dios, amará a Dios sin falta.
La
fe es cosa del entendimiento, no obstante procede también del corazón. «Con el corazón se cree para justicia» (Rom.
10:10), y por tanto Dios concede la salvación a la fe, porque esta vive junto de las afecciones y es
pariente cercano del amor, siendo el amor la madre y nodriza de todo acto y sentimiento santo. El amor a
Dios equivale a obediencia, el amor a Dios es santidad. El amar a Dios y amar al prójimo es
llegar a ser conforme a la imagen de Cristo, lo que significa salvación.
Por
otra parte, la fe produce paz y gozo. Quien
la tiene, descansa tranquilo y disfruta de contento y gozo, lo que es cierta
preparación para el cielo. Dios concede todos los dones celestes a la fe, entre
otras razones porque la fe actúa en nosotros la vida y el espíritu que serán eternamente
manifiestas en el mundo mejor de la gloria.
La
fe nos procura la armadura para la vida presente y proporciona la educación
para la venidera. Ella pone al hombre en condiciones tanto para vivir como para
morir sin temor, le prepara tanto para el trabajo como para el sufrimiento. De
aquí que el Señor la ha escogido como el medio más a propósito para comunicarnos
la gracia y mediante la misma asegurarse de nosotros para la gloria.
Por
cierto, la fe nos sirve mejor que cualquier otra cosa proporcionándonos paz y
gozo y descanso espiritual. ¿Por qué procuran los hombre conseguir la salvación
por otros medios? Dice un teólogo de los antiguos: «Un criado necio, a quien se
manda a abrir una puerta, pone su hombro contra la misma empujándola con todas
sus fuerzas, pero la puerta no cede, no se mueve, y no puede entrar por mucho
que se esfuerza. Otro viene con una llave, abre la puerta y entra con toda
facilidad. Los que procuran salvarse por sus obras están empujando las puertas
del cielo sin resultado alguno; pero la fe es la llave que abre la puerta
inmediatamente.»
Querido
amigo. ¿No quieres tu valerte de tal llave? El Señor te manda creer en su Hijo
amado, ¿por lo mismo debes hacerlo, y haciéndolo así vivirás. ¿No es esta la
promesa del evangelio: «El que creyere
y fuere bautizado, será salvo»?
(Mar. 16:16). ¿Que podrás tú discutir contra un plan de salvación que se
recomienda perfecto tanto a la misericordia como a la sabiduría del Dios de
gracia?
***
9. ¡HAY DE MI!, NADA PUEDO HACER
Después
de haber aceptado la doctrina de la reconciliación y comprendido la gran verdad
de la salvación mediante la fe en el Señor Jesús, el corazón atribulado se
inquieta muy a menudo por un sentimiento de incapacidad respecto a la práctica
del bien. Muchos suspiran, diciendo:
¡Hay
de mi; nada puedo hacer! Y no lo dicen en sentido de excusa, sino lo sienten
como carga pesada diariamente. Harían el bien si pudieran. Cada uno de estos
podría decir francamente: «Porque el
querer el bien está en mi, pero no el hacerlo» (Rom. 7:18).
Esta
experiencia parece hacer todo el evangelio nulo y sin efecto; pues ¿para qué
sirve el alimento, si está fuera del alcance del hambriento? ¿Para qué sirve el
río de agua viva, si el sediento no puede beber? Nos acordamos aquí de la
anécdota del médico y del hijo de la madre pobre. El médico le dijo a la madre
que su hijito pronto mejoraría bajo un tratamiento propio del caso, siendo
absolutamente necesario que con toda regla tomara del mejor vino de Oporto y
que pasara una temporada en los baños termales de Alemania. ¡Receta para el
hijo de una madre pobre que apenas tenía pan para llevar a la boca! Así el
evangelio no parece al alma ansiosa cosa tan sencilla al decir. «Cree, y vivirás,»
porque pide al pobre pecador que haga lo que no puede hacer.
Para
el verdaderamente despierto, pero poco instruido, parece faltar un eslabón a la
cadena. A lo lejos está el remedio, pero ¿cómo obtenerlo? El alma se siente sin
fuerzas y no sabe que hacer. Está cerca, a la vista de la ciudad de refugio,
pero no puede entrar por la puerta.
¿No
se ha tenido en cuenta esta falta de fuerza en el plan de la salvación? ¡Claro
que sí! La obra del Señor es perfecta. Esta empieza por donde nos hallamos, y nada
nos pide para perfeccionarla. Cuando el buen samaritano vio al viajero herido
tendido en el camino medio muerto, no le pidió que se levantara, viniera,
montara su asno y se dirigiera a la posada. No, no.
Se
le acercó, vendó sus heridas y le puso sobre su cabalgadura y le condujo al
mesón. Así nos trata Jesús en nuestro estado lamentable.
Hemos
visto que es Dios el que justifica, que justifica a los impíos y que los
justifica mediante la fe en la preciosa sangre de Jesús. Ahora vamos a ver la
condición en la cual se hallan estos impíos al empezar Jesús a salvarles.
Muchas personas listas por ver su condición, no solamente se hallan atribuladas
con motivo de sus pecados sino con motivo de su flaqueza moral.
Carecen
de fuerzas para escapar del lodo en que han caído y de cuidarse del mismo en el
porvenir. No solo se lamentan por lo que han hecho, sino por lo que no pueden
hacer. Se sienten sin fuerzas, sin recursos, sin vida espiritual. Parece
extraño decir que se sienten muertos, y no obstante así. En su propia
estimación son incapaces de todo bien. No pueden andar por el camino del cielo
por tener las piernas rotas. Tanto se sienten sin fuerzas. Felizmente está
escrito como recomendación del amor de Dios para con nosotros: «Cristo, cuanto aún éramos débiles, a su
tiempo murió por los impíos» (Rom.5:6).
Aquí
vemos la incapacidad consciente socorrida: socorrida por la intervención del
Señor Jesús. Nuestra nulidad es completa. No está escrito: «Cuando aún éramos
comparativamente débiles, Cristo murió por nosotros,» o «cuando solo teníamos
un poco de fuerza,» sino la afirmación es absoluta, sin limitación, «Cuando aún éramos débiles.» Nos
faltaba toda fuerza para ayudarnos en la obra de la salvación. Las palabras de
nuestro Señor eran verdaderas, «Sin
mí nada podéis hacer» (Juan
15:5). Podría ir más allá del texto y recordarte del gran amor con que el Señor
nos amó, «aun estando nosotros muertos
en pecados.» El hallarse muerto es aun peor que hallarse sin fuerzas.
El
gran hecho en que el pobre pecador sin fuerzas debe fijar su mente y retener firmemente
como único fundamento de esperanza, es la afirmación Divina que «a su tiempo murió por los impíos.» Cree en esto y toda incapacidad
desaparecerá. Como dice la fábula del Rey Midas, quien todo transformaba en oro
por su tacto, así se puede afirmar de verdad respecto a la fe que todo lo que
toca vuelve bueno. Nuestras mismas faltas y flaquezas se vuelven bendiciones,
cuando la fe entra en contacto con ellas.
Fijémonos
en ciertas formas de esta falta de fuerza. Ahora, dirá alguien: «Me parece que no
tengo fuerza para concentrar mis pensamientos en los asuntos solemnes en orden
a mi salvación; casi no puedo hacer una breve oración. Acaso esto es así, en
parte debido a mi flaqueza física, en parte por haberme dañado por algún vicio,
en parte también por mis aflicciones de esta vida, de modo que me he
incapacitado para los pensamientos elevados que se requieren para la salvación
del alma.»
Tal
es una forma de debilidad pecaminosa muy común. ¡Atención ahora! En este punto te
hallas equivocado; y hay muchos como tu. Muchos que serían del todo incapaces
de una serie de pensamientos consecutivos, por mucho que se esforzaran. Muchas
personas pobres de ambos sexos carecen de educación, hallando un trabajo muy
difícil y de presunción tener pensamientos profundos. Otras personas son por
naturaleza tan superficiales que un argumento de raciocinio largo, les sería
tan difícil como querer volar como un ave. No llegarían al conocimiento de ningún
misterio profundo, aun cuando gastaran toda su vida en tal empresa.
Por
tanto, tú, no necesitas desesperarte, lo que se requiere para la salvación no
es un proceso de pensamiento continuo, sino una sencilla confianza en Jesús.
Únete a este hecho «Cristo, a su
tiempo murió por los impíos» Esta
verdad no requiere de tu parte examen profundo, raciocinio lógico, ni argumento
convincente. Allí está, «Cristo, a su
tiempo murió por los impíos.» Fija tu mente en ello y permanece allí.
Mira
que este gran hecho glorioso de gracia permanezca en tu espíritu hasta que
perfume todos tus pensamientos y te regocije el corazón, aunque te halles sin
fuerzas, teniendo al mismo tiempo presente que el Señor Jesús ha venido a ser
tu fortaleza y canción, sí, ha venido ha ser tu salvación. Según las Escrituras
es un hecho divinamente revelado que a tiempo debido Cristo murió por los
impíos siendo ellos aún débiles, sin fuerzas. Tal vez hayas oído estas palabras
centenares de veces, pero sin haber comprendido nunca su significado. Son de
sabor agradable ¿verdad? Jesús no murió por nuestra justicia sino por nuestros
pecados. No vino a salvarnos porque merecíamos ser salvos, sino porque éramos
enteramente indignos, arruinados, inútiles.
No
vino al mundo por alguna buena razón que hubiera en nosotros, sino
exclusivamente por las razones que hallaba en las profundidades de su amor
divino. A su tiempo murió por los que él mismo afirma no eran piadosos sino
impíos. Aun cuando tengas tan solo poca mentalidad, fíjalo en esta verdad tan
apropiada a la menor capacidad mental, y que, no obstante, puede alegrar el corazón
más apesadumbrado.
Debe
este texto ocupar tu mente cual grato recuerdo hasta encantar tu corazón y dar
colorido a todos tus pensamientos, y entonces nada importara que estos estén tan
diseminados como las hojas dispersas por el viento de otoño. Personas que nunca
brillaron en las ciencias, ni dieron prueba alguna de originalidad mental, han
sido muy capaces de aceptar la doctrina de la cruz y han sido salvas por ella.
¿Por qué no tú?
Oigo
a otro lamentarse «Mi falta de fuerza consiste principalmente en no poderme arrepentir bastante.» ¡Singular
idea que algunos tienen de lo que es el arrepentimiento! Muchos imaginan que se debe derramar tanta
lágrima, exhalarse tanto suspiro, sufrir tanto desespero. ¿De donde nos viene idea tan errónea. La
incredulidad y la desesperación son pecados, y por tanto no veo como pueden constituir parte de
un arrepentimiento que pide Dios.
Sin
embargo, hay personas que les
consideran parte de la verdadera experiencia cristiana. Pero en esto se equivocan grandemente. No obstante,
comprendo lo que quieren decir, porque en los días en que estaba en tinieblas, yo sentía lo
mismo. Deseaba arrepentirme pensando que no podía hacerlo, y lo cierto es que todo ese tiempo
estaba arrepentido. Extraño como suena. me dolía que no podía sentir.
Solí
meterme en algún rincón y llorar, porque no podía llorar, y sufría amargamente porque no podía sufrir a causa de
mis pecados. ¡Cuánta confusión!, cuando en nuestro estado de incredulidad empezamos a jugar con nuestra
condición espiritual! Nos parecemos al ciego mirando a sus propios ojos. Se me derretía el corazón de temor,
porque creía que mi corazón era duro
como una piedra. Mi corazón estaba quebrantado al pensar que no se quebrantaba.
Ahora comprendo que entonces estaba yo
dando muestras de poseer precisamente las cosas que me creía no poseer; más no sabía donde me hallaba.
¡Ojalá
que pudiera ayudar a otros a encontrar la luz que hoy disfruto! ¡Cuánto
quisiera decir una palabra que abreviara el tiempo de trastorno en que te
hallas! Desearía decir unas palabras sencillas, pidiendo al Consolador las
aplicara a tu corazón.
Acuérdate
de que el hombre verdaderamente arrepentido nunca queda satisfecho de su arrepentimiento.
Tan poco como podemos vivir perfectamente, podemos arrepentirnos perfectamente.
Por puras que sean nuestras lágrimas, siempre queda en ellas alguna suciedad; queda
algo de que arrepentirnos de nuestro arrepentimiento mejor. Pero escucha. El
arrepentirse significa cambiar de mente acerca del pecado, acerca de Cristo y
acerca de todas las grandes cosas de Dios. En esto está incluido el dolor, pero
el punto principal es volverse el corazón, del pecado a Cristo. Si existe en ti
esta vuelta, posees la esencia del arrepentimiento, aun cuando el desespero y
sobresalto no echan sombra alguna sobre tu mente.
Si
no puedes arrepentirte como quisieras, hallarás auxilio en el caso, si crees
firmemente que «a su tiempo murió por
los impíos.» Piensa repetidas veces en esto. ¿Cómo podrás continuar con
el corazón endurecido teniendo presente que el Cristo de amor supremo, murió
por el impío?
Permíteme
convencerte a que pienses de ti como «Impío como soy, aunque mi corazón de
piedra no se ablande y en vano me pegue en el pecho, no obstante él murió por
los que son como yo, ya que murió por los impíos. Quiera Dios que crea en esto
y sienta yo su poder en mi corazón endurecido.»
Borra
todo otro pensamiento de tu mente y siéntate horas enteras meditando en esta
sola manifestación excelsa de amor sin par, inmerecida e inesperada: «Cristo murió por los impíos.»
Lea
cuidadosamente la narración de la muerte del Señor, como consta en los cuatro
evangelios.
Si
hay algo capaz de ablandar tu duro corazón, será la contemplación de los
sufrimientos de Jesús, considerando que todo lo padeció para bien de sus
enemigos.
Crucificado
en un madero, Ciertamente la cruz, es decir lo que simboliza, es el poder
milagroso que hace brotar agua de la piedra. Si entiendes bien el significado
del sacrificio divino de Jesús, te arrepentirás forzosamente de haberte opuesto
alguna vez a un Salvador tan lleno de amor. Escrito está: «Mirarán a mi, a
quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose
por él como quien se aflige por el primogénito» (Zac. 12:10).
El
arrepentimiento no te hará ver a Cristo, Pero el mirar a Cristo hará que te
arrepientas. No debes hacerte un Cristo producto de tu arrepentimiento, pero
debes mirar a Cristo para que de ello te resulte el arrepentimiento. El Espíritu
Santo, volviéndose de cara a Cristo, nos hace volver la espalda al pecado. Por
tanto, vuélvete del efecto a la causa, a saber de tu propio arrepentimiento al
Señor Jesús quien fue «ensalzado para dar arrepentimiento.»
He
oído a otro decir. «Me atormentan pensamientos terribles. Donde quiera que me
vaya, me asaltan blasfemias. Me acosan tentaciones malignas en medio del
trabajo y aun sobre el lecho me despiertan inspiraciones del maligno. No me puedo librar de esta tentación
espantosa.»
Amigo,
comprendo lo que quieres decir, porque el mismo lobo me ha perseguido a mi. Más
fácil sería vencer a un ejército de moscas con un sable que dominar los
pensamientos capitaneados por el demonio. El alma tentada, valerosa por las
sugestiones satánicas, se parece al viajero, cuya cabeza, orejas y cuerpo
entero fue atacado por un enjambre de abejas. No les pudo alejar de si, ni pudo
huir de ellas. Le picaron por todas partes, amenazando dejarle muerto. No me
maravillo de oír que te hallas sin fuerzas para poner fin a esos pensamientos
horribles y abominables, con los cuales el diablo inunda tu alma.
No
obstante quisiera recordarte del texto a la vista: «Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió
por los impíos» (Rom. 5:6).
Jesús
sabía en que estado nos hallábamos y en que estado debíamos estar; veía que no podíamos
vencer al príncipe del poder del aire; sabía que nos molería terriblemente,
pero precisamente entonces, viéndonos en esa condición, murió por los impíos.
Echa el ancla de tu fe sobre este hecho. El mismo demonio no podrá decirte que
tu no eres impío; cree, pues, que Cristo murió por ti. Acuérdate de como Martín
Lutero, aplastó la cabeza de la serpiente con su propia espada. ¡Ah! Le dijo
Satanás, «tú eres pecador.» «Cierto,» respondió Lutero, «Cristo murió para
salvar a los pecadores.» Así le venció con su propia espada. Escóndete en este
refugio y quédate en él; «Cristo, a su
tiempo, murió por los impíos.» Si te refugias en esta verdad, los pensamientos
blasfemos que tu no puedes ahuyentar a causa de tu flaqueza, se apartarán de ti
por si mismos; porque Satanás verá que no logra la suya atormentándote con
ellas.
Si
tu odias tales pensamientos, no son tuyos sino inspiraciones del diablo por los
cuales él es responsable y no tu. Si tu luchas contra ellos, son tan poco tuyos
como las blasfemias y mentiras de los alborotadores en la calle. Por medio de
esos pensamientos el demonio intenta llevarte a la desesperación, o cuando
menos quiere impedir que confíes en Jesús. La pobre mujer enferma no pudo
acercarse a Jesús por causa de la multitud, y tú estas en condición semejante a
causa de la multitud de malos pensamientos que te oprimen. Sin embargo, ella
extendió el dedo y tocó el vestido del Señor, y quedó sana. Haz tú lo mismo.
Jesús
murió por los culpables «de toda clase de pecado y blasfemia;» y por lo mismo estoy
seguro de que no rechazará a los que sin quererlo son acusados por los malos pensamientos.
Arrójate confiado sobre él, pensamientos y todo, y verás como es poderoso para salvarte.
Él pondrá fin a esas inspiraciones del maligno y te hará verlas en su verdadera
luz, para que no te atormenten más. Te quiere y puede salvar a su manera, de
modo que por fin disfrutes de perfecta paz. Solamente confía en él tanto
respecto a esto como en orden a todo lo demás.
Desconcierto
doloroso es la forma de incapacidad que consiste en la supuesta falta de poder
para creer. No nos es extraña la queja que dice: Con tal que creer pudiera, Muy
grato mi todo sería: No puedo, si bien quisiera; Es tal la miseria mía.
Muchos
quedan a oscuras por años y por falta, como dicen, de poder hacer lo que en realidad
no es hacer, sino el abandono de todo poder para entregarse al poder de otro,
al Señor Jesús mismo. Es verdad que todo este asunto de creer es cosa muy
singular, porque las personas que se esfuerzan en sentido de procurar creer, no
hallan auxilio en la empresa.
La
fe no viene por tratar o procurar creer. Si alguien me relatara algo que
ocurrió esta mañana, no le diría yo que procuraría creerlo. Si no le creyera
persona confiable, no creería naturalmente; pero ningún caso habría lugar para
tal cosa como procurar creer. Ahora bien, declarando Dios mismo que en Cristo Jesús
hay salvación, forzosamente debo creerlo en seguida, o tratarle de mentiroso.
Por cierto que no dudarás respecto a lo que sea el recto proceder en este caso.
El testimonio de Dios debe ser verdadero, y siendo así nos hallamos bajo la
obligación de creer sin demora.
Pero
tal vez has procurado creer demasiado. No aspires a cosas exorbitantes.
Conténtate con una fe que abarca esta sola verdad «Cristo, cuando aun éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.» El dio su vida por
los hombres cuando aún no creían en él, ni eran capaces de creer en él. Murió
por los hombres no como creyentes sino como pecadores. El vino para hacer a estos
pecadores creyentes y santos; pero al morir por ellos les miraba como del todo
sin fuerzas.
Si
te afirmas en la verdad de que Cristo murió por los impíos y lo crees, tú fe te
salvará y podrás ir en paz. Si quieres confiar tu alma al Señor Jesús que murió
por los impíos, eres salvo, aun cuando todavía no puedas creer en todas las
cosas, ni mover las montañas, ni hacer otras cosas maravillosas. No es la gran
fe que salva sino la verdadera fe; y la salvación no está en la fe, sino en el
Cristo, en quien la fe confía. Una fe tan pequeña como un grano de mostaza
basta para traernos la salvación. No es la medida de fe la que se toma en
cuanta, sino la sinceridad de la fe. Ciertamente el hombre puede creer lo que
sabe que es la verdad; y como sabes que Jesús es verdadero, tú amigo, puedes
creer en él.
La
cruz que es el objeto de la fe es también, por el poder del Espíritu Santo, la
fuente de la misma. Siéntate y contempla en espíritu al Salvador moribundo
hasta que brote la fe espontáneamente del corazón. No hay lugar mejor que el
Calvario para producir la confianza.
Quienes
ponen su mirada en el significado de ese monte, les ha proporcionado vigor a su
fe. Muchos que allí han contemplado al redentor, han dicho: Mirándote herido, moribundo. En vil madero
como delincuente, La fe en ti, Señor, en lo profundo Del corazón nacer se siente.
«¡Ay
de mí!» dice otro. «Mi falta de fuerza consiste en que no puedo abandonar el pecado
y se bien que no puedo ir al cielo cargado de pecado.» Me alegro de que sabes
esto, porque es la pura verdad. Es preciso divorciarse del pecado para casarse
con Cristo. Recuerda la pregunta que penetró en la mente de Juan Bunyan ocupado
en sus juegos en el día domingo: ¿Quieres guardar tus pecados e ir al infierno o
abandonar tus pecados e ir al cielo? Esto le dejó confundido. Esta es una
pregunta que todo hombre tendrá que contestar, porque continuar en el pecado e
ir al cielo es imposible. Te es preciso abandonar el pecado o abandonar la
esperanza.
Si
contestas: «Si, la voluntad no me falta. Tengo el querer, más hacer lo que
deseo, no lo alcanzo. El pecado me domina y no tengo fuerzas,» Ven, pues, si no
tienes fuerzas, aún hay remedio en este texto. «Cristo, cuando aún éramos débiles, murió por los impíos.» ¿Puedes
creer esto todavía? Por mucho que otras cosas, al parecer, lo contradigan,
¿quieres creerlo? Dios lo ha dicho; es un hecho, y por tanto, acógete al mismo
por amor de tu alma, porque allí está tu única esperanza. Créelo y confía en
Jesús, y pronto hallarás poder para aniquilar tu pecado; pero aparte de Cristo,
el «hombre fuerte armado» te tratará para siempre como esclavo.»
Personalmente
nunca podría haber vencido sobre mi naturaleza pecaminosa. Procuraba, pero
fracasé. Mis malas inclinaciones me eran demasiado numerosas, hasta que,
creyendo que Cristo murió por mi, abandone mi alma culpable en sus brazos, y
entonces recibí poder para vencer a mi propio yo pecaminoso. La doctrina de la
cruz puede ser usada para combatir al pecado como los guerreros antiguos usaban
las espadas formidables de dos mangos, diezmando al enemigo a cada golpe.
Nada
hay como la fe en el amigo de los pecadores, esta vence todo mal. Si Cristo ha
muerto por mi, impío como soy, sin fuerza como me encuentro, subsecuentemente
no puedo vivir más en el pecado, sino que debo crecer en amor y servicio del
que me ha redimido. No puedo jugar con el mal que ha matado a mi mejor Amigo.
Debo ser santo por amor a él mismo. ¿Cómo puedo yo vivir en el pecado siendo
así que él ha muerto para salvarme del pecado?
Mira
cuán glorioso remedio esto es para ti que carece de fuerzas, el saber y creer
que a su tiempo Cristo murió por los impíos como tú. ¿Lo has comprendido ahora?
Es tan difícil para muchas mentes oscurecidas, pervertidas e incrédulas ver la
esencia del evangelio. A veces he pensado al acabar la predicación que tan
claramente he declarado el evangelio que los más torpes lo debieran haber
comprendido; sin embargo,, he notado que aún los oyentes no han comprendido lo
que es: «Mirad a mí y sed salvos» (Isa.
45:22).
Los
convertidos dicen generalmente que hasta tal o cual día no han comprendido el
evangelio. Y esto a pesar de haberlo oído, no por falta de explicación, sino
por falta de revelación personal. El Espíritu Santo está dispuesto a concederla
a los que se lo pidan. Pero, aún después de concedida, la suma total de lo revelado
está contenida en las palabras: «Cristo
murió por los impíos.»
Oigo
a otro quejarse como sigue: «¡Ay, ay! Mi
flaqueza consiste en no poder permanecer firme. El domingo oigo la
palabra y me impresiona; pero durante la semana doy con un mal compañero y desaparecen mis buenas
intenciones. Mis compañeros de trabajo no creen en nada y dicen tantas barbaridades. Yo no se
como contestarles, y así quedo derrotado. Te comprendo; pero al mismo tiempo, si eres sincero, te diré que hay remedio
para tu flaqueza en la gracia Divina.
El Espíritu Santo, tiene poder para echar fuera al espíritu de temor. Él puede
hacer valiente al cobarde.
Acuérdate,
amigo, que no debes quedar en ese estado. No conviene de ningún modo que seas
falso para contigo mismo. Aquí no se trata simplemente de un asunto espiritual,
sino de resolución común. Muchas cosas haría para agradar a mis amigos, pero ir
al infierno para darles gusto, eso si que no lo haría. Bueno es hacer algunas
cosas para guardar la amistad, pero muy mal se paga mantener la amistad con el
mundo, a costa de la amistad con Dios. «Eso lo se,» dices, pero a pesar de
saberlo me falta ánimo. Desplegar la bandera, a eso no me atrevo. Me falta fuerza
para vivir firme. Ahora bien, te traigo el mismo texto: «Cristo, aún cuando éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos.»
Si
el apóstol Pedro estuviera aquí, nos diría, «El Señor Jesús murió por mí, aún
cuando era yo tan débil que por las palabras de una criada empiece a mentir y
jurar que no conocía al Señor.» Sí; Jesús murió por aquellos débiles que le
abandonaron huyendo. Afírmate en esta verdad, «Cristo, cuando aún éramos débiles, murió por los impíos.» Graba
esto bien en tu alma «Cristo murió por mí,» y pronto tú estarás listo a morir
por Él. Creé que el sufrió en tu lugar, ofreciendo por ti un sacrificio
expiatorio, pleno, verdadero y satisfactorio. Si crees este hecho, tendrás
forzosamente que sentir. No me puedo avergonzar del que murió por mí, La
convicción plena de esta verdad, te infundirá valor irresistible.
Acuérdate
de los santos de la época de los mártires. En los tiempos primitivos del cristianismo,
cuando este pensamiento del gran amor de Cristo, brillaba con fulgor infinito
en la iglesia, no solo estaban listos a morir los cristianos, sino deseaban
sufrir presentándose espontáneamente a centenares ante los tribunales de los
gobernantes perseguidores confesando a Cristo.
No
digo que sea prudencia invitar así la muerte cruel, pero el caso prueba que un sentimiento
del amor de Cristo eleva al hombre sobre todo temor del daño que el hombre sea capaz
de hacer al creyente. ¿Por qué no hará tal sentimiento lo mismo en ti? ¡Ojalá
que te inspire ahora la determinación valiente de colocarte al lado del Señor y
ser su fiel seguidor hasta el fin! ¡Que el Espíritu Santo nos ayude a llegar a
este punto por la fe en el Señor Jesús, y todo será para bien nuestro y para su
gloria!
***
10. AUMENTO DE FE
¿Cómo
conseguir que se nos aumente la fe? Esta es una pregunta seria para muchos. Dicen
que desean creer, pero que no pueden. Se proponen muchos absurdos en este
asunto. Seamos prácticos en el caso.
Se
necesita tanto sentido común aquí’ como en otros asuntos de la vida. ¿Qué debo
hacer para creer?. Alguien preguntó a una persona cual era la mejor manera de
hacer cierta cosa, y se le contestó que la mejor manera de hacerla, era
hacerla, sin demora. Discutir modos y métodos, cuando se trata de un acto
sencillo, es malgastar el tiempo. Tratándose de creer, el modo más breve es
creer en seguida.
Si
el Espíritu Santo te ha hecho dócil y sincero, creerás tan pronto como la
verdad se te presente. Y la creerás, porque es la verdad. El mandamiento
evangélico dice: «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo» (Hech. 16:31) Es
inútil evadirse de esto preguntando y reflexionando.
El
mandato es claro, y debes obedecerlo. Pero si en realidad te molesta alguna
duda, llévala en oración a Dios. Di al gran Padre Dios precisamente lo que te
perturba y pídele que por el Espíritu Santo se te resuelva el problema. Si no
puedo creer las afirmaciones de un libro me es grato preguntar al autor como él
entiende lo dicho, y si es hombre digno de crédito, me dejará satisfecha su
explicación divina de los puntos difíciles de las Escrituras al corazón del
verdadero buscador de la verdad. El Señor desea hacerse conocer a los que le
buscan. Acude a él para conocer la verdad. Acude sin demora a la oración y
ruega, «Oh Espíritu Santo, guíame a toda la verdad. Lo que no comprenda, enséñamelo
tú.»
Por
otra parte, si la fe parece difícil, es fácil que Dios el Espíritu Santo te
haga capaz de creer, si oyes con mucha frecuencia lo que se te manda creer.
Creemos muchas cosas, porque las hemos oído tantas veces; ¿No has notado en la
vida diaria que si oyes una cosa cincuenta veces al día, por fin acabas de
creerla? Por este proceso muchos han llegado a creer cosas fantásticas, y por
tanto no me extraño, si el buen Espíritu bendice este método de oír la verdad
con frecuencia, usándola para producir la fe respecto a lo que se debe creer.
Esta
escrito «La fe viene por el oír,» por tanto oye con frecuencia. Si con
sinceridad y atentamente continuo oyendo el evangelio, uno de estos días me
encontraré creyendo el evangelio, uno de estos días me hallaré creyendo lo que oigo,
mediante la bendita operación del Espíritu de Dios en mi mente. Solamente ten
cuidado de oír el evangelio y no lo que esté calculado a despertar dudas en tu
mente, ya sea por discursos o lecturas.
Pero
si esto te parece un consejo pobre, añadirá a continuación; toma en cuenta el testimonio
de otros. Los samaritanos creyeron a causa del testimonio de lo que la mujer
les había dicho acerca de Jesús. Muchas de nuestras creencias nacen del
testimonio de otros. Yo creo que existe un país llamado Japón. Nunca lo he
visto, y, sin embargo, creo que hay tal país, porque otros lo han visto. Creo
que moriré, nunca he muerto, pero machismos de mis conocidos han muerto, y por
lo tanto, estoy convencido de que yo moriré también.
El
testimonio de muchos me ha convencido del hecho. Escucha, por tanto, a los que
te comentan cómo fueron salvos, cómo recibieron el perdón, cómo se transformó
su carácter. Si prestas atención, notarás que alguien precisamente como tú ha
sido salvo. Si has sido ladrón, hallarás que otro ladrón lavó sus culpas en la
preciosa sangre de Cristo. Si por desgracia has sido desvergonzado, hallarás
que personas caídas como tú han sido levantadas, limpiadas y transformadas.
Si
te hallas en condición desesperada y te mueves un poco en el círculo del pueblo
de Dios, pronto descubrirás que algunos de los santos, se han visto tan
desesperados como tú, y hallaron verdadero placer en contarte como el Señor les
libró. Conforme vas escuchando uno tras otro de los que han puesto a prueba la
Palabra de Dios, hallándola verdadera, el Espíritu Divino te conducirá a la fe.
¿No
has oído hablar del africano, al cual dijo el misionero que en su país el agua
se volvía a veces tan dura que el hombre podía andar encima de la misma? Muchas
cosas podía creer el africano pero esa, nunca. Cuando el negro vino una vez a
Inglaterra, pudo ver un río helado, pero no se atrevía a meter el pie en el
hielo. Sabía que el río era profundo, y temía ahogarse, si procuraba andar
sobre el hielo. No se le pudo convencer que lo intentara, hasta que viera a su amigo
y a otros muchos atravesar el río andando sobre el hielo. Entonces quedó
convencido y anduvo confiado, donde otros le habían adelantado.
Así
puede ser que tú, viendo a otros creer en el Cordero de Dios y notando como
disfrutan de paz y gozo, seas conducido agradablemente a creer. La experiencia
de otros es el camino de Dios por donde nos conduce a la fe. Pero sea como fuere,
una de dos, has de creer en Cristo o morir; no hay esperanza fuera de Cristo.
Pero
un plan mejor es este: Fíjate en la autoridad sobre la cual se te manda creer,
y esto te ayudará grandemente. La autoridad no es mía; esta bien la puedes
rechazar. Ni es la de algún dirigente espiritual, que bien podrías sospechar.
Es sobre la autoridad de Dios mismo que te manda creer. El mismo te manda creer
en Jesucristo, y no debes ser desobediente a tu Creador.
El
capataz de ciertas obras había oído el evangelio muchas veces, pero se
inquietaba dudando que acaso nunca acudirá a Cristo. Un día su buen patrón le
envió una tarjeta diciendo: «Venga usted a mi casa tan pronto termine hoy su
trabajo.» Apareció el capataz a la puerta del patrón; salió este y le dijo en
tono brusco: «Qué quiere usted, Juan, porque me viene a molestar a estas horas?
El trabajo del día se ha terminado, ¿con qué derecho se presenta usted aquí?
«Señor,» contestó el capataz, recibió una tarjeta de usted diciéndome que
terminando mi trabajo viniera aquí.»
¿Quiere
usted decir que por la sola razón de recibir una tarjeta mía invitándole a mi
casa, debía usted venir y hacerme salir después de terminadas las horas de
trabajo del día? «Bien, Señor,» respondió el capataz. No le comprendo, pero me
parece que ya que usted, envió por mi, tenía yo derecho de venir. Pues entre
Juan, dijo el patrón, aquí tengo otro mensaje de invitación para usted. Y
sentándose le leyó estas palabras: «Venid a m’ todos los que estáis trabajados
y cargados, que yo os haré descansar» (Mat.11:28).
¿Piensas
qué, después de recibir este mensaje de Cristo mismo, que harás mal en acudir a
él? Ahora comprendió el pobre capataz todo inmediatamente, y creyó en el Señor
Jesús para vida eterna, ahora sabía que tenía buena autoridad y garantía para
creer. As’ tu pobre alma, tiene la mejor autoridad para creer y por fe acudir a
Cristo, porque el Señor mismo te manda confiar en él.
Si
esto no produce fe en ti, piensa en lo que debes creer, al saber que el Señor
Jesucristo sufrió en lugar de los pecadores y es poderoso para salvar a todos
los que creen en él. Por cierto, este es el hecho bendito que la humanidad ha
oído y debiera creer. El hecho más a propósito, más consolador, y divino que
jamás a llegado a oído del hombre. Te aconsejo que pienses mucho en él, que
escudriñes la gracia y el amor que contiene. Estudia los cuatro evangelios y
las epístolas de Pablo y comprobarás que es digno de aceptación, y quedarás
convencido a creerlo.
Si
esto no basta, medita en la persona de Cristo, piensa en quién es, qué hizo,
dónde esta, y que es. ¿Cómo puedes dudar de él. Es cruel desconfiar del siempre
verdadero Jesús. Nada ha hecho que merezca desconfianza; al contrario, debiera
ser fácil confiar en él. ¿Por qué crucificarle de nuevo con nuestra
incredulidad? ¿No es eso coronarle de espinas y escupir en su rostro de nuevo?
¿Qué? ¿No es digno de confianza? ¿Qué insulto mayor que este podían arrojarle
los soldados? Le hicieron mártir, pero tú le haces mentiroso, lo que es peor.
No preguntes: ¿Cómo podré creer? Pero responde a otra pregunta: ¿Cómo podré
descreer?
Si
ninguna de estas cosas te sirven, hay algo en ti fundamentalmente malo, y mi
última palabra será Sométete a Dios. Prejuicio u orgullo esta en el fondo de tu
incredulidad. El Espíritu de Dios te libre de tu enemistad, haciéndote sumiso.
Pues eres rebelde, orgulloso, necio, y esta es la razón por qué no crees en tu
Dios. Cesa tu rebeldía, entrega las armas, entrégate humillado, sométete a tu
rey. Creo que nunca un alma levantó los brazos desesperada, exclamando «Señor, me
entrego,» sin que la fe le viniera a ser cosa sencilla. La causa de tu
incredulidad es que estas en pleito con Dios, resuelto a seguir tu propia
voluntad y tu propio camino.
¿Cómo
podéis vosotros creer que tomáis la gloria los unos de los otros? dijo Cristo.
El yo orgulloso es el padre de la incredulidad. Sométete, entrégate a Dios, y
as’ te será fácil creer en el Salvador. Que el Espíritu Santo intervenga
secreta pero eficazmente en tu corazón, llevándote a la fe en el Señor Jesús en
este mismo momento.
***
11. LA REGENERACIÓN Y EL ESPÍRITU
SANTO
«Os
es necesario nacer otra vez» (Juan 3:7). Esta palabra de nuestro Señor parece
haber sido en el camino de muchos la espada encendida, como la que se movía de
un lado a otro a la puerta del Paraíso. Han caído en la desesperación, porque
este cambio está más allá de todos sus esfuerzos. El nuevo nacimiento es de
arriba y, por lo tanto, no es cosa que esté en el poder humano efectuarlo.
Lejos esté de mí negar o encubrir aquí una verdad que podría inspirar un consuelo
falso.
Admito
claramente que el nuevo nacimiento es sobrenatural y que no es obra que el
pecador pueda llevar a cabo por sí mismo. Sería para el lector de poca
utilidad, si fuera yo bastante malo para animarle, tratando de convencerle de
rechazar u olvidar lo que es una verdad indiscutible.
Pero
¿no es digno de notarse que este mismo capítulo, en que el Señor declara que el
nuevo nacimiento es de arriba y obra divina, contiene también la afirmación más
poderosa que la salvación es por fe? Lee el capítulo entero, Juan 3, y detente
en los primeros versículos. Es verdad que el versículo 3 dice: «Respondió Jesús, y le dijo: De cierto, de
cierto, te digo que el que no
naciere otra vez, no puede ver el reino de Dios.»
Pero
luego los versículos 14 y 15 hablan como sigue: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario
que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que cree en él tenga
vida eterna.» El versículo 18 repite la misma doctrina en los términos más amplios, diciendo: «El que cree en él no es condenado; pero el
que no cree ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del
unigénito Hijo de Dios.»
Es
evidente a toda luz que estas dos afirmaciones deben estar en perfecto acuerdo,
ya que salieron de los mismos labios y constan en una misma página inspirada.
¿Por qué nos creamos nosotros una dificultad donde no es posible que la haya?
Si una afirmación nos asegura que para la salvación se requiere una cosa que
solo Dios puede proporcionarnos, y si otra afirmación nos asegura que el Señor
nos salvará mediante nuestra fe en Jesús, podemos sacar en consecuencia sin
equivocación alguna que el Señor concederá a todos cuantos creen todo cuanto
declara necesario para la salvación.
De
hecho, el Señor produce el nacimiento nuevo en todos cuantos creen en Jesús; y
su fe es la manifestación más palpable de que hayan nacido de arriba.
Confiamos
en Jesús, que hará lo que no somos capaces de hacer nosotros; si estuviera el asunto
en nuestro poder, ¿por qué acudir a él? A nosotros nos toca creer, la parte del
Señor es crear la vida nueva en nosotros. El no quiere creer por nosotros, ni
debemos nosotros hacer las obras de la regeneración por él. Basta para nosotros
obedecer el mandamiento creyendo; al Señor corresponde realizar el nacimiento
nuevo en nosotros. El que pudo bajar hasta el extremo de morir en la cruz por
nosotros, puede y quiere concedernos todas las cosas necesarias para nuestra seguridad
eterna.
«Pero un cambio de corazón que salva es obra del
Espíritu Santo.» Esta es una gran verdad y lejos de nosotros esté el dudarlo
u olvidarlo. Pero la obra del Espíritu Santo, es una obra secreta y misteriosa,
y sólo se puede conocer por los resultados. Hay misterios en nuestro nacimiento
natural que sería curiosidad profana intentar penetrar; con mayor razón es
tratándose de las operaciones sagradas del Espíritu de Dios. «El viento de donde quiera sopla, y oyes su
sonido; más ni sabes de dónde viene,
ni a dónde vaya; así es todo aquel que es nacido del Espíritu.» (Juan 3:8). Tanto sabemos,
sin embargo, que la obra misteriosa del Espíritu Santo no puede constituir
razón alguna para que rehusemos creer en Jesús, de quien este mismo Espíritu da
testimonio.
Si
se diera a una persona el encargo de sembrar un campo, no podría excusarse de
su negligencia diciendo que no valdría la pena sembrar, a menos que Dios
hiciera brotar la semilla.
No
quedaría justificada su negligencia de no labrar la tierra por la razón de que
la energía secreta de Dios tan solo puede producir una cosecha. Nadie queda
impedido o parado en las tareas ordinarias de la vida por la razón de que «si el Señor no edificaré la casa, en vano
trabajan los que la edifican» (Salmo
127:1). Es cierto que quien cree en Jesús, jamás hallará que el Espíritu Santo
se niegue a actuar en él; el hecho es que su fe es prueba de que el Espíritu ya
está actuando en su corazón.
Dios
actúa providencialmente, pero no queda inactiva por eso la humanidad. No se podrían
mover los hombres sin el poder divino, concediéndoles vida y fuerza, y no
obstante proceden en sus tareas sin pensar, recibiendo fuerza de día en día de
parte de Aquel en cuyas manos está su aliento y todos sus caminos. Así sucede
en la condición espiritual. Nos arrepentimos y creemos, aunque no podríamos
hacer lo uno ni lo otro, si el Señor no nos capacitara para ello. Volvemos la
espalda al pecado confiando en Jesús, y luego percibimos que el Señor ha
actuado en nosotros tanto el querer como el hacer, según su beneplácito.
Inútilmente pretendemos que en este asunto haya dificultad.
Algunas
verdades que es difícil explicar por palabra, son muy sencillas en la
experiencia. No hay contradicción entre la verdad que el pecador cree y que su
fe es obra del Espíritu Santo.
Sólo
la insensatez puede llevar al hombre a atascarse en misterios respecto a cosas
sencillas, cuando se hallan en peligro sus almas. Nadie rehusaría entrar en un
bote salvavidas por no conocer el peso, preciso de los cuerpos; ni el
hambriento rehusaría comer por no conocer todo el proceso de la nutrición.
Si
tú, no quieres creer hasta que comprendas todos los misterios, nunca te
salvarás; y si permites dificultades de invención propia te impidan aceptar el
perdón mediante la fe en tu Señor y Salvador, perecerás por una condenación
bien merecida. No cometas suicidio espiritual entregándote apasionadamente a la
discusión de sutilezas metafísicas.
***
12. MI REDENTOR VIVE
He
hablado continuamente acerca del Cristo crucificado, quien es la gran esperanza
del culpable; pero es sabio que nos acordemos de que nuestro Señor resucitó de
entre los muertos y vive eternamente.
No
se te pide que creas en un Cristo muerto, sino en un Redentor que murió por
nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación. Así es que puedes
acudir a Jesús en seguida como a un amigo vivo y presente. No se trata de un
simple recuerdo, sino de una persona continuamente existente quién desea oír
tus oraciones y contestarlas. Él vive a propósito para continuar la obra, por
la cual sacrificó su vida. Está intercediendo por los pecadores a la diestra
del Padre, y por lo mismo es poderoso «para
salvar eternamente a los que por él se acercan a Dios» (Heb. 9:25).
Acude
a él y entrégate a este Salvador vivo, si antes no lo has hecho. Este Jesús
vivo está ensalzado hasta la eminencia de gloria y poder. Hoy no sufre como «el humillado ante sus enemigos,» no
sufre trabajos como «el hijo del
carpintero,» sino que está elevado muy por encima de los principados y
las potencias y todo nombre. El Padre le ha dado todo poder en el cielo y en la
tierra y está ejecutando este encargo glorioso, llevando a cabo su obra de
gracia.
Escucha
bien lo que Pedro y los otros apóstoles testifican acerca de él ante el sumo
sacerdote y todo el concilio: El Dios
de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un
madero. A éste, Dios ha exaltado con
su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados (Hech.
5:30,31).
La
gloria que rodea al Señor ascendido debiera inspirar esperanza en todo corazón creyente.
Jesús no es persona de categoría oscura; es un Salvador grande y glorioso. Es
el Redentor ensalzado por Príncipe coronado como tal. La gracia soberana sobre
la vida y la muerte se le ha confiado; el Padre ha puesto a todos los hombres
bajo el gobierno mediador de su Hijo, así que puede dar vida a quien quiera. El
abre y nadie cierra. El alma sujeta por las cuerdas del pecado y de la
condenación puede quedar libre inmediatamente por el poder de su palabra.
Extiende
su cetro real, y cualquiera que lo toque, vivirá. Providencia para nosotros que
como vive el pecado, y vive la carne y vive el diablo, vive también Jesús; y
por esta misma también cualquiera que fuese el poder de esos para arruinarnos, infinitamente
mayor es el poder de Jesús para salvarnos.
Toda
su glorificación y habilidad están actuando a nuestro favor. Se le ha
«ensalzado para ser» y ensalzado «para dar». Ha sido ensalzado para ser
Príncipe y Salvador y para dar todo lo necesario para llevar a cabo la
salvación de todos cuantos entren bajo su gobierno. Nada tiene Jesús que no
esté dispuesto a usar para la salvación de los pecadores y nada es que no esté dispuesto
a desplegar en la dispensación abundante de su gracia. Cooperan a una su
función de Príncipe y su función de Salvador, como si no quisiera ejercer la
una sin la otra; y manifiesta su glorificación como teniendo por objeto
producir bendiciones para la humanidad como si esto fuera la flor y corona de
su gloria. ¿Puede haber algo mejor combinado para infundir esperanza en los
pecadores arrepentidos que empiezan a dirigir su mirada hacia Cristo Jesús?
Muy
grande fue la humillación que sufrió Jesús, y por lo mismo hubo lugar para su ensalzamiento.
Por esa humillación cumplió toda la voluntad del Padre, y por tanto recibió la recompensa
de ser elevado a la gloria. Esta glorificación la usa para bien de su pueblo.
Levante el lector su mirada hacia esas elevaciones de gloria, de donde debe
esperar ayuda. Contempla las glorias celestes de tu Príncipe y Salvador. ¿No es
esta la mayor esperanza para los hombres que «el Hijo del hombre» ocupa el trono del universo? ¿No es
glorioso de verdad, que el Señor de todo es el Salvador de los pecadores?
Tenemos
un amigo en el tribunal, sí, un amigo sobre el trono. Pondrá este toda su
influencia a favor de los que entreguen sus asuntos en sus manos. Bien dice uno
de nuestros himnos: Para siempre vive ensalzado
Ante
el trono Príncipe y Salvador, Cristo, quien es hoy mi abogado, ¿Cómo puede para
mí haber temor?
Ven,
amigo, y entrega tu causa en esas manos, una vez con llagas, pero hoy adornadas
con las insignias del poder real y soberano. Jamás se perdió causa alguna
confiada a tan poderoso Abogado.
***
13. SIN ARREPENTIMIENTO, SIN PERDÓN
Resulta
claro en el libro de los Hechos 5:30,31, que el arrepentimiento acompaña al perdón.
Leemos en el versículo 31, que Jesús fue ensalzado para dar «arrepentimiento y perdón de pecados.» Estas dos bendiciones se
desprenden de las manos sagradas una vez clavadas al madero, de las manos de
Aquel que ahora está en la gloria. Arrepentimiento y perdón están entrelazados
por el propósito eterno de Dios. Lo que Dios ha juntado, no lo separe el
hombre.
El
arrepentimiento debe ser compañero del perdón, y verás que así es, pensando un
poco sobre el caso. No es posible que se conceda el perdón a un pecador no
arrepentido. Tal cosa le aprobaría sus malos caminos y le haría pensar poco en
la culpa del pecado. Si el Señor dijera: «Tu amas el pecado, vives en él y vas
de mal en peor, pero no importa, yo te perdono,» esto equivaldría a la
proclamación de una infame libertad de pecar. Equivaldría a poner en duda los fundamentos
de todo orden social, resultando de ello el desorden moral. No podría yo
explicar los escándalos innumerables que resultarían ineludiblemente, si se
pudieran separar el arrepentimiento y el perdón quitándose el pecado mientras
que el pecador lo amara como siempre.
Es
del todo natural que si creemos en La
Santidad de Dios, es positivo que si continuamos en el pecado no
queriendo arrepentirnos del mismo, no podemos esperar que Dios nos perdone,
pero si, recogeremos las consecuencias de nuestra terquedad. Según la bondad infinita
de Dios se nos promete que, si abandonamos nuestro pecado confesándolo,
aceptando por fe la gracia que esta en Cristo Jesús, Dios «es fiel y justo para que nos perdone
nuestros pecados, y limpiarnos
de toda maldad» (1Juan 1:9).
Pero
mientras tanto que Dios viva, no puede haber promesa de misericordia para los
que continúan en sus malos caminos negándose a reconocer sus transgresiones.
Ciertamente no hay rebelde que pueda esperar que su Rey le perdone mientras que
prosiga en rebeldía manifiesta. Nadie puede ser tan loco que se imagine que el
Juez de toda la tierra borre nuestros pecados, si rehusamos arrepentirnos y
confesarlos nosotros mismos.
Además,
esto es así a causa de la Perfección
de la Misericordia Divina. Una misericordia que perdona el pecado,
dejando al pecador viviendo en el pecado, sería insuficiente y superficial, en verdad. Sería una misericordia
deforme. ¿Cuál de los dos privilegios piensas que es el mayor: borrar la culpa
del pecado o librar del poder del pecado? No trataré de pesar en una balanza
dos misericordias sin igual. Ninguna de ellas nos alcanzaría sino mediante la
sangre preciosa de Cristo. Pero me parece que la salvación del poder del
pecado, al ser santificado, al ser hecho semejante a Dios, debe considerarse la
mayor de las dos, si alguna comparación tuviéramos que hacer. Favor
incalculable es el perdón.
En
el Salmo 103:3; hacemos esta, la nota primera: «Él es quien perdona todas tus iniquidades.» Pero si pudiéramos
alcanzar el perdón, y luego tener permiso de amar el pecado, practicar la iniquidad y revolcarnos
en el fango de los vicios, ¿para que nos serviría tal perdón?
¿No
resultaría un dulce venenoso que del modo más eficaz nos arruinaría? El ser
lavado y, sin embargo, quedar en el fango; el ser declarado limpio y, no
obstante, llevar la lepra blanca en la frente, sería la burla más pesada que se
hiciera de la misericordia, ¿Para que serviría sacar el cadáver del sepulcro,
sin poder devolverle la vida? ¿Para que llevarlo a la luz, sino puede ya mirarla?
Nosotros
damos gracias a Dios, porque Aquel que perdona nuestras iniquidades, también sana
nuestras dolencias. El que nos limpia de las manchas del pecado, nos salva de
los caminos sucios del presente y nos guarda de caer en el porvenir. Es preciso
que recibamos agradecidos tanto la palabra del arrepentimiento como la de la
remisión del pecado. Son dos cosas inseparables. La heredad del pacto es una e
indivisible y no se divide en partes. Dividir la obra de la gracia, sería
partir una criatura por la mitad, y quien tal permitiera, demostraría que no
tiene interés alguno en el asunto.
Pregunto
a los que buscan al Señor, ¿Estarías contento con que Dios te perdonara tus pecados,
dejándote luego vivir como un malvado y mundano como antes? Ciertamente que no;
el espíritu vivificado tiene más miedo del pecado mismo que de los castigos que
resultan del mismo. El grito de tu corazón no es: ¿Quién me librará del
castigo? Sino «¡Miserable hombre de
mí! ¿Quién me librará del cuerpo de
esta muerte?» (Rom. 7:24). ¿Quién me hará capaz de vencer la tentación y
ser santo como Dios es santo? Ya que la unidad del arrepentimiento y el perdón
concuerdan con el deseo realizado por la gracia, y ya que es necesaria esa
unidad para la perfección de la salvación, como a causa de la santidad,
descansa seguro de que permanecerá esa unidad.
El
arrepentimiento y la remisión del pecado son inseparables en la experiencia de todos los creyentes.
Jamás hubo persona que de verdad se arrepintiera de sus pecados, confesándolos
a Dios en el nombre de Jesús,
que Dios no perdonara; por otra parte, jamás hubo persona que Dios perdonara sin arrepentimiento del
pecado. No vacilo en afirmar que bajo las bóvedas del cielo jamás hubo, ni hay, ni habrá caso de
pecado limpiado, a no ser que al mismo tiempo hubiera arrepentimiento y fe en Cristo Jesús. El odio al pecado y el
sentimiento de perdón entran juntos en
el alma y permanecen juntos mientras vivamos.
Estas
dos cosas actúan mutuamente. El hombre arrepentido es perdonado, y el perdonado
se arrepiente más profundamente después de perdonado. Así es que podemos decir
que el arrepentimiento conduce al perdón y el perdón al arrepentimiento.
«La
ley y los terrores,» dice el poeta, sólo endurecen al hombre, mientras actúan a
solas; pero un sentimiento de perdón, adquirido mediante la sangre ablanda el
corazón de piedra.»
Convencidos
del perdón, aborrecemos la iniquidad. Y supongo que cuando la fe se haya aumentado
hasta la seguridad plena, de modo que estemos muy seguros sin sombra de duda
que la sangre de Jesús nos ha emblanquecido más que la nieve, entonces el
arrepentimiento ha llegado a la perfección.
La
capacidad de arrepentirse crece a la medida de que la fe crece. No haya equivocación
en este caso, el arrepentimiento no es cosa de días o semanas, como la
penitencia impuesta, que se desea terminar cuanto antes. No, se trata de una
gracia para la vida entera como la fe misma. Los hijos de Dios se arrepienten,
así los jóvenes y los ancianos.
El
arrepentimiento y la fe son compañeros inseparables. Mientras tanto que andamos
por fe estamos en condición de arrepentirnos. No es verdadero el
arrepentimiento que no venga de la fe en Jesús, y nos es verdadera la fe en
Jesús que no capacita para el arrepentimiento. La fe y el arrepentimiento, como
los gemelos siameses, viven unidos.
A
medida que creemos en el amor perdonador de Jesús, podemos arrepentirnos. Y a
medida que nos arrepentimos del pecado y odiamos el mal, nos regocijamos en la
plenitud del perdón que Jesús ha sido ensalzado para conceder al necesitado. No
podrás jamás apreciar el perdón, si no te sientes arrepentido; y tampoco eres
capaz de arrepentimiento más profundo antes de haber sido perdonado.
Sorprendente
puede parecer, pero es cierto, que la amargura del arrepentimiento y la dulzura
del perdón, se mezclan en el olor suave de toda vida de gracia, resultando en
dicha sin par.
Estos
dos regalos del pacto, constituyen la seguridad mutua la una de la otra. Si se
que me arrepiento, se también que Dios me ha perdonado. ¿Cómo sabré que me ha
perdonado sino conociendo también que me ha librado de mis malos caminos? El
ser creyente, es ser arrepentido. La fe y el arrepentimiento son dos rayos de
la misma rueda, dos mangos del mismo arado. Se ha dicho bien que el
arrepentimiento es el corazón quebrantado a causa del pecado y separado del
pecado. De igual forma bien se puede decir que es un cambio y complemento. Es un
cambio de mente de la clase más radical y profunda, acompañado de dolor a causa
del pecado cometido en el pasado, y del compromiso de transformación para el
futuro. Dejar el mal que antes yo amaba; amar el bien que antes odiaba,
demuestra así la sinceridad del dolor.
Siendo
esto un hecho positivo, podemos estar seguros del perdón, porque el Señor nunca
lleva el corazón al quebranto a causa del pecado, separándolo del mismo, sin
perdonarlo. Por otra parte, si disfrutamos el perdón mediante la sangre de
Jesús, siendo justificados por la fe y teniendo paz con Dios por nuestro Señor
Jesucristo, sabemos que nuestro arrepentimiento y nuestra fe son de la clase
legítima.
No
considera tu arrepentimiento cual mérito que le proporciona el perdón, ni
esperes capacidad natural para arrepentirte hasta que veas la gracia de nuestro
Señor Jesús y su prontitud de borrar tus pecados. Guarda estas cosas cada una
en su lugar y contémplalas en la relación que tienen la una con la otra. Son
como el Joaquín y Boaz (1Rey. 7:21), en la experiencia de la salvación; quiero
decir que se pueden comparar a las altas columnas del templo de Salomón, colocadas
al frente de la casa del Señor, formando una entrada majestuosa al lugar santo.
Nadie
viene del modo debido a Dios, a no ser que pase entre las columnas del
arrepentimiento y de la remisión. El arco iris del pacto de gracia ha sido
desplegado en toda su hermosura sobre tu corazón, cuando sobre las lágrimas del
arrepentimiento haya brillado la luz del pleno perdón. El arrepentimiento del
pecado y la fe en el perdón de parte de Dios son el tema y argumento de la verdadera
conversión. Por estas señales conocerás «un verdadero israelita.»
Volvamos
al texto que estamos meditando; tanto el arrepentimiento como el perdón brotan
de la misma fuente, siendo dones del mismo Salvador. El Señor Jesús desde su
gloria concede las dos cosas a las mismas personas. No debes buscar la fuente
del arrepentimiento, ni del perdón, en otro punto. Ambas cosas están listas y
el Señor está preparado para concederlas gratuitamente ahora mismo a toda
persona que de su mano las quiera recibir. No debe olvidarse nunca que Jesús da
todo lo necesario para la salvación.
De
la mayor importancia es que todos cuantos buscan la salvación comprendan esto.
La fe es tanto un regalo de Dios como el objeto en que la fe se funda. El
arrepentimiento es tan manifiesto obra de la gracia como la expiación por la
cual se borra el pecado. La salvación es obra de la gracia sola desde el
principio hasta el fin.
No
me comprendas mal aquí. Por supuesto, no es el Espíritu Santo el que se
arrepiente. Nada ha hecho de lo que se deba arrepentir. Y si pudiera
arrepentirse, de nada nos valdría; es preciso que nos arrepintamos cada uno de
nosotros de nuestro propio pecado, y si no, no quedaremos salvos del poder del
pecado. NO es el Señor Jesucristo quien se arrepiente.
¿De
que se arrepentiría? Nosotros somos los que nos debemos arrepentir con el pleno
conocimiento de toda facultad de nuestra mente. La voluntad, las afecciones,
las emociones, todo coopera cordialmente en el acto bendito del arrepentimiento
del pecado; y no obstante detrás de todo lo que sea acto personal nuestro, está
una influencia santa actuando en secreto, ablandando nuestro corazón, causando
arrepentimiento y produciendo un cambio completo. El Espíritu de Dios nos ilumina
para que veamos lo que es el pecado haciéndolo repugnante a la vista.
Además,
el Espíritu de Dios nos vuelve a la santidad, haciéndonos apreciarla de
corazón, amarla, desearla, y así nos comunica un impulso, por el cual somos
llevados adelante paso a paso por el camino de la santidad. El Espíritu de Dios
actúa en nosotros tanto el querer como el hacer según el beneplácito de Dios.
Sometámonos a este buen Espíritu ahora mismo para que nos guíe a Jesús, quien
abundantemente nos dará la doble bendición del arrepentimiento y del perdón,
según las riquezas de su gracia. «Por
gracia sois salvos».
***
14. CÓMO SE DA EL ARREPENTIMIENTO
Volvamos
al gran texto «A éste, Dios ha
exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador. Para dar a Israel
arrepentimiento y remisión de pecados» (Hech. 5:31). Nuestro Señor Jesucristo ha subido para que la
gracia baje. Él emplea su gloria para que propagar mejor su gracia. El Señor no ha dado un solo
paso hacia arriba sino con el objeto de llevar consigo a los creyentes arriba. Ha sido ensalzado
para dar arrepentimiento, lo que veremos adelante, nos recordará de unas cuantas grandes verdades.
La
obra que nuestro Señor ha llevado a cabo, ha hecho el arrepentimiento posible,
de utilidad y aceptable. La ley no habla de arrepentimiento, sino dice
sencillamente «El alma que pecare, esa morirá» (Eze. 18:20). Si
el Señor Jesús no hubiera muerto, resucitado y ascendido al Padre, ¿para que
serviría tu arrepentimiento o el mío? Podríamos sentir remordimiento de conciencia
con todos sus horrores, pero no el verdadero arrepentimiento con sus
esperanzas.
Arrepentimiento
en sentido de sentimiento natural es un deber común que no merece alabanza; en
verdad, es un sentimiento tan comúnmente mezclado con temor egoísta al castigo
que su mejor aprecio es de poco valor. Si no hubiera intervenido Jesús,
acumulando una riqueza de mérito, nuestras lágrimas de arrepentimiento no
valdrían más que otras tantas gotas de agua derramada en tierra.. Se haya ensalzado
Jesús para que en virtud de su intercesión tenga valor ante Dios nuestro
arrepentimiento. En este sentido nos da arrepentimiento, puesto que pone el arrepentimiento
en condición aceptable, lo que de otro modo no sería.
Cuando
Jesús fue ensalzado, fue derramado el Espíritu de Dios para producir en
nosotros todo don de gracia necesario. El Espíritu Santo crea en nosotros el
arrepentimiento renovándonos de un modo sobrenatural quitando el corazón de
piedra de nuestra carne. No te sientes apretándote los ojos para sacarte
algunas lágrimas imposibles; el arrepentimiento no sale de una naturaleza
rebelde, sino de la gracia libre y soberana. No entres en tu recámara pegándote
en el pecho para producir en un corazón de piedra sentimientos que no existen
en él. En cambio, acude en espíritu al Calvario y contempla la pasión y muerte
de Jesús.
Mira
arriba de donde viene tu socorro. El Espíritu Santo ha venido expresamente para
hacer sombra a los espíritus de los hombres y engendrar en ellos el
arrepentimiento como antes se movía sobre la tierra desordenada para producir
orden. Eleva tu ruego a él. «Bendito Espíritu de Dios, apodérate de mí. Hazme sencillo
y humilde de corazón para que odie el pecado y sinceramente me arrepienta del
mismo.» Y él oirá tu clamor y te responderá.
Acuérdate
también de que cuando el Señor Jesús fue ensalzado, no solamente nos dio el arrepentimiento
enviando al Espíritu Santo, sino consagrando todas las obras de la naturaleza y
la providencia para el gran fin de nuestra salvación, providencialmente
cualquiera de ellas puede llamarnos al arrepentimiento, ya sea que cante, como
el gallo que oyó Pedro, o retumbe, como el terremoto que espantó al carcelero
de Filipos. Desde la diestra de Dios, nuestro Señor Jesús gobierna las cosas de
la tierra haciéndolas cooperar para la salvación de sus redimidos. Se vale tanto
de lo amargo como de lo dulce, de las penas como de las alegrías para producir
en los pecadores algún cambio de mente hacia Dios.
Sed
agradecido por algún acto de la providencia que te ha hecho pobre, enfermo o
afligido; porque mediante tales cosas Jesús actúa en tu vida llamándote hacia
sí mismo. La misericordia del Señor frecuentemente viene cabalgando hacia nuestra
puerta sobre el jinete negro de la aflicción. Jesús se vale de toda la
capacidad de nuestra experiencia para separarnos del mundo y atraernos al
cielo. Cristo ha sido ensalzado hasta el trono del cielo y de la tierra para
que mediante los procedimientos de la providencia someta todos los corazones
endurecidos hasta sentir el bendito quebranto del arrepentimiento.
Además,
ahora mismo está actuando por sus juicios en el escenario de las conciencias
por su Libro inspirado (La Biblia), mediante nosotros que hablamos según el
Libro y por las oraciones de los amigos y de los corazones sinceros. Él te
puede enviar una palabra que hiera tu corazón de piedra, como la vara de
Moisés, y haga brotar ríos de arrepentimiento.
Él
puede llevar a tu mente algún texto de las Sagradas Escrituras que quebrante tu
corazón y te cautive en un momento. Misteriosamente puede ablandarte y, cuando
menos pienses, causar que un sentimiento de santidad invada tu alma. Puedes
estar seguro de eso, que Aquel que ha entrado en la gloria, ensalzado hasta el
esplendor y majestad de Dios, tiene abundancia de medios para efectuar
arrepentimiento en los que tendrán perdón. En este mismo momento está esperando
darte arrepentimiento. Recíbelo inmediatamente.
Fíjate
en el hecho, para consuelo tuyo. Que el Señor Jesucristo da este
arrepentimiento a los menos dignos de la humanidad. Fue ensalzado para dar
arrepentimiento a Israel. ¡A Israel! En los días que habló el apóstol así, era
Israel la nación que más había pecado contra la luz y contra el amor, coronando
su obra de infamia por la crucifixión del Señor, atreviéndose a decir. «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (Mat. 27:25).
Cierto,
estos israelitas eran los asesinos de Jesús; y no obstante fue ensalzado para
darles el arrepentimiento. ¡Qué maravilla de gracia! Escucha pues; si tu has
sido criado a la luz cristiana más resplandeciente y a pesar de ello lo has
rechazado, hay todavía esperanzas para ti. Aun cuando hayas pecado contra la
conciencia, contra el Espíritu Santo, contra el amor de Jesús, todavía hay
lugar para el arrepentimiento.
Aunque
te hallaras endurecido como Israel incrédulo de antaño, todavía es posible tu ablandamiento,
ya que Jesús se haya ensalzado para dar arrepentimiento a los que llegaron al colmo
de la iniquidad, agravando de un modo especial su pecado. ¡Dichoso quien, como
yo, tiene un evangelio tan pleno para proclamar! ¡Dichoso tú que tienes el
privilegio de escucharlo!
Los
corazones de Israel se habían endurecido como una roca de pedernal. Martín
Lutero creía imposible la conversión de un judío. Sin estar de acuerdo con él,
es preciso admitir que la simiente de Israel ha sido terriblemente terca
rechazando al Señor todos estos siglos pasados.
Con
verdad dijo el Señor: «Israel no me
quiso a mi» (Salmo 81:11). Jesús «vino
a los suyo, y los suyos no le
recibieron» (Juan 1:11). No obstante, para bien de Israel fue nuestro
Señor Jesús ensalzado para dar arrepentimiento y remisión de pecados. El lector
es probablemente gentil; pero a pesar de ello puedes tener un corazón muy terco
que por muchos años ha resistido al Señor Jesús. Y, no obstante, en ti puede
nuestro Señor efectuar el arrepentimiento.
Bien
puede ser que todavía tendrás que escribir, afligido por el amor divino, como
el autor de la interesante obra, Libro
de cada día, quien en cierta época de su vida era un incrédulo
obstinado. Vencido por la gracia soberana escribió: El corazón más altanero, Has quebrantado, Dios, en mí; El yo más terco
más fiero Has bien domado para ti. Tu voluntad cual mía quede: Tu ley, la regla
de mi ser; Mi corazón, tu Santa
sede, Mi lucha, siempre obedecer.
El
Señor puede dar arrepentimiento al menos digno, volviendo en ovejas a los
leones, en palomas a los cuervos. Volvamos a él para que cambio tan grande se
opere en nosotros. Sin duda alguna la contemplación de la muerte de Cristo es
uno de los modos más seguros y efectivos para alcanzar el arrepentimiento. No
te sientes, procurando el arrepentimiento de la fuente seca y corrompida de la
naturaleza. Suponer que tu puedes por fuerza colocar tu alma en ese estado de gracia,
es contrario a las leyes de la mente humana. Lleva tu corazón en oración al que
lo comprende, diciendo: «Límpialo, Señor. Señor renuévalo. Señor realiza tu el
arrepentimiento en él.» Cuanto más procures tu mismo producir emociones de
arrepentimiento en ti mismo, tanto más fracasarás; pero si con fe piensas en
Jesús que muere por ti, nacerá en ti el arrepentimiento.
Medita
pues, en el Señor que de puro amor derrama la sangre de su corazón por ti. Fija
la vista de tu mente en la agonía y sudor de sangre, en la cruz y pasión; y al
hacerlo así el afligido de tanto dolor te mirará a ti y mediante esa mirada
hará para contigo lo que hizo con Pedro, de modo que tu también salgas para
llorar amargamente. El que murió por ti puede hacer que tu mueras al pecado
mediante su Espíritu de gracia; y el que ha entrado en la gloria para tu bien, puede
conducir tu alma en pos de sí, hacia la santidad, dejando atrás el pecado.
Estaré
contento de dejarte este pensamiento; no busques fuego debajo del hielo, ni esperes
hallar arrepentimiento en tu corazón natural. Miro al Vivo para hallar la vida.
Mira a Jesús por todo cuanto necesites entre la puerta del infierno y la puerta
de cielo. No busques en otra parte algo de lo que Jesús desea concederte,
acuérdate de que Cristo es todo.
***
15. EL TEMOR DE CAER
Cierto
temor se apodera a veces, de muchos que buscan la salvación: temen que no podrán perseverar hasta el fin.
He oído decir, «Si yo tuviera que entregar mi alma al Señor Jesús, tal vez volvería atrás
perdiéndome al fin. Antes he tenido sentimientos buenos y los he perdido. Mi bondad ha sido como la
nube de la mañana y como el rocío temprano. De repente ha venido, ha durado poco, ha prometido
mucho y luego ha desaparecido.»
Creo
que este temor es frecuentemente el padre del hecho; y que algunos que han
tenido miedo de confiar en Cristo para todo el tiempo y toda la eternidad, han
fracasado, porque su fe era temporal no siendo lo suficientemente sincera para
salvarles. Principiaron confiando en Jesús hasta cierto punto, pero confiaron
en sí mismos respecto a la continuación y perseverancia en el camino del cielo;
así es que ese comienzo fue erróneo, y resultó la cosa más natural que no tardaran
en volverse atrás. Si confiamos en nosotros mismos, es cierto que no
perseveraremos.
Aun
cuando confiamos en Jesús esperando de él buena parte de la salvación, no
dejaremos de fracasar, si confiamos en nosotros mismos respecto a algo. No hay
cadena más fuerte que el más débil de sus eslabones; si de Jesús esperamos todo
excepto algo, fracasaremos sin remedio, porque en esa cosa tropezaremos sin
duda alguna.
No
me cabe duda de que el error respecto a la perseverancia de los santos ha
impedido la perseverancia de muchos que un día marchaban bien. ¿Cuál fue el
tropiezo? Confiaban en sí mismos respecto a su carrera, y en consecuencia
fracasaron. Cuidado con revolver algo del yo, en el cemento con que edificas,
porque tu mezcla quedará descompuesta y las piedras no quedarán pegadas. Si
miras a Cristo respecto al principio, ten cuidado de mirar a ti mismo respecto
al fin.
Él
es el Alfa. Mira que te sea Omega también (principio y fin). Si comienzas en el
Espíritu, no esperes perfeccionarte por la carne. Empieza como piensas y
continúa como empezaste, que sea el Señor el todo en todo. Pidamos que Dios el
Santo Espíritu, nos de una idea clara respecto a la fuente de toda fuerza
necesaria para la perseverancia y para ser guardados hasta el día de la
aparición del Señor.
Aquí
sigue lo que dijo Pablo sobre este asunto al escribir a los corintios: «nuestro
Señor Jesucristo:... os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles
en el día de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es Dios, por el cual fuisteis
llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo nuestro Señor» (1Cor. 1:7-9).
Estas
palabras admiten silenciosamente una gran necesidad al decirnos como se ha
tenido en cuenta llenarla. Siempre que el Señor hace provisiones, podemos estar
seguros que hay necesidad para ello, ya que el pacto de gracia no se distingue
por cosas superfluas. En el palacio de Salomón se colgaron escudos de oro que
nunca se usaron, pero en el arsenal de Dios no hay tales cosas. Necesitaremos
por cierto, todo cuanto Dios ha provisto. Desde hoy hasta la consumación de
todas las cosas será requerida toda promesa de Dios y toda provisión del pacto de
gracia.
La
necesidad urgente del alma que cree es el fortalecimiento, la continuación, la perseverancia
hasta el fin, el ser guardado para siempre. Tal es la necesidad del creyente
más adelantado, porque Pablo escribía a los santos de Corinto, personas de prominencia,
de las cuales podía decir: «Gracias doy a mi Dios siempre por vosotros, por la
gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús (1Cor. 1:4). Tales personas son
precisamente las que sienten de verdad que diariamente necesitan gracia nueva
para continuar el camino, perseverar y salir vencedoras al fin.
Si
no fueran santos, no tendrían necesidad de la gracia; pero por ser hombres de
Dios, sienten diariamente las necesidades de la vida espiritual. La estatua de
mármol no siente necesidad de alimento; pero el hombre vivo siente hambre y
sed, y se alegra de que el pan y el agua no le falten, porque si le faltasen,
moriría en el camino. Las necesidades personales del creyente le hacen
imprescindible que diariamente acuda a la gran fuente de todo tesoro espiritual,
pues ¿qué haría si no pudiera dirigirse a su Dios?
Este
es el caso tratándose de los más entregados de los santos, de los de Corinto enriquecidos
de todo don de conocimiento y sabiduría. Necesitaban ser confirmados hasta el
fin, y a no ser así, resultarían en ruina sus dones y conocimientos. Si
hablásemos lenguas humanas y angélicas, y no recibiéramos gracia nueva día en
día, ¿dónde estaríamos ahora; si tuviéramos toda experiencia y fuéramos
enseñados por Dios hasta comprender todo misterio, no podríamos vivir un solo
día sin que la vida divina se nos comunicara desde el origen del Pacto. ¿Cómo podríamos
esperar, perseverar por una hora siquiera, para no decir por una vida entera, a
no ser que el Señor nos llevara adelante?
El
que ha empezado la buena obra en nosotros , es el único que puede
perfeccionarla hasta el día de Cristo, si no resultaría en un triste fracaso.
Esta
necesidad se debe en gran parte a nuestra propia condición. Algunos sufren bajo
el temor de no poder perseverar en la gracia, porque conocen su carácter
caprichoso. Algunas personas son por naturaleza inestables. Otras son
naturalmente obstinadas y otras igualmente volubles y ligeras. Semejantes
mariposas vuelan de flor en flor, visitando todas las hermosuras del jardín,
sin hacerse morada fija en ninguna parte. Nunca paran en punto fijo bastante
para hacer bien alguno, ni siquiera en su negocio, ni en sus estudios
intelectuales. Tales personas temen con razón que diez, veinte, treinta o
cuarenta años de vigilancia les resulte demasiado, tarea imposible.
Vemos
a gente afiliarse a una iglesia tras otra. Son todo, todo por turno, pero nada,
nada duradero. Estos tales tienen doble motivo de pedir a Dios no solo que les
haga firmes sino inmovibles; de otra manera no serán hallados «constantes creciendo siempre en la obra de
Señor.»
Todos
aun los que no tengamos inclinación natural a la inconstancia, no podemos por menos
de sentir nuestra debilidad, si somos vivificados por Cristo. Estimado lector,
¿no hallas lo suficiente en un solo día para hacerte tropezar? Tu que deseas
vivir santamente, como pienso es el caso; tu que tienes un alto ideal de lo que
debe ser la vida cristiana, ¿no hallas que antes de haberse limpiado la mesa
después del almuerzo, ya has dado prueba de bastante torpeza para sentirte
avergonzado de ti mismo?
Si
nos encerráramos en la celda de un ermitaño, nos acompañaría la tentación
porque entre tanto que no podemos escapar de nosotros mismos, no podemos
escapar de la tentación. Hay un algo dentro de nuestro corazón que nos debe
mantener alertas y humillados delante de Dios. Si él no nos confirma, somos tan
débiles que fácilmente tropezamos y caemos, no necesariamente vencidos por el
enemigo sino por nuestro propio descuido. Señor, se tu nuestra fuerza. Nosotros
somos la misma debilidad.
Además
de esto, notaremos el cansancio que produce una vida larga. Al comenzar nuestra
carrera espiritual subimos con alas de águila, después corremos cansados, pero
en nuestros días mejores andamos sin desmayar. Nuestra marcha parece más
pausada, pero es más útil y mejor sostenida. Pido a Dios que la energía de la
juventud nos acompañe mientras que sea la energía del Espíritu y no simplemente
el fervor de la carne altiva.
El
que hace tiempo anda por el camino del cielo, encuentra que por razón buena se
prometió que los zapatos serían de hierro y bronce, porque el camino es áspero.
El tal ha descubierto que existen Montes de Dificultad y Valles de Humildad;
que existe un valle de Sombra de Muerte, y peor todavía la Feria de Vanidad,
todo lo cual se debe atravesar. Si hay Montes de Delicias (y gracias a Dios que
los haya), hay también Castillos de Desesperación, cuyo interior los peregrinos
han visto con mucha frecuencia. Todo considerado, los que perseveran hasta el
fin en el camino de la santidad, serán «objeto de admiración.»
«¡Oh
mundo de maravillas, no puedo decir menos!» Los días de la vida del cristiano
son como otras tantas perlas de misericordia ensartadas en el hilo de oro de la
felicidad divina. En el cielo manifestaremos a los ángeles, a los principados y
poderes las inescrutables riquezas de Cristo que se empleó en nosotros y que
disfrutamos aquí abajo. Nos ha mantenido vivos en las garras de la muerte.
Nuestra
vida espiritual ha sido una llama ardiendo en medio del mar, una piedra
suspendida en el aire. Será el asombro del universo el vernos pasar por la
puerta de perlas sin tacha el día de nuestro Señor Jesucristo. Debemos
sentirnos llenos de grata admiración por ser guardados una hora siquiera.
Espero que así nos sintamos.
Si
esto fuera todo, habría razón suficiente para temer pero hay mucho más. Es
preciso que nos acordemos del lugar en que vivimos. Este mundo es un desierto
espantoso para muchos del pueblo de Dios. Algunos de nosotros hallamos gusto
especial en la providencia de Dios, pero para otros es una pena terrible.
Nosotros empezamos el día con la oración a Dios y oímos el canto de alabanza
frecuentemente en nuestros hogares; pero apenas se han levantado de sus rodillas
por la mañana muchos de nuestros semejantes, cuando se les saluda con
blasfemias.
Salen
al trabajo y todo el día se les aflige con vergonzosas conversaciones como al
justo Lot en Sodoma. ¿Puedes andar siquiera por una ancha calle en estos días
sin que sean acosados tus oídos por el lenguaje más soez? El mundo no es amigo
de la gracia. Lo mejor que podemos hacer con este mundo es terminar con él
cuanto antes, porque moramos en campo enemigo. En cada matorral se esconde
algún ladrón.
En
cualquier parte es preciso andar con la espada desenvainada, o al menos con la
espada llamada oración, constantemente a nuestro lado; porque hemos de luchar
por cada pulgada del camino. No te equivoques en este punto, si quieres evitar la
desilusión más amarga. ¡Oh Dios, ayúdanos y confírmanos hasta el fin! Si no
¿dónde nos detendremos?
La
verdadera religión es sobrenatural en su principio, es sobrenatural en su
continuación y es sobrenatural en su consumación. Es obra de Dios desde el
principio hasta el fin. Hay una gran necesidad de que la mano de Dios sea
extendida todavía. Esta necesidad siente mi lector ahora, de lo que se alegra;
porque ahora espera del Señor la perseverancia, quien solo es poderoso para
guardarnos de caída y glorificarnos en su Hijo.
***
16. CONFIRMACIÓN
Deseo
llamar tu atención a la seguridad que Pablo confiadamente esperaba como beneficio
de todos los santos. Dice: «El cual
también os confirmará hasta el fin, para que seáis irreprensibles en el día de nuestro Señor
Jesucristo» (1Cor. 1:8). Esta es la clase de confirmación que ante toda
otra cosa debemos desear. Como ves, presupone el texto que las personas están
en lo recto, en la verdad, y propone que sean afirmadas en ello. Terrible fuera
confirmar a una persona en sus caminos de pecado y error.
Pensemos
en un borracho confirmado, un ladrón confirmado o un embustero confirmado. Sería
cosa deplorable confirmar a una persona en su incredulidad y en su impiedad.
Solamente podrán disfrutar de la confirmación divina los que ya han visto la
gracia de Dios manifestada en sus vidas. Esta confirmación es obra del Espíritu
santo.
El
que da la fe, la fortalece y confirma; el que enciende la llama del amor divino
en nosotros la preserva y aumenta; es lo que el buen Espíritu en su primera
instrucción, nos hace saber con más claridad y certeza mediante enseñanza
repetida. Además confirma los hechos santos volviéndolos hábitos establecidos y
emociones santas, en condiciones permanentes. Por la experiencia y práctica
confirma nuestra fe y nuestros propósitos.
Así
como nuestras alegrías y nuestras penas, nuestros éxitos como nuestros fracasos
quedan santificados para el mismo fin; precisamente como el árbol queda
arraigado y robusto tanto por la lluvia como por el viento tempestuoso. La
mente queda instruida y por el aumento del saber acumula razones para perseverar
en el buen camino. Queda consolado el corazón, y así se apega más y más a la
verdad consoladora. El creyente resulta más sólido y robusto.
No
se trata aquí de un crecimiento simplemente natural, sino de una obra tan
claramente del Espíritu como la conversión misma. El Señor lo concederá con
toda seguridad a los que confían en él para la vida eterna. Por su operación en
nuestro interior nos librará de ser «inestables,» haciéndonos firmes y
arraigados. Esto es parte de la obra de la salvación, esta edificación en
Cristo Jesús, haciéndonos permanecer en él. Diariamente puedes esperar esta gracia
y tu esperanza no quedara defraudada. El Señor en quien confías te hará como el
árbol plantado junto a arroyos de aguas, tan bien guardado que ni su hoja se marchitará.
¡Que
fuerza para la Iglesia es el cristiano cimentado! El es consuelo para los
afligidos y apoyo para los débiles. ¿No quisieras tú ser así? Los creyentes
cimentados son columnas en la casa de Dios. Estos no son llevados de aquí para
allá por todo viento de doctrina, ni quedan confundidos por la tentación
repentina. Son un gran apoyo para otros, anclas en el tiempo de dificultad en
la Iglesia. Tú que estás comenzando la vida espiritual apenas puedes esperar a
que llegues a ser como ellos. Pero no debes temer, pues el Señor actuará en ti
como en ellos.
Algún
día, tú que hoy eres un niño en Cristo, serás un apoyo en la iglesia. Espera un
cosa tan grande; pero espérala como don de gracia y no como salario por obra o
producto de tu fatiga.
El
apóstol Pablo inspirado, habla de estas personas como confirmadas hasta el fin.
Esperaba Pablo que la gracia de Dios les guardara personalmente hasta el fin de
su vida, o hasta la venida del Señor Jesús. En realidad esperaba que toda la
iglesia de Dios en todo lugar y en todo tiempo fuera guardada hasta el fin de
la dispensación, hasta la venida del Señor Jesús, como el esposo a celebrar las
bodas con su esposa perfeccionada. Todos los que están en Cristo serán confirmados
en él, hasta ese día glorioso. ¿No ha dicho? «Porque yo vivo también vosotros viviréis?» (Juan 14:19)
También
dijo: «yo les doy vida eterna; y no
perecerán para siempre, ni nadie
las arrebatará de mi mano» (Juan 10:28). «El que ha empezado la buena obra en vosotros, la perfeccionará hasta el día de Cristo» (Fil.
1:6). La obra de la gracia en el alma no es una reforma superficial. La vida
infundida en el nacimiento nuevo viene de simiente incorruptible que vive y
permanece eternamente. Y las promesas de Dios a los creyentes no son de
naturaleza transitoria sino abarcan para su cumplimiento toda la carrera del
creyente hasta que llegue a la gloria sin fin. Somos guardados por el poder de
Dios, mediante la fe, para la salvación eterna.
«Proseguirá el justo su camino» (Job.
17:9). No como resultado de su propio mérito o fuerza, sino como favor
inmerecido «son guardados los creyentes en Cristo Jesús. « Jesús no perderá ninguna
de las ovejas de su rebaño; no morirá ningún miembro de su cuerpo; no faltará
ninguna joya de su tesoro cuando venga a juntarlas. La salvación por fe
recibida no es cosa de meses o de años; porque nuestro Señor Jesús nos ha
conseguido «salvación eterna» y
lo eterno no tiene fin.
Pablo
declaraba también que su esperanza respecto a los santos de Corinto es que
fueran «confirmados hasta el fin sin
falta.» Esta condición sin falta es una parte preciosa de la gracia de ser
guardados. El ser guardado santo es
más que ser guardado salvo. Es
muy triste ver gente religiosa tropezar y caer de una falta en otra peor; nunca
han creído en el poder de Dios para guardarles sin falta.
La
vida de algunos que profesan ser cristianos, consiste en una serie de tropiezos
que no parece dejarles bien tendidos, pero tampoco nunca dejarlos firmes. Tal
vida no viene al creyente; su vocación es andar con Dios, y por la fe puede
llegar a perseverar firme en la santidad, lo que urge que haga. El Señor es
poderoso no solo para salvarnos del infierno, sino para guardarnos de caída. No
hay necesidad de ceder a la tentación. ¿No está escrito? «El pecado no se enseñoreará de vosotros»
El
Señor es poderoso para guardar los pies de sus santos, y lo hará si nos
entregamos a él, confiados en que lo hará. No hay necesidad de manchar el
vestido; por su gracia podemos ser guardados sin mancha del mundo, esto es
nuestro deber, porque «sin santidad
nadie verá al Señor» (Heb. 12:14).
El
apóstol profetizaba prediciendo para los creyentes de Corinto, lo que
debiéramos nosotros buscar, a saber que seamos guardados «irreprensibles hasta el día del Señor
Jesucristo». Quiera Dios que en
ese gran día nos veamos libres de toda represión, y que nadie en el universo
entero se atreva a disputarnos la declaración de que somos los redimidos del
Señor.
Tenemos
faltas y flaquezas, de las cuales nos lamentamos, pero no son de la naturaleza
que demuestra que vivamos separados de Cristo, viviremos ajenos a la
hipocresía, al engaño, al odio, al placer en el pecado, porque tales cosas
serían acusaciones fatales. A pesar de nuestros fracasos involuntarios el
Espíritu Santo puede actuar en nosotros produciendo un carácter sin falta a la vista
humana, de manera que como Daniel no demos ocasión a las lenguas acusadoras,
excepto en los asuntos de nuestra fe religiosa.
Multitud
de hombres piadosos, como también de mujeres piadosas, han dado pruebas de vida
tan pura y del todo genuina que nadie les ha podido, en justicia, reprender. El
Señor podrá decir de muchos creyentes como dijo a Job, al aparecer Satanás en
su presencia: «¿No has considerado a
mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?» (Job.
1:8).
Esto
es lo que debe anhelar y tener por objeto el lector, confiando que, Dios
mediante, lo alcanzará. Tal es el triunfo de los santos, continuar «siguiendo al cordero por dondequiera que
va» (Apoc. 14:4), manteniendo la integridad como delante del Dios
viviente.
No
entremos jamás en caminos torcidos, dando lugar a que blasfeme el adversario.
Está escrito respecto al verdadero creyente «Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca» (1Juan 5:18).
¡Quiera Dios que así se escriba de nosotros!
Amigo
que ahora empiezas a vivir la vida divina, el Señor puede comunicarte un
carácter irreprensible. Aun cuando en lo pasado hayas cometido pecado grave. El
Señor es poderoso para librarte del todo del poder de antiguos vicios y hábitos
haciéndote un ejemplo de virtud. No solamente puede hacerte hombre moral, sino
puede hacerte aborrecer todo camino de falsedad y seguir en pos de todo lo que
es santo. No dudes de esto. El primero de los pecadores no necesita quedar
atrás del más puro de los santos. Cree esto y según tu fe te será hecho.
¡Cuánta
bienaventuranza será el hallarnos irreprensibles en el día del juicio! No
cantamos en falso al prorrumpir: Sereno
miro ese día: ¡Quién me acusará? En el Señor mi ser confía. ¿Quién me condenará?
¡Qué
bienaventuranza será disfrutar de ese valor, fundado en la redención de la
maldición del pecado por la sangre del Cordero, cuando el cielo y la tierra
huyan de la faz del Juez de todos! Esta bienaventuranza será el destino de
todos cuantos fijen la vista de la fe exclusivamente en la gracia de Dios en
Cristo Jesús y en ese poder sagrado, libren batalla continua contra todo
pecado.
***
17. ¿POR QUÉ PERSEVERAN LOS SANTOS?
Ya
hemos visto que la esperanza que llenaba el corazón de Pablo respecto a los
hermanos de Corinto, llena de consuelo a los que temen tropezar y caer en lo
futuro. Pero, ¿por qué creía que los hermanos serían sostenidos hasta el fin.
Deseo
que notes como especifica sus razones. Aquí están: «Fiel es Dios por el cual sois llamados a la participación de su Hijo
Jesucristo nuestro Señor» (1Cor. 1:9).
El
apóstol no dice: «Vosotros sois fieles.» La fidelidad del hombre es de poco
peso, es vanidad. Tampoco dice: «Tienen ministros fieles para guiarles, y por
tanto confío en que serán guardados.» No, no, Si somos guardados por el hombre,
seremos mal guardados. El dice: «Dios
es fiel» Si nosotros somos
fieles, es porque Dios es fiel. Todo el peso de nuestra salvación debe descansar
en la fidelidad de nuestro Dios del pacto. Sobre este glorioso atributo de Dios
descansa todo. Nosotros somos cambiadizos como el viento, frágiles como la
telaraña, inestables como el agua.
No
podemos depender de nuestras cualidades naturales, ni de nuestros conocimientos
espirituales, pero Dios permanece Fiel. Él es fiel en su amor; no conoce
variación, ni sombra de cambio. Es fiel en sus propósitos; no comienza una cosa
dejándola sin terminar. Es fiel en sus relaciones como Padre, no negará a sus
hijos, como amigo no faltará a su pueblo, como Creador no abandonará la obra de
sus manos.. Es fiel a sus promesas, y ni una de ellas dejará de cumplir.
Es
fiel a su pacto que ha establecido con nosotros en Cristo Jesús, ratificándolo
con la sangre de su sacrificio. Es fiel a su Hijo y no permitirá que en vano
haya derramado su sangre. Es fiel para con su pueblo, al cual ha prometido vida
eterna y al cual no dejará, ni abandonará.
Esta
fidelidad de Dios es el fundamento y piedra angular de nuestra esperanza de perseverar
hasta el fin. Los santos perseverarán en la santidad, porque Dios persevera en
la gracia. Él persevera en bendecir, y por lo mismo los creyentes perseveran en
ser bendecidos. El continúa guardando a su pueblo, y por tanto este continúa
guardando sus mandamientos. Este es fundamento sólido y bueno en que descansar
y concuerda perfectamente con el título de esta obra; Solamente por Gracia.
Así
es que la gracia inmerecida y la misericordia infinita anuncian la aurora de la
salvación y resuena la misma «buena nueva» melodiosamente por todo el día de la
gracia.
Ves,
pues, que las únicas razones que tenemos para esperar que seamos guardados
hasta el fin y hallados irreprensibles en el día de Cristo, se hallan en
nuestro Dios; pero en él estas razones son de gran manera abundantes.
Consisten
primero, en lo que Dios ha hecho, Hasta
tal punto nos ha bendecido que le es imposible volver atrás. Pablo nos recuerda
del hecho que «nos ha llamado a la
participación de su Hijo
Jesucristo» (1Cor. 1:9). ¿Nos ha llamado? Pues, el llamamiento no puede
ser revocado; «porque irrevocables son
los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). El Señor nunca se retrae
de su vocación positiva de la gracia. «A
los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó» (Rom.
8:30).
Esta
es la regla invariable en el proceder divino. Hay un llamamiento general, del
cual se dice: «Muchos son llamados, y
pocos escogidos» (Mat.
22:14); pero el llamamiento del cual ahora hablamos es diferente, distinguido por
amor especial, solicitando la posesión de aquello a que somos llamados. En este
caso el llamado se halla en la condición de la simiente de Abraham, de la cual
dijo el Señor. «Te tomé de los
confines de la tierra y de tierras lejanas te llamé, y te dije: mi siervo eres
tú; te escogí, y no te deseché»
(Isa. 41:9).
En
lo que ha hecho el Señor vemos una razón poderosa para nuestra protección y
gloria futuras, ya que nos ha llamado a la participación de su Hijo Jesucristo.
Participación equivale a tener alguna parte en común con Jesucristo, y desearía
que pensaras bien en el significado de esto. Si en verdad has sido llamado por
la gracia divina, has entrado en comunión con el Señor Jesucristo y por esta
razón en conjunto posees todas las cosas. Así que a la vista del Altísimo eres
uno con él. El Señor Jesús llevó tus pecados en su cuerpo sobre el madero,
hecho maldición por ti, y al mismo tiempo él ha llegado a ser tu justicia, de
modo que estás justificado en él. Tú eres de Cristo, y Cristo es tuyo.
Como
Adán representa a todos sus descendientes, así Jesús, a todos los que están en
él. Como el marido y la esposa son uno, así Jesús es uno con todos los que se
hallan unidos con él por la fe; uno por una unión espiritual legítima e
inquebrantable. Más aún, los creyentes son miembros del cuerpo de Cristo, y así
son uno con él por una unión de amor, viva y permanente.
Dios
nos ha llamado a esta participación, esta comunión, esta unión, y por este
mismo hecho nos ha dado señal y garantía de ser confirmados hasta el fin. Si
nos considerase Dios aparte de Cristo, resultaríamos unidades pobres,
perecederas, pronto disueltas y llevadas a la destrucción; pero siendo uno con
Cristo somos participantes de su naturaleza y dotados de su vida inmortal.
Nuestro
destino está unido con el de Cristo, y entre tanto que él no quede destruido,
no es posible que perezcamos nosotros.
Medita
mucho en esta participación con el Hijo de Dios, ha la cual has sido llamado; porque
en ella está toda tu esperanza. Nunca podrás ser pobre mientras que Jesús sea
rico, ya que eres partícipe de los suyo. ¿Qué te podrá faltar si eres
copropietario con el Amo del cielo y de la tierra? Mediante tal participación
te hallas por encima de toda depresión del tiempo, de los cambios futuros y del
descalabro del fin de todas las cosas. El Señor te ha llamado a la participación
de su Hijo Jesucristo y por este hecho y obra te ha colocado en posición infaliblemente
segura.
Si
eres de verdad creyente, eres uno con Jesús y por tanto puesto en seguridad.
¿No ves que esto es así? Necesariamente debes ser verdadero hasta el fin, hasta
el día de su manifestación, si de cierto has sido hecho uno con él por un hecho
irrevocable de Dios. Cristo y el creyente se hallan en el mismo barco; a no ser
que Jesús se hunda, el creyente no se ahogará.
Jesús
ha admitido a sus redimidos en relación íntima consigo mismo que primero será
herido, deshonrado y vencido antes de que sea dañado el más pequeño de sus
rescatados. Su nombre consta en el encabezamiento del establecimiento, y hasta
que pierda él su crédito, estamos asegurados contra todo temor de quiebra.
Así
que, vayamos adelante, con la mayor confianza, al futuro desconocido,
eternamente unidos con Jesús. Así gritaran los hombres del desierto: «¿Quién es ésta que sube del desierto,
recostada sobre su amado?» (Cant.
8:5), confesaremos gustosamente que nos recostamos en Jesús y que pensamos
apoyarnos en él cada vez más. Nuestro fiel Dios es una fuente rica que sobreabunda
en deleites y nuestra participación con el Hijo de Dios es un río lleno de
Gozo.
Conociendo
estas cosas gloriosas, como las conocemos, no podemos vivir desanimados; no, al
contrario, exclamamos con el apóstol: «¿Quién
nos separará del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro?» (Rom. 8:35-39).
***
18. CONCLUSIÓN
Si
el lector no me ha seguido paso a paso conforme haya leído estas páginas, lo
siento en verdad. De poco valor es la lectura de un libro, a no ser que las
verdades que se presentan a la mente sean comprendidas, apropiadas y llevadas a
la práctica. Este se parece al que contempla los alimentos en abundancia
exhibidos en el escaparate de un restaurante y queda, sin embargo, hambriento
por no comer personalmente de ellos. En vano, querido amigo, nos hemos encontrado
tú y yo, a no ser que hayas recibido por fe viva a Cristo Jesús, mi Señor.
De
mi parte hubo un deseo marcado de hacerte bien, y he hecho lo mejor que he
podido para este fin. Siento no haberte podido comunicar un bien positivo,
porque anhelaba con sinceridad conseguir este privilegio. Pensaba en ti al
escribir estas páginas, y dejando caer la pluma, me arrodillé y pedí solemnemente
a Dios por todos los que lo leyeran. Estoy seguro que gran número de lectores serán
bendecidos por su lectura, aún cuando tú no quieras ser de este número.
Pero,
¿por qué rehusarás tú mi testimonio? Si no deseas la bendición especial que yo
te hubiera llevado, cuando menos hazme el favor de admitir que la culpa de tu
condena final no me la cargarás a mí.. Al encontrarnos los dos ante EL GRAN
TRONO BLANCO, no podrás culparme de haber usado mal la atención que
bondadosamente me concediste al leer este libro.
Dios
es mi testigo que escribí cada renglón para tu bien eterno. En espíritu pongo
ahora mi mano en la tuya y te doy un firme apretón. ¿Lo sientes? Con lágrimas
en los ojos te miro, diciendo: ¿Por
qué quieres morir? ¿No quieres dedicar un momento a los asuntos de tu
alma? ¿Querrás perecer por puro descuido? ¡Lejos sea esto de ti! Analiza
solemnemente estas cosas, poniendo fundamento firme para la eternidad. No rehúses
a Jesús, su amor, su sangre, su salvación. ¿Por qué lo harías? ¿Podrás hacerlo?
¡Te ruego que no vuelvas la espalda a
tu Redentor!
Si,
en cambio, mi oración ha tenido contestación y tu hayas sido conducido a
confiar en el Señor Jesús recibiendo del mismo la salvación por gracia, en tal
caso, aférrate para siempre a esta doctrina y a este modo de vivir y proceder.
Sea
Jesús tu todo en todo y permite que la gracia inmerecida sea la regla única por
la cual vivas y te muevas. No hay vida mejor, como la del que vive disfrutando
del favor de Dios.
Recibir
todo cual don gratuito, esto guarda la mente del orgullo del mérito propio y
del remordimiento de las acusaciones de la conciencia desesperada. Esta vida
por gracia calienta el corazón llenándolo de amor agradecido, y así produce un
sentimiento en el alma infinitamente más aceptable para Dios que todo cuanto
pudiera proceder de un temor de esclavo.
Los
que procuran salvarse haciendo lo mejor que pueden, no saben nada del fervor ardiente,
del santo celo, del gozo en Dios que nacen de la salvación gratuitamente
recibida según la gracia de Dios. El espíritu de servidumbre de la salvación
mediante el mérito propio o sea por el cumplimiento de los mandamientos, nada
tiene de comparable con el espíritu gozoso de la adopción. Más virtud real hay
en la menor emoción de la fe que en todos los esfuerzos del esclavo de la ley o
en toda la maquinaria de los devotos que procuran subir al cielo por la escalera
de las ceremonias.
La
fe es cosa espiritual, y «Dios es
Espíritu» se deleita en ella por esa razón. Años enteros de rezos, de
acudir a las iglesias, a los santuarios; años enteros de ritos, de ceremonias,
de penitencias, pueden ser otras tantas abominaciones a la vista de nuestro
Dios que es Espíritu. Pero una mirada del ojo de la verdadera fe es espiritual
y por lo mismo a su agrado.
«El Padre a tales adoradores busca» (Juan
4:23). Ocúpate primero del hombre interior y de la parte espiritual de la
religión, y lo demás vendrá a tiempo debido.
Si
eres salvo tu mismo, busca la salvación de otros. Tu propio corazón no
prosperará. A no ser que esté lleno de solicitud intensa por la bendición de
tus semejantes. La vida de tu alma está en la fe; su salvación está en el amor.
El que no anhela llevar a otros a Jesús, nunca ha vivido encantado del amor él
mismo. Entra en el trabajo, en la obra del Señor, la obra del amor.
Empieza
por tu propia familia. Visita después a los vecinos. Ilumina al pueblo o a la
calle donde vives. Siembra la Palabra de Dios por doquier lleguen tus fuerzas.
Si
los convertidos llegan a ganar a otros, ¿quién sabe qué brotará de mi pequeño
libro? Ya empiezo a cantar gloria a Dios por las conversiones que producirá por
su medio y mediante los que conduce a los pies de Cristo. Probablemente la
parte principal de los resultados se verán, cuando la mano que escribe esta
página se encuentre paralizada en el sepulcro.
¡Encuéntrame en el cielo! No bajes al infierno. No
hay modo de volver de ese antro de miseria. ¿Por qué quieres entrar en el camino
de la muerte, estando abiertas delante de ti las puertas del cielo? No rechaces
el perdón gratuito, la salvación plena que Jesús concede a los que confían en
él. No dudes, ni te detengas. Bastante has pensado ya; ¡a la obra de una vez!
Cree en el Señor Jesús decididamente en este mismo momento. Acude al Señor sin
tardar. Acuérdate, de que este asunto puede determinarse en este mismo momento.
Acude al Señor sin tardar.
Acuérdate,
de que en este momento puede determinarse tu salvación o perdición, siendo hoy mismo
tu ahora o nunca. Realícese
ahora, evitando el terrible nunca. ¡Adiós! Mas no para siempre; te encargo: ¡Encuéntrame en el cielo!