(1)
A.
A todos aquellos que son justificados: Gá.
3:24-26.
B.
Dios se dignó: 1 Jun. 3:1-3.
C.
en su único Hijo Jesucristo y por amor de éste: Ef. 1:5; Gá.4:4,5; Ro. 8:17,29.
D.
Hacerles partícipes de la gracia de la adopción, por la cual son incluidos en
el número de los hijos de Dios y gozan de sus libertades y privilegios, tienen
su nombre escrito sobre ellos: Ro. 8:17;
Jun. 1:12; 2 Co. 6:18; Ap. 3:12.
E.
Reciben el espíritu de adopción, tienen acceso al trono de la gracia con
confianza, reciben capacitación para clamar: “Abba, Padre: Ro. 8:15; Ef. 3:12; Ro. 5:2; Gá. 4:6; Ef. 2:18.
F.
Reciben compasión, protección, provisión y corrección como por parte de un Padre,
nunca son desechados, sino que son sellados para el día de la redención: Sal 103:13; Pr. 14:26; Mt. 6:30, 32; 1 P.
5:7; He 12:6; Is. 54:8, 9; Lm. 3:31; Ef. 4:30.
G.
Y heredan las promesas como herederos de la salvación eterna: Ro. 8:17; He 1:14; 9:15.
LA ADOPCIÓN (LA MEMBRESÍA EN LA FAMILIA DE DIOS)
¿CUÁLES SON LOS
BENEFICIOS DE SER UN MIEMBRO DE LA FAMILIA DE DIOS?
EXPLICACIÓN Y
BASES BÍBLICAS
En la regeneración Dios nos da vida espiritual nueva en nuestro ser
interior. En la justificación Dios nos da una posición legal correcta delante
de él. Pero en la adopción él nos hace miembros de su familia. Por tanto, la
enseñanza bíblica sobre la adopción se enfoca mucho más sobre las relaciones
personales que la salvación nos da con Dios y con sus hijos.
EVIDENCIAS BÍBLICAS DE LA ADOPCIÓN
Podemos definir la adopción como sigue: La adopción es una acción de
Dios mediante la cual él nos hace miembros de su familia.
Juan menciona la adopción al comienzo de su evangelio, donde dice: «Mas
a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de
ser hijos de Dios» Gn 1: 12). En consecuencia, los que no creen en Cristo no
son hijos de Dios o adoptados en su familia, sino que son «hijos de ira» (Ef 2:3,
RVR 1960) e «hijos de desobediencia» (Ef. 2: 2; 5:6, RVR 1960).
Aunque los judíos que rechazaron a Cristo trataban de afirmar que Dios
era su Padre Gn 8: 41), Jesús les dijo: «Si Dios fuera su Padre les contestó
Jesús-, ustedes me amarían... Ustedes son de su padre, el diablo, cuyos deseos
quieren cumplir» Gn 8: 42-44).
Las epístolas del Nuevo Testamento también dan testimonio repetidas
veces del hecho que nosotros somos hijos de Dios en un sentido especial,
miembros de su familia. Pablo dice:
Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de
Dios. Y ustedes no recibieron un espíritu que de nuevo los esclavice al miedo,
sino el Espíritu que los adopta como hijos y les permite clamar: "¡Abba!
¡Padre¡" El Espíritu mismo le asegura a nuestro espíritu que somos hijos
de Dios. Y si somos hijos, somos herederos; herederos de Dios y coherederos con
Cristo, pues si ahora sufrimos con él, también tendremos parte con él en su
gloria. (Ro 8: 14-17)
Pero si somos hijos de Dios, ¿estamos entonces relacionados unos con
otros como miembros de su familia? Sin duda que sí. De hecho, esta adopción en
el seno de la familia de Dios nos hace a todos participantes de una familia
incluso con los judíos creyentes del Antiguo Testamento, porque Pablo nos dice
que nosotros somos también hijos de Abraham: «Tampoco por ser descendientes de
Abraham son todos hijos suyos.
Al contrario: "Tu descendencia se establecerá por medio de
Isaac". En otras palabras, los hijos de Dios no son los descendientes
naturales; más bien, se considera descendencia de Abraham a los hijos de la
promesa» (Ro 9:7-8).
Él lo explica más en Gálatas: «Ustedes, hermanos, al igual que Isaac,
son hijos por la promesa... Así que, hermanos, no somos hijos de la esclava
sino de la libre» (Gá 4: 28, 31; 1ª P 3: 6, donde Pedro ve a las mujeres creyentes
como hijas de Sara en el nuevo pacto).
Pablo explica que esta situación de adopción como hijos de Dios no fue
realizada por completo en el antiguo pacto. Dice que «antes de venir esta fe,
la ley nos tenía presos. Así que la ley vino a ser nuestro guía encargado de
conducimos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe. Pero ahora que
ha llegado la fe, ya no estamos sujetos al guía.
Todos ustedes son hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús» (Gá 3:
23-26). Esto no quiere decir que el Antiguo Testamento omitiera por
completo el hablar de Dios como nuestro Padre, porque Dios se llamó a sí
mismo el Padre de los hijos de Israel y los llamó a ellos hijos en varias
ocasiones (Sal 103: 13; Is 43: 6-7; Mal 1: 6; 2:10). Pero aunque había una
conciencia de Dios como Padre del pueblo de Israel, los beneficios y
privilegios plenos de la membrecía en la familia de Dios, y la completa
realización de esa membrecía, no tuvo lugar hasta que Cristo vino y el Espíritu
del Hijo de Dios se derramó en nuestros corazones, y dio testimonio con nuestro
espíritu de que somos hijos de Dios.
¿Qué evidencias vemos en nuestra vida de que somos hijos de Dios? Pablo
ve clara evidencia de ello en el hecho de que el Espíritu Santo da testimonio
en nuestros corazones de que somos hijos de Dios: «Pero cuando se cumplió el plazo,
Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a
los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos.
Ustedes ya son hijos.
Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama:
"¡Abba! ¡Padre!" Así que ya no eres esclavo sino hijo; y como eres
hijo, Dios te ha hecho también heredero» (Gá 4: 4-7).
La primera epístola de Juan también hace mucho hincapié en nuestra
condición de hijos de Dios: «¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que
se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos!. Queridos hermanos, ahora somos hijos
de Dios) (1ª Jn 3: 1-2; Juan llama con frecuencia a sus lectores «hijos) o
(hijitos).
Aunque Jesús habla de nosotros como «mis hermanos)) (He 2:12) y él es,
por tanto, en un sentido nuestro hermano mayor en la familia de Dios (He 2:
1-14), y se puede ser reconocido como «el primogénito entre muchos hermanos),
él es, no obstante, cuidadoso en hacer una distinción clara entre la manera en
la que Dios es nuestro Padre celestial y la manera en la que él se relaciona
con Dios el Padre. Él le dijo a María Magdalena: «Vuelvo a mi Padre, que es
Padre de ustedes; a mi Dios, que es Dios de ustedes) (Gn 20: 17), haciendo de
ese modo una distinción clara entre el sentido mucho mayor y eterno en el que
Dios es su Padre, y el sentido en el que Dios es nuestro Padre.
Aunque el Nuevo Testamento dice que nosotros somos ahora hijos de Dios
(1ª Jn 3: 2), debiéramos también notar que hay otro sentido en el cual nuestra
adopción es todavía futura porque no vamos a recibir todos los beneficios y
privilegios de la adopción hasta que Cristo regrese y tengamos cuerpos
resucitados.
Pablo habla de ese sentido completo y futuro de la adopción cuando dice:
«y no sólo ella [la creación], sino también nosotros mismos, que tenemos las
primicias del Espíritu, gemimos interiormente, mientras aguardamos nuestra
adopción como hijos, es decir, la redención de nuestro cuerpo» (Ro 8: 23).
Pablo ve aquí el recibimiento de los nuevos cuerpos de resurrección como
el cumplimiento de nuestros privilegios de la adopción, hasta el punto de que
se refiere a ello como «aguardamos nuestra adopción como hijos».
LA ADOPCIÓN SIGUE A LA CONVERSIÓN Y ES UN RESULTADO
DE LA FE SALVADORA
Podríamos pensar inicialmente que llegamos a ser hijos de Dios por la
regeneración, puesto que la imagen de «nacer de nuevo» en la regeneración nos
lleva a pensar de hijos que nacen en el seno de una familia humana. Pero el
Nuevo Testamento nunca conecta la adopción con la regeneración. En realidad, la
idea de la adopción es lo opuesto a la idea de nacer en una familia.
Más bien, el Nuevo Testamento relaciona la adopción con la fe salvadora,
y dice que en respuesta a poner nuestra confianza en Cristo, Dios nos ha
adoptado en su familia. Pablo dice: «Todos ustedes son hijos de Dios mediante
la fe en Cristo Jesús» (Gá 3: 23-26).
Y Juan escribe: «Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su
nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios» (In 1:12). Estos dos
versículos dejan bien en claro que la adopción sigue a la conversión y que es
la respuesta de Dios a nuestra fe.
Se puede presentar una objeción que surge de la declaración de Pablo:
«Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su
Hijo, que clama: "¡Abba! ¡Padre!» (Gá 4: 6).
Alguien podría entender este versículo como queriendo decir que Dios
primero nos adopta como hijos y después nos da el Espíritu Santo para producir
la regeneración en nuestros corazones. Pero unos pocos versículos antes Pablo
había dicho que llegamos a ser «hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús»
(Gá 3: 26).
Por tanto, la declaración de Pablo en Gálatas 4:6 se entiende mejor no
como una referencia a dar el Espíritu Santo en la regeneración, sino más bien
como una actividad adicional del Espíritu Santo en la cual él empieza a dar
testimonio con nuestro espíritu y a asegurarnos que somos miembros de la
familia de Dios.
Esta obra del Espíritu Santo nos da seguridad de nuestra adopción, y es
en este sentido que Pablo dice que, después de ser nosotros hijos, Dios hace
que su Espíritu Santo dentro de nosotros nos lleve a exclamar: «¡Abba! ¡Padre!»
(Ro 8: 15-16).
LA ADOPCIÓN Y LA JUSTIFICACIÓN SON DOS COSAS
DISTINTAS
Aunque la adopción es un privilegio que nos viene en el momento en que
nos hacemos cristianos (Jn 1:12; Gá 3:26; 1ª Jn3:1-2), no obstante, es un
privilegio que es distinto de la justificación y distinto de la regeneración.
En la regeneración somos vivificados espiritualmente, capaces de
relacionamos con Dios mediante la oración y la adoración y capaces de oír su
Palabra con corazones receptivos. Pero es posible que Dios pudiera tener
criaturas que están vivas y, no obstante, no ser miembros de su familia y que
no participan en los privilegios especiales de los miembros de la familia; por
ejemplo, los ángeles al parecer caen dentro de esta categoría.
Por tanto, habría sido posible para Dios decidir damos la regeneración
sin los grandes privilegios de la adopción en su familia.
Además, Dios podía habernos dado la justificación sin los privilegios de
la adopción en su familia, porque él podía haber perdonado nuestros pecados y
darnos una posición legal correcta delante de él sin habernos hecho sus hijos.
Es importante que nos demos cuenta de esto porque nos ayuda a reconocer cuán
grandes son nuestros privilegios en la adopción.
La regeneración tiene que ver con nuestra vida espiritual interior. La
justificación tiene que ver con nuestra posición delante de la ley de Dios.
Pero la adopción tiene que ver con nuestra relación con Dios como nuestro
Padre, y en la adopción recibimos muchas de las grandes bendiciones que
conoceremos por toda la eternidad.
Cuando empezamos a damos cuenta de la excelencia de estas bendiciones, y
cuando apreciamos que Dios no tiene ninguna obligación de dárnoslas, entonces
seremos capaces de exclamar con el apóstol Juan: «¡Fíjense qué gran amarnos ha
dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios!» (1ª Jn 3:1).
LOS PRIVILEGIOS DE LA ADOPCIÓN
Los beneficios o privilegios que acompañan a la adopción los podemos ver,
primero, en la manera en que Dios se relaciona con nosotros, y entonces también
en la forma en que nosotros nos relacionamos unos con otros como hermanos en la
familia de Dios.
Uno de los más grandes privilegios de nuestra adopción es ser capaces de
hablar con Dios y relacionarnos con él como un Padre bueno y amoroso. Se nos
invita a orar diciendo: «Padre nuestro que estás en los cielos» (Mt 6: 9), y
tenemos que damos cuenta que «ya no eres esclavo sino hijo» (Gá 4: 7).
Por tanto, no tenemos ahora que relacionamos con Dios como un esclavo se
relacionaba con su amo, sino como un hijo se relaciona con su Padre. En
realidad, Dios nos da un testimonio interno del Espíritu Santo que nos lleva
instintivamente a llamarle a Dios Padre. «y ustedes no recibieron un espíritu
que de nuevo los esclavice al miedo, sino el Espíritu que los adopta como hijos
y les permite clamar: "¡Abba! ¡Padre!" El Espíritu mismo le asegura a
nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Ro 8: 15-16).
Esta relación con Dios como nuestro Padre es el fundamento de otras
muchas bendiciones de la vida cristiana, y se convierte en la forma primaria en
la que nos relacionamos con Dios.
Es cierto que Dios es nuestro Creador, nuestro Juez, nuestro Señor,
nuestro Maestro, nuestro Proveedor, Sustentador y Protector, y el que con su
cuidado providencial sostiene nuestra existencia. Pero el papel que es más
íntimo, y que transmite los más altos privilegios del compañerismo con Dios por
toda la eternidad, es su papel como nuestro buen Padre celestial.
El hecho que Dios se relaciona con nosotros como Padre nos demuestra
claramente que él nos ama (1a Jn 3: 1), que él nos comprende (Tan compasivo es
el Señor con los que le temen como lo es un padre con sus hijos. Él conoce
nuestra condición; sabe que somos de barro» [Sal 103: 13-14]), y que él cuida
de nuestras necesidades.
(Porque los paganos andan tras todas estas cosas, y el Padre celestial
sabe que ustedes las necesitan», Mt 6:32). Además, en su papel como nuestro
Padre, Dios nos da muchos dones: «Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar
cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en el cielo dará cosas
buenas a los que le pidan!» (Mt 7: 11). Nos da especialmente el don del
Espíritu Santo para consolamos y para capacitamos para el ministerio y para
vivir la vida cristiana (Lc 11: 13): De hecho, no son solo los dones que Dios
nos da en esta vida, sino que también nos da una gran herencia en los cielos,
porque nos hemos convertido en coherederos con Cristo.
Pablo dice: «Así que ya no eres esclavo sino hijo; y como eres hijo,
Dios te ha hecho también heredero» (Gá 4:7); somos en realidad «herederos de
Dios y coherederos con Cristo» (Ro 8: 17). Como sus herederos tenemos derecho a
«una herencia indestructible, incontaminada e inmarchitable. Tal herencia está
reservada en el cielo para ustedes» (1a P 1: 4).
Todos los grandes privilegios y bendiciones del cielo están preparados
para nosotros y puestos a nuestra disposición porque somos hijos del Rey,
miembros de la familia real, príncipes y princesas que reinarán con Cristo
sobre los nuevos cielos y nueva tierra (Ap 2:26-27; 3:21). Como un anticipo de
este gran privilegio, los ángeles son incluso enviados ahora para ministrarnos
y servimos (He 1: 14).
Es en este contexto de las relaciones con Dios como nuestro Padre
celestial que entendemos la oración que Jesús les dijo a sus discípulos que
hicieran a diario: «Padre nuestro que estás en el cielo. Perdónanos nuestras
deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mt 6: 9-12).
En esta oración diaria pidiendo el perdón de nuestros pecados no es una oración
para que Dios nos dé la justificación una y otra vez a lo largo de nuestra
vida, porque la justificación es un suceso que tiene lugar de una vez, y que
ocurre inmediatamente después de que nosotros hemos puesto nuestra confianza en
Cristo con fe salvadora.
Más bien, la oración diaria de perdón de pecados es una oración en que
pedimos que las relaciones paternales de Dios con nosotros, que se han visto
interrumpidas por algún pecado, sean restauradas, y que él se relacione una vez
más con nosotros como un Padre que se deleita en los hijos que ama. La oración
de «perdónanos nuestras deudas» es, por tanto, una oración en la que no nos
relacionamos con Dios como el juez eterno del universo, sino con Dios nuestro
Padre. En una oración en la que buscamos restaurar nuestra comunión con nuestro
Padre que había quedado interrumpido por causa del pecado (vea 1A Jn
1: 9; 3: 19-22).
Otro beneficio de la adopción es también el privilegio de ser dirigido
por el Espíritu Santo. Pablo indica que este es un beneficio moral pues de ese
modo el Espíritu Santo pone en nosotros el deseo de obedecer a Dios y vivir
conforme a su voluntad.
Él dice: «Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son
hijos de Dios» (Ro 8: 14), y nos da esto como una razón por la que los
cristianos debieran dar «muerte a los malos hábitos del cuerpo» por medio de la
obra del Espíritu Santo obrando dentro de ellos (v. 13; note el «porque» al
comienzo del v. 14). Él ve al Espíritu Santo como dirigiendo y guiando a los
hijos de Dios en los caminos de la obediencia a Dios
Otro privilegio de la adopción en el seno de la familia de Dios, aunque
nosotros no siempre 10 reconocemos como un privilegio, es el hecho que Dios nos
disciplina como sus hijos. «y ya han olvidado por completo las palabras de
aliento que como a hijos se les dirige: "Hijo mío, no tomes a la ligera la
disciplina del Señor ni te desanimes cuando te reprenda, porque el Señor
disciplina a los que ama, y azota a todo el que recibe como hijo» (He 12: 5-6,
citando Pr 3: 11-12).
El autor de Hebreos explica: «Dios los está tratando como a hijos. ¿Qué
hijo haya quien el padre no disciplina? Pero Dios lo hace para nuestro bien, a
fin de que participemos de su santidad» (He 12: 7, 10). Así como los hijos
terrenales crecen en obediencia y rectitud cuando son disciplinados debidamente
por sus padres terrenales, nosotros también crecemos en justicia y santidad
cuando somos disciplinados por nuestro Padre celestial.
Relacionado con la disciplina paternal de Dios está el hecho que, como
hijos de Dios y coherederos con Cristo, tenemos el privilegio de participar
tanto en sus sufrimientos como en su subsiguiente gloria. Como nos dice Lucas:
«¿Acaso no tenía que sufrir el Cristo estas cosas antes de entrar en su
gloria?» (Lc 24:26), así también Dios nos concede el privilegio de caminar por
la misma senda que Cristo anduvo, soportando el sufrimiento en esta vida a fin
de que podamos recibir gran gloria en la vida venidera: «y si somos hijos,
somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, pues si ahora
sufrimos con él, también tendremos parte con él en su gloria (Ro 8: 17).
Además de estos grandes privilegios que tienen que ver con nuestra
relación con Dios y nuestra comunión con él, tenemos también privilegios de
adopción que afectan la manera en que nos relacionamos unos con otros y afectan
nuestra propia conducta personal. Porque somos hijos de Dios, nuestra relación
unos con otros es mucho más profunda y más íntima que las relaciones que tienen
los ángeles, por ejemplo, porque todos nosotros somos miembros de una familia.
El Nuevo Testamento se refiere muchas veces a los cristianos como
«hermanos y (hermanas) en Cristo (Ro 1:13; 8:12; 1 Ca 1:10; 6:8; Stg 1:2; Mt
12: 50; Ro 16:1; 1a Co 7:15; Flm. 1:2; Stg2:15). Además de esto, en
los muchos versículos en los que se habla de toda la iglesia como (hermanos) no
debieran entenderse como refiriéndose solo a los hombres en la congregación,
sino que son referencias generales a toda la iglesia, y, excepto donde el
contexto indica explícitamente otra cosa, debieran tomarse como queriendo decir
«hermanos y hermanas en el Señor.
La designación «hermanos es tan común en las epístolas que es la forma
predominante en la que los autores del Nuevo Testamento se refieren a los otros
cristianos a los que están escribiendo. Eso indica la fuerte conciencia que
tenían de la naturaleza de la iglesia como la familia de Dios. De hecho, Pablo
le dice a Timoteo que se relacione con la iglesia en Éfeso, y con los
individuos dentro de la iglesia, como si se relacionara con los miembros de una
familia amplia. «No reprendas con dureza al anciano, sino aconséjalo como si
fuera tu padre.
Trata a los jóvenes como a hermanos; a las ancianas, como a madres; a
las jóvenes, como a hermanas, con toda pureza» (1a Ti 5:1-2).
Este concepto de la iglesia como la familia de Dios debiera damos una
nueva perspectiva sobre el trabajo de la iglesia; es un «trabajo de familia», y
los varios miembros de la familia nunca debieran competir unos con otros u
obstaculizarse unos a otros en sus esfuerzos, sino que debieran alentarse unos
a otros y estar agradecidos por cualquier bien o progreso que tenga cualquier
miembro de la familia, porque todos contribuyen al bien de la familia y a la
honra de Dios nuestro Padre.
De hecho, así como los miembros de una familia terrenal tienen a menudo
momentos de gozo y compañerismo cuando trabajan juntos en algún proyecto, del
mismo modo nuestros momentos de trabajar juntos en la edificación de la iglesia
debieran ser oportunidades de gran gozo y compañerismo unos con otros.
Además, así como los miembros de una familia terrenal honran a sus
padres y cumplen el propósito de una familia, sobre todo cuando dan la
bienvenida a nuevos hermanos o hermanas recientemente adoptados en el seno de
esa familia, nosotros también debiéramos dar la bienvenida a los nuevos
miembros de la familia de Cristo con gozo y amor.
Otro aspecto de nuestra membrecía en la familia de Dios es que nosotros,
como hijos de Dios, debemos imitar a nuestro Padre que está en el cielo en toda
nuestra conducta.
Pablo dice: «Por tanto, imiten a Dios, como hijos muy amados» (Ef 5:1).
Pedro se hace eco de este mismo tema cuando dice: «Como hijos
obedientes, no se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en
la ignorancia. Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan, como también
es santo quien los llamó; pues está escrito: "Sean santos, porque yo soy
santo» (1a P 1: 14-16).
Tanto Pedro como Pablo se dan cuenta de que es natural para los hijos el
imitar a sus padres terrenales. Ellos apelan a este sentido natural que tienen
los hijos con el fin de recordamos que debemos imitar a nuestro Padre
celestial, y en verdad esto debiera ser algo que nosotros quisiéramos hacer y
deleitamos en ello. Si Dios nuestro Padre en el cielo es santo, nosotros
debiéramos ser santos como hijos obedientes.
Cuando caminamos por sendas de conducta recta honramos a nuestro Padre
celestial y le glorificamos. Cuando actuamos en formas que son gratas a Dios,
debemos hacer con el fin de que otros «puedan ver las buenas obras de ustedes y
alaben al Padre que está en el cielo» (Mt 5: 16). Pablo anima a los filipenses
a mantener una conducta pura delante de los incrédulos «para que sean
intachables y puros, hijos de Dios sin culpa en medio de una generación torcida
y depravada.
En ella ustedes brillan como estrellas en el firmamento» (Fil 2:15). En
verdad, un modelo coherente de conducta moral es también una evidencia de que
somos de verdad hijos de Dios. Juan dice: «Así distinguimos entre los hijos de
Dios y los hijos del diablo: el que no practica la justicia no es hijo de Dios;
ni tampoco lo es el que no ama a su hermano» (1a Jn 3:10).