PROLOGO
“Amístate ahora con Él, y tendrás paz, y por
ello te vendrá bien” (Job 22: 21). “Así dijo Jehová: no se alabe el sabio en su
sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus
riquezas. Más alábese en esto el que se hubiere de alabar; en entenderme y
conocerme, que Yo soy Jehová” (Jeremías 9: 23-24). El Salvador conocimiento espiritual
de Dios es la mayor de las necesidades de toda criatura humana.
El fundamento de todo conocimiento verdadero
de Dios ha de ser la clara comprensión mental de sus perfecciones, tal como se
revelan en la Sagrada Escritura. No se puede servir ni adorar a un Dios
desconocido, ni depositar nuestra confianza en Él. En este breve estudio me he
esforzado en presentar algunas de sus perfecciones del carácter divino. Para
que el lector se beneficie y enriquezca su conocimiento en cuanto a un Dios
verdadero, que se revela por su personalidad en que se revela. Realmente los
atributos que expondremos que siguen necesitan pedir seria y determinadamente a
Dios que las bendiga y se hagan entendidas para su provechoso conocimiento del
carácter divino y sea aplicada su verdad a la conciencia y al corazón, para que
de este modo, la vida sea transformada.
Necesitamos
algo más que un conocimiento teórico de Dios. El alma solo conoce
verdaderamente a Dios cuando se rinde a Él.; cuando se someta a su autoridad, y
cuando sus preceptos y mandamientos regulan todos los detalles de la vida. “Y
conoceremos, y proseguiremos en conocer a Jehová” (Oseas 6: 3). “El que
quisiere hacer su voluntad, conocerá” (Juan 7: 17). “El pueblo que conoce a su
Dios, se esforzará” (Daniel 11: 32).
LECCIÓN 1
LOS DECRETOS DE DIOS
“Y sabemos que
Dios hace que todas las cosas ayuden para bien a los que le aman, esto es, a
los que son llamados conforme a su propósito” (Rom. 8:28) “conforme al
propósito eterno que realizó en Cristo Jesús, nuestro Señor”. (Efe. 3:11) EL
decreto de Dios es su propósito o su determinación respecto a las cosas
futuras. Aquí hemos usado el singular, como hace la Escritura, porque sólo hubo
un acto de su mente infinita acerca del futuro.
Nosotros
hablamos como si hubiera habido muchos, porque nuestras mentes sólo pueden
pensar en ciclos sucesivos, a medida que surgen los pensamientos y ocasiones; o
en referencia a los distintos objetos de su decreto, los cuales, siendo muchos,
nos parece que requieren un propósito diferente para cada uno. Pero el
conocimiento Divino no procede gradualmente, o por etapas: (Hech. 15:18;).
“Conocidas son a Dios desde el siglo todas sus obras”
Las Escrituras
mencionan los decretos de Dios en muchos pasajes y usando varios términos. La
palabra “decreto” se encuentra en el Sal. 2:7, (Yo publicaré el decreto;). En
Efe. 3:11, leemos acerca de su “determinación eterna”. En Hech. 2:23, de su
“determinado consejo y providencia”. En Efe. 1:9, el misterio de su “voluntad”.
En Rom. 8:29, que él también “predestinó”. En Efe. 1:9, de su “beneplácito”.
Los decretos
de Dios son llamados sus “consejos” para significar que son perfectamente
sabios. Son llamados su “voluntad para mostrar que Dios no está bajo ninguna
sujeción, sino que actúa según su propio deseo, en el proceder Divino, la
sabiduría está siempre asociada con la voluntad, y por lo tanto, se dice que
los decretos de Dios son “el consejo de su voluntad”.
Los decretos
de Dios están relacionados con todas las cosas futuras, sin excepción: todo lo
que es hecho en el tiempo, fue predeterminado antes del principio del tiempo.
El propósito de Dios afectaba a todo, grande o pequeño, bueno o malo, aunque
debemos afirmar que, si bien Dios es el Ordenador y controlador del pecado, no
es su Autor de la misma manera que es el Autor del bien.
El pecado no
podía proceder de un Dios Santo por creación directa o positiva, sino solamente
por su permiso, por decreto y su acción negativa. El decreto de Dios es tan
amplio como su gobierno, y se extiende a todas las criaturas y eventos. Se
relaciona con nuestra vida y nuestra muerte; con nuestro estado en el tiempo y
en la eternidad.
De la misma
manera que juzgamos los planos de un arquitecto inspeccionando el edificio
levantado bajo su dirección, así también, por sus obras, aprendemos cual es
(era) el propósito de Aquel que hace todas las cosas según el consejo de su
voluntad. Dios no decretó simplemente crear al hombre, ponerle sobre la tierra,
y entonces dejarle bajo su propia guía incontrolada; sino que fijó todas las
circunstancias de la muerte de los individuos, y todos los pormenores que la
historia de la raza humana comprende, desde su principio hasta su fin.
No decretó
solamente que debían ser establecidas leyes para el gobierno del mundo, sino
que dispuso la aplicación de las mismas en cada caso particular. Nuestros días
están contados, así cómo también los cabellos de nuestra cabeza. (Mat. 10:30).
Podemos entender el alcance de los Decretos Divinos si pensamos en las
dispensaciones de la Providencia en las cuales aquellos son cumplidos. Los
cuidados de la Providencia alcanzan a la más insignificante de las criaturas y
al más minucioso de los acontecimientos, tales como la muerte de un gorrión o
la caída de un cabello. (Mat. 10:30).
Consideremos
ahora algunas de las características de los Decretos Divinos. Son, en primer
lugar, eternos. Suponer que alguno de ellos fue dictado dentro del tiempo,
equivale a decir que se ha dado un caso imprevisto o alguna combinación de
circunstancias que ha inducido al Altísimo a tomar una nueva resolución.
Esto
significaría que los conocimientos de la Deidad son limitados, y con el tiempo
va aumentando en sabiduría, lo cual sería una blasfemia horrible. Nadie que
crea que el entendimiento Divino es infinito, abarcando el pasado, presente y
futuro, afirmará la doctrina de los decretos temporales. Dios no ignora los
acontecimientos futuros que serán ejecutados por voluntad humana; los ha
predicho en innumerables ocasiones, y la profecía no es otra cosa que la
manifestación de su presencia eterna.
La Escritura afirma
que los creyentes fueron escogidos en Cristo antes de la fundación del mundo
(Efe. 1:4), más aun, que la gracia les fue “dada” ya entonces: (2Tim. 1:9).
“Fue él quien nos salvó y nos llamó con santo llamamiento, no conforme a
nuestras obras, sino conforme a su propio propósito y gracia, la cual nos fue
dada en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo”. En segundo lugar, los
decretos de Dios son sabios.
La sabiduría
se muestra en la selección de los mejores fines posibles, y de los medios más
apropiados para cumplirlos. Por lo que conocemos de los Decretos de Dios, es
evidente que les corresponde tal característica. Se nos descubre en su
cumplimiento; todas las muestras de sabiduría en las obras de Dios que son
prueba de la sabiduría del plan por el que se llevan a cabo. Como declara el
salmista: (Sal. 104:24). “¡Cuán numerosas son tus obras, oh Jehová! A todas las
hiciste con sabiduría; la tierra está llena de tus criaturas”. Sólo podemos
observar una pequeñísima parte de ellas, pero, como en otros casos, conviene
que procedamos a juzgar el todo por la muestra; lo desconocido por lo conocido.
Aquel que, al
examinar parte del funcionamiento de una máquina, percibe el admirable ingenio
de su construcción, creerá, naturalmente, que las demás partes son igualmente
admirables. De la misma manera, cuando las dudas acerca de las obras de Dios
asaltan nuestra mente, deberíamos rechazar las objeciones sugeridas por algo
que no podemos reconciliar con nuestras ideas (Rom. 11:33).
“¡Oh la
profundidad de las riquezas, y de la sabiduría y del conocimiento de Dios!
¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!" En
tercer lugar, son libres. (Isa. 40:13,14). “¿Quién ha escudriñado al Espíritu
de Jehová, y quién ha sido su consejero y le ha enseñado? ¿A quién pidió
consejo para que le hiciera entender, o le guió en el camino correcto, o le
enseñó conocimiento, o le hizo conocer la senda del entendimiento?”
Cuando Dios
dictó sus decretos, estaba solo, y sus determinaciones no se vieron influidas
por causa externa alguna. Era libre para decretar o dejar de hacerlo, para
decretar una cosa y no otra. Es preciso atribuir esta libertad a Aquel que es
supremo, independiente, y soberano en todas sus acciones. En cuarto lugar, los
decretos de Dios son absolutos e incondicionales. Su ejecución no esta
supeditada a condición alguna que se pueda o no cumplir. En todos los casos en
que Dios ha decretado un fin, ha decretado también todos los medios para dicho
fin.
El que decretó
la salvación de sus elegidos, decretó también darles la fe, (2Tes. 2:13). “Pero
nosotros debemos dar gracias a Dios siempre por vosotros, hermanos amados del
Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, por la
santificación del Espíritu y fe en la verdad” (Isa. 46:10); “Yo anuncio lo
porvenir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no ha sido hecho.
Digo: Mi plan se realizará, y haré todo lo que quiero”. Pero esto no podría ser
así si su consejo dependiese de una condición que pudiera dejar de cumplirse.
Dios “hace todas las cosas según el consejo de su voluntad” (Efe. 1:11).
Junto a la
inmutabilidad e inviolabilidad de los decretos de Dios. La Escritura enseña
claramente que el hombre es una criatura responsable de sus acciones, de las
cuales debe rendir cuentas. Y si nuestras ideas reciben su forma de La Palabra
de Dios, la afirmación de una enseñanza de ellas no nos llevará a la negación
de la otra. Reconocemos que existe verdadera dificultad en definir dónde
termina una y donde comienza la otra. Esto ocurre cada vez que lo divino y lo
humano se mezclan. La verdadera oración está redactada por el Espíritu, no
obstante, es también clamor de un corazón humano.
Las Escrituras
son la Palabra inspirada de Dios, pero fueron escritas por hombres que eran algo
más que máquinas en las manos del Espíritu. Cristo es Dios, y también hombre.
Es omnisciente, más crecía en sabiduría, (Luc. 2:52). “Y Jesús crecía en
sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres” Es Todopoderoso
y sin embargo, fue (2Cor. 13:4 “crucificado en debilidad”). Es el Espíritu de
vida, sin embargo murió. Estos son grandes misterios, pero la fe los recibe sin
discusión. En el pasado se ha hecho observar con frecuencia que toda objeción
hecha contra los Decretos Eternos de Dios se aplica con la misma fuerza contra
su eterna presciencia. “Tanto si Dios ha decretado todas las cosas que
acontecen como si no lo ha hecho, todos los que reconocen la existencia de un
Dios, reconocen que sabe todas las cosas de antemano.
Ahora bien, es
evidente que si El conoce todas las cosas de antemano, las aprueba o no, es
decir, o quiere que acontezcan o no. Pero querer que acontezcan es
decretarlas”. Finalmente trátese de hacer una suposición, y luego considérese
lo contrario de la misma. Negar los Decretos de Dios sería aceptar un mundo, y
todo lo que con él se relaciona, regulado por un accidente sin designio o por
destino ciego.
Entonces, ¿qué
paz, que seguridad, qué consuelo habría para nuestros pobres corazones y
mentes? ¿Qué refugio habría al que acogerse en la hora de la necesidad y la
prueba? Ni el más mínimo. No habría cosa mejor que las negras tinieblas y el
repugnante horror del ateísmo. Cuán agradecidos deberíamos estar porque todo
está determinado por la bondad y sabiduría infinitas!
¡Cuánta
alabanza y gratitud debemos a Dios por sus decretos! Es por ellos que “Sabemos
que Dios hace que todas las cosas ayuden para bien a los que le aman, esto es,
a los que son llamados conforme a su propósito” (Rom. 8:28). Bien podemos
exclamar como Pablo: “Porque de él y por medio de él y para él son todas las
cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amen”. (Rom. 11:36).
LECCIÓN 2
LA SOLEDAD DE DIOS.
El título de este articulo quizá no sea
suficiente explicito para indicar su tema. Ello es debido en parte, al hecho de
que muy pocas personas cristianas, hoy en día, están acostumbradas a meditar
sobre las perfecciones personales de Dios. Relativamente pocos de aquellos que
leen la Biblia ocasionalmente, saben de la grandeza del carácter divino, que
inspira temor e incita a la adoración. Que Dios es grande en sabiduría,
maravilloso en poder, y sin embargo, lleno de misericordia, es tenido por
muchos como algo casi del dominio publico; pero tomar en consideración algo
parecido a un conocimiento adecuado de su Ser, su Naturaleza, sus Atributos,
tal como se revelan en la Santa Escritura, es cosa que poquísimas personas cristianas
han alcanzado en estos decaídos y degenerados tiempos. Dios es único en su
excelencia. “¿quien como tú, Jehová, entre los Dioses? ¿Quién como tú,
Magnifico en Santidad, terrible en sus loores, hacedor de maravillas”? (Éxodo
15: 11)
“En el principio, Dios” (Génesis 1: 1). Hubo
un tiempo, Sí “tiempo” puede llamársele, cuando Dios, en la unidad de su
naturaleza (aunque existiendo igualmente en tres seres divinos) “personas”
habitaba solo. “En el principio, Dios” No había cielo, donde su gloria es manifestada
particularmente ahora. No había tierra que ocupara su atención. No había
ángeles que cantaran sus alabanzas, ni universo que se sostuviese por la
palabra de su poder. No había nada ni nadie sino Dios; y esto, no durante un
día, un año, o una época, sino “desde el siglo” Durante una eternidad pasada,
Dios estuvo solo: Completo, Suficiente, Satisfecho en sí mismo, no necesitando
nada. Si un universo, o Ángeles, o seres humanos le hubiesen sido necesarios en
alguna manera, hubiese sido llamados a la existencia desde toda la eternidad.
Nada añadieron esencialmente a Dios al ser creados. Él no cambia (Malaquías 3.
6), por lo que su gloria substancial no puede ser aumentada ni disminuida.
Dios no estaba bajo coacción, obligado, ni
necesidad alguna de crear. El hecho de que quisiera hacerlo fue puramente un
acto soberano de su parte, no producido por nada fuera de de sí mismo; no
determinado por nada sino por su propia buena voluntad, ya que Él “hace todas
las cosa según el consejo de su voluntad” (Efesio 1: 11). Que Él creara fue
simplemente par su gloria manifestativa. ¿Cree alguno de nuestros estudiantes
que hemos ido más allá de lo que la Escritura nos autoriza? Entonces, nuestra
apelación será a la Ley y al testimonio: “Levantaos, bendecid a Jehová vuestro
Dios desde el Siglo hasta el Siglo; y bendigan el nombre Tuyo, glorioso y alto
sobre toda bendición y alabanza” (Nehemías 9: 5). Dios no sale ganado nada ni
siquiera con nuestra adoración. Él no necesitaba esa gloria externa de su
gracia que procede de sus redimidos, porque es suficientemente glorioso en Sí
mismo sin ella. ¿Qué fue lo que le movió a predestinar a sus elegido para la
alabanza de su gloria de su gracia? Fue como nos dice Efesios 1: 5, “El puro
afecto de su voluntad”.
Sabemos que el elevado terreno que estamos
pisando es nuevo y extraño para casi todos nuestros estudiantes y lectores; por
esta razón, haremos bien en movernos despacio. Recurramos de nuevo a las
Escrituras. Al final de Romanos 11: 34-35, donde el Apóstol concluye su larga argumentación
sobre la salvación por la pura y soberana gracia, pregunta: “Porque ¿Quién
entendió la mente del Señor? ¿O quien fue su consejero? ¿O quien le dio a Él
primero, para que le sea pagado. La importancia de esto es que es imposible
someter al Todopoderoso a obligación alguna hacia la criatura; Dios no sale
ganado nada con nosotros. “Sí fueres justo, ¿Qué le darás a Él? ¿O que recibirá
de tu mano? Al hombre como tú dañará tu impiedad, y al hijo del hombre
aprovechará tu justicia” (Job 35: 7-8), pero no puede en verdad, afectar a Dios, quien es Bendito en Sí Mismo. “Cuando
hubieres hecho todo lo que os he mandado, decid: siervos inútiles somos” (Lucas
17: 10), nuestra obediencia no ha aprovechado en absoluto a Dios.
Es más, nuestro Señor Jesucristo no añadió
nada al ser y gloria esenciales de Dios, ni por lo que hizo, ni por lo que
sufrió, porque el en sí mismo tiene toda su plenitud de Dios, tanto como en
existencia eterna y gloriosa. (Juan 1: 1-3). Es verdad, bendita y gloriosa
verdad que nos manifestó la gloria del Dios Padre, pero no añadió nada a Dios.
Él mismo lo declara explícitamente y sin apelación y sin apelación posible al
decir: “Mi bien a ti no aprovecha” Salmos 16: 2). Todo este salmo es de Cristo.
L bondad o justicia de Cristo aprovechó a sus santos en la tierra, (Salmos 16:
3), pero Dios estaba por encima y más allá de todo ello, pues es “El Bendito”
(Marcos 14: 61).
Es absolutamente cierto que Dios es honrado y
deshonrado por los hombres; no en su Ser substancial, sino en su carácter
oficial. Es igualmente cierto que Dios ha sido “glorificado” por la creación,
la providencia y la redención. Esto no lo negamos, ni nos atrevemos a hacerlo.
Pero todo ello tiene que ver con su Gloria manifestativa, y nuestro
reconocimiento de ella. Con todo si Dios así lo hubiera deseado, habría podido
continuar solo por toda la eternidad, sin dar a conocer su gloria a criatura
alguna. El que lo hiciera así o no, fue determinado solamente por su propia
voluntad. Él era perfectamente Bendito en si mismo antes de que la primera
criatura fuera creada, o llamada a la vida. Y, ¿Qué son para Dios todas las
obras de sus manos, incluso ahora? Dejemos otra vez que la Escritura conteste.
“He aquí que las naciones son reputadas como
la gota de un acetre, y como el orín del peso; he aquí que Él hace desaparecer
las islas como polvo. Ni el Líbano bastará para el fuego, ni todos sus animales
para el sacrificio. Como nada son todas las gentes delante de Él; y en su
comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es. “¿A qué pues
haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?” (Isaías 40: 15-18). Este
es el Dios de la Escritura; sí, todavía es “El Dios desconocido” (Hechos 17:
23) para las multitudes descuidadas. “Él está sentado sobre todo el globo de la
tierra, cuyos moradores son como langostas; Él extiende los cielos como una
cortina, los tiende como una tienda para morar; Él torna en nada los poderosos,
y a los que gobiernan la tierra hace como cosa vana”. (Isaías 40: 22-23). ¡Cuan
infinitamente distinto es el Dios de la Escritura del “dios” de los pulpitos
corrientes de lo contemporáneo.
El testimonio del Nuevo Testamento no difiere
nada del que hallamos en el Antiguo: no podría ser de otro modo, teniendo ambos
el mismo Autor. También haí leemos: “La cual a su tiempo mostrará el
Bienaventurado y solo Poderoso, Rey de reyes, y Señor de señores; quien sólo
tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los
hombres ha visto ni puede ver; al cual sea la honra y el imperio sempiterno.
Amén. (1ª Timoteo 6: 15-16). El tal debe ser reverenciado, glorificado y
adorado. Él está solo en su majestad, es único en su excelencia, incomparable
en sus perfecciones. Él lo sostiene todo, pero, en sí mismo, es independiente
de todo. Él da a todos pero no es enriquecido por nadie.
Un Dios tal no puede ser conocido mediante la
investigación; Él sólo puede ser conocido tal como el Espíritu Santo lo revela
al corazón, por medio de la palabra. Es verdad que la creación revela un
creador, y que los hombres son totalmente “inexcusables”, sin embargo, todavía
tenemos que decir con Job: “He aquí, estas son partes de sus caminos; ¡más cuan
poco hemos oído de Él¡ Porque el estruendo de sus fortalezas, ¿Quién lo
detendrá”? (Job 26: 14). Creemos que le llamado argumento según su designio,
usado por algunos “Apologistas” sinceros, ha producido mucho más daño que
beneficio, ya que han intentado bajar al Gran Dios al nivel de la comprensión
finita, y de este modo se ha perdido de vista su excelencia única.
Se ha trazado una analogía con el salvaje que
encuentra un reloj en la selva, quien después de un examen detenido, deduce que
existe un relojero. Hasta aquí esta muy bien. Pero intentemos ir más lejos:
supongamos que el salvaje trata de formarse una concepción de este relojero,
sus afectos personales y maneras su disposición, conocimiento y carácter moral;
todo lo que en conjunto forma una personalidad. ¿Podría nunca pensar o imaginar
un hombre real; al hombre que fabrico el reloj, y decir: “Yo le conozco?” Tal
pregunta parece Fútil pero, ¿Está el Dios eterno e infinito mucho más al
alcance de la razón humana? Ciertamente, no. El Dios de la Escritura puede ser
conocido solamente por aquellos a los cuales Él mismo se da a conocer.
Tampoco el intelecto puede conocer a Dios. “Dios
es espíritu” (Juan 4: 24), y, por lo tanto, sólo puede ser conocido
espiritualmente. El hombre caído no es espiritual, sino carnal. Está muerto a
todo lo que es espiritual. A menos que nazca de nuevo, que sea llevado
sobrenaturalmente de la muerte a la vida, milagrosamente trasladado de las
tinieblas a la luz, no puede ver las cosas de Dios (Juan 3: 3), y mucho menos
entenderlas (1ª Cor. 2: 14). El Espíritu Santo ha de resplandecer en nuestros
corazones (no en el intelecto) para darnos “el conocimiento de la gloria de
Dios en la faz de Jesucristo” (2ª Cor. 4: 6). E incluso el conocimiento
espiritual es solamente fragmentario. El alma regenerada ha de creer en la
gracia y conocimiento de nuestro Señor Jesucristo (2ª Ped. 3: 18).
La oración y propósito principal de los
Cristianos ha de ser el 2andar como es digno del Señor, agradándole en todo,
fructificando en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios” (Col.
1: 10).
LECCIÓN: 3
LA OMNISCIENCIA DE DIOS
“No existe
cosa creada que no sea manifiesta en su presencia. Más bien, todas están
desnudas y expuestas ante los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta”.
(Heb. 4:13). Dios es omnisciente, lo conoce todo: todo lo posible, todo lo
real, todos los acontecimientos y todas las criaturas del pasado, presente y
futuro. Conoce perfectamente todo detalle en la vida de todos los seres que
están en el cielo, en la tierra y en el infierno (Dan. 2:22). “Conoce lo que
hay en las tinieblas”.
Nada escapa a
su atención, nada puede serle escondido, no hay nada que pueda olvidar. Bien
podemos decir con el salmista: (Sal. 139:6). “Tal conocimiento me es
maravilloso; tan alto que no lo puedo alcanzar” Su conocimiento es perfecto;
nunca se equivoca, ni cambia, ni pasa por alto alguna cosa. ¡Sí, tal es Dios al
que tenemos que dar cuenta! Sal. 139:2-4; “Tú conoces cuando me siento y cuando
me levanto; desde lejos entiendes mi pensamiento.
Mi caminar y
mi acostarme has considerado; todos mis caminos te son conocidos. Pues aún no
está la palabra en mi lengua, y tú, oh Jehová, ya la sabes toda”. ¡Qué
maravilloso ser es el Dios de la Escritura! Cada uno de sus gloriosos atributos
debería de honrarle en nuestra estimación.
La comprensión
de su omnisciencia debería de inclinarnos ante El en adoración. Con todo ¡Cuán
poco meditamos en su perfección divina! ¿Es ello debido a que, aun el pensar en
ella, nos llena de inquietud? ¡Cuán solemne es este hecho; nada puede ser
escondido a Dios, (Eze. 11:5). “Diles yo he sabido los pensamientos que suben
de vuestros espíritus” Aunque sea invisible para nosotros, nosotros no lo somos
para él.
Ni la
oscuridad de la noche, ni la más espesa cortina, ni la más profunda prisión
pueden esconder al pecador de los ojos de la Omnisciencia. Los árboles del
huerto fueron incapaces de esconder a nuestros primeros padres.
Ningún ojo
humano vio a Caín cuando asesinó a su hermano, pero su Creador fue testigo del
crimen. Sara podía reír por su incredulidad oculta en su tienda, mas Jehová la
oyó. Acán robó un lingote de oro que escondió cuidadosamente bajo la tierra
pero Dios lo sacó a la luz (Jos. 7).
David se tomó
mucho trabajo en esconder su iniquidad, pero el Dios que todo lo ve no tardó en
mandar uno de sus siervos a decirle: (2ª Sam. 12). “Tú eres aquel hombre”. Y a
las tribus que quedaban al oriente del Jordán se les dice: (Núm. 32:23). “Pero
si no lo hacéis así, he aquí que habréis pecado contra Jehová, y sabed que
vuestro pecado os alcanzará”.
Si pudieran
los hombres despojarían a la Deidad de su omnisciencia; ¡Qué prueba esta de que
“la intención de la carne es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la
ley de Dios, ni tampoco puede” (Rom. 8:7).
Los hombres
impíos odian esta perfección divina que, al mismo tiempo, se ven obligados a
admitir. Desearían que no existiera el Testigo de sus pecados, el Escudriñador
de sus corazones, el Juez de sus acciones. Intentan quitar de sus pensamientos
a un Dios tal: (Os. 7:2).“Y no dicen en su corazón que tengo en la memoria toda
su maldad” ¡Cuán solemne es el octavo versículo del Salmo 90!
Todo aquel que
rechaza a Cristo tiene buenas razones para temblar ante él: “Pusiste nuestras
maldades delante de ti, nuestros yerros a la luz de tu rostro. Pero la
omnisciencia de Dios es una verdad llena de consolación para el creyente. En la
perplejidad, dice a Job: “Más él conoció mi camino” (Job 23:10). Esto puede ser
profundamente misterioso para mí, completamente incomprensible para mis amigos
pero, ¡él conoce nuestra condición; “se acuerda que somos polvo” (Sal. 103:14).
Cuando nos
asalten la duda y la desconfianza acudamos a este mismo atributo, diciendo:
“Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos.
Ve si hay en mí camino de perversidad y guíame por el camino eterno” Sal.
139:23,24.
En el tiempo
de triste fracaso, cuando nuestros actos han desmentido a nuestro corazón,
nuestras obras repudiado a nuestra devoción, y hemos oído la pregunta
escrutadora que escuchó Pedro: “¿Me amas?", hemos dicho como Pedro: “Señor,
tú sabes todas las cosas; tú sabes que te amo” (Juan 21:17). Ahí hallamos
estímulo para orar.
No hay razón
para temer que las peticiones de los justos no sean oídas, ni que sus lágrimas
y suspiros escapen a la atención de Dios, ya que él conoce los pensamientos e
intenciones del corazón. No hay peligro de que un santo sea pasado por alto en
la multitud de aquellos que cada día y cada hora presentan sus peticiones,
porque la Mente infinita es capaz de prestar la misma atención a millones, que
a uno solo de los que buscan su atención.
Asimismo la
falta de un lenguaje apropiado y la incapacidad de dar expresión al más
profundo de los anhelos del alma no comprometerá nuestras oraciones, porque “Y
sucederá que antes que llamen, yo responderé; y mientras estén hablando, yo les
escucharé”. (Isa. 65:24). “Grande es el Señor nuestro, y de mucho poder; su
entendimiento es infinito”. (Sal. 147:5). Dios, no solamente conoce todo lo que
sucedió en el pasado en cualquier parte de sus vastos dominios, y todo lo que ahora
acontece en el universo entero, sino que, además, El sabe todos los hechos,
desde el más insignificante hasta el más grande, que tendrán lugar en el
porvenir.
El
conocimiento del futuro por parte de Dios es tan completo como completo es su
conocimiento del pasado y el presente; y esto es así porque el futuro depende
enteramente de él. Si algo pudiera en alguna manera ocurrir sin la directa
agencia o el permiso de Dios, ello sería independiente de él, y Dios dejaría,
por tanto, de ser Supremo.
El conocimiento
Divino del futuro no es una simple idealización, sino algo inseparablemente
relacionado con su propósito y acompañado del mismo. Dios mismo ha designado
todo lo que ha de ser, y lo que él ha designado debe necesariamente efectuarse.
Como su Palabra infalible afirma: “él hace según su voluntad con el ejército
del cielo y con los habitantes de la tierra. No hay quien detenga su mano ni
quien le diga: ¿Qué haces?” (Dan. 4:35), Y (Prov. 19:21).
“Muchos
pensamientos hay en el corazón del hombre; mas el consejo de Jehová
permanecerá”. El cumplimiento de todo lo que Dios ha propuesto está
absolutamente garantizado, ya que su sabiduría y poder es infinito. Que los
consejos Divinos dejen de ejecutarse es una imposibilidad tan grande como lo es
que el Dios tres veces Santo mienta. En lo relativo al futuro, nada hay
incierto en cuanto a la realización de los consejos de Dios.
Ninguno de sus
decretos, tanto los referentes a criaturas como a causas secundarias, es dejado
a la casualidad. No hay ningún suceso futuro que sea solo una simple
posibilidad, es decir, algo que pueda acontecer o no: “Conocidas son a Dios
desde el siglo todas sus obras” (Hech. 15:18). Todo lo que Dios ha decretado es
inexorablemente cierto, “porque en él no hay mudanza ni sombra de variación”
(Stg. 1:17).
Por tanto, en
el principio de aquel libro que nos descubre tanto del futuro, se nos habla de
“cosas que deben suceder pronto” (Apoc. 1:1). El perfecto conocimiento por Dios
de todas las cosas es ejemplificado e ilustrado en todas las profecías
registradas en su Palabra. En el A.T., se encuentran docenas de predicciones
relativas a la historia de Israel que fueron cumplidas hasta en los más
pequeños detalles siglos después de que fueran hechas.
Ahí, también,
se hayan docenas prediciendo la vida de Cristo en la tierra, y estas también
fueron cumplidas literal y perfectamente. Tales profecías sólo podían ser dadas
por Uno que conocía el final desde el principio, y cuyo conocimiento descansaba
sobre la certeza absoluta de la realización de todo lo preanunciado.
De la misma
manera, tanto el Antiguo como el N.T., contienen muchos anuncios todavía
futuros, los cuales deben cumplirse porque fueron dados por Aquel que los
decretó. Pero debe señalarse que ni la omnisciencia de Dios ni su conocimiento
del futuro, considerados en si mismos, son la causa. Jamás, sucedió o sucederá,
algo simplemente porque Dios lo sabía. La causa de todas las cosas es la
voluntad de Dios.
El hombre que
realmente cree las Escrituras sabe de antemano que las estaciones continuarán
sucediéndose con segura regularidad hasta el final de la tierra: (Gén. 8:22),
“Mientras exista la tierra, no cesarán la siembra y la siega, el frío y el
calor, el verano y el invierno, el día y la noche.” pero su conocimiento no es
la causa de esta sucesión. Así, el conocimiento de Dios no proviene del hecho
de que las cosas son o serán, sino de que él las ha ordenado de ese modo.
Dios conocía y
predijo la crucifixión de su Hijo mucho siglos antes de que se encarnara, y
esto era así porque, en el propósito Divino, El era el Cordero inmolado desde
la fundación del mundo, de ahí que leamos que fue “entregado por determinado
consejo y providencia de Dios” (Hech. 2:23). El conocimiento infinito de Dios
debería llenarnos de asombro. ¡Cuán ilimitadamente superior al más sabio de los
hombres es el eterno! Ninguno de nosotros conoce lo que el día de mañana nos
traerá; pero el futuro entero está abierto a su mirada omnisciente.
El
conocimiento infinito de Dios debería llenarnos de santo temor. Nada de lo que
hacemos, decimos, o incluso pensamos, escapa a la percepción de Aquel a quien
tenemos que dar cuenta: “Los ojos de Jehová están en todo lugar mirando a los
malos y a los buenos” (Prov. 15:3) ¡Que freno significaría esto para nosotros
si meditáramos más a menudo sobre ello! En lugar de actuar indiferentemente,
diríamos, con Agar: “Tú eres un Dios que me ve” (Gén. 16:13).
La comprensión
del infinito conocimiento de Dios debe llenar al cristiano de adoración y
decir: Mi vida entera ha permanecido abierta a su mirada desde el principio. El
previo todas mis caídas, mis pecados, mis reincidencias; sin embargo, así y
todo, fijó su corazón en mi. La comprensión de este hecho, ¡cómo debe postrarme
en admiración y adoración delante de él!
LECCIÓN:
4
LA PRESCIENCIA DE DIOS
“Pedro,
apóstol de Jesucristo; a los expatriados de la dispersión en Ponto, Galacia,
Capadocia, Asia y Bitinia, elegidos conforme al previo conocimiento de Dios
Padre por la santificación del Espíritu, para obedecer a Jesucristo y ser
rociados con su sangre: Gracia y paz os sean multiplicadas”. (1Ped. 1,2).
Muchas
controversias ha engendrado este tema en el pasado. Pero, ¿qué verdad hay en la
Santa Escritura que no haya sido tomada como ocasión de batallas teológicas y
eclesiásticas? La Deidad de Cristo, su nacimiento virginal, su muerte
expiatoria, su segunda venida; la justificación del creyente por la fe, su
santificación, su seguridad; la iglesia, su organización, oficiales y disciplina;
el bautismo, la cena del Señor, y muchísimas otras verdades preciosas que
podríamos mencionar. Con todo, las controversias sostenidas en torno a estas no
cerraron la boca de los siervos fieles a Dios.
Hay dos cosas,
acerca de la presciencia de Dios, que muchos ignoran: el significado del
término, y su alcance bíblico. Debido a que esta ignorancia está tan extendida,
le resultará fácil a un predicador o maestro el defraudar con perversiones de
este tema aun al pueblo de Dios. Sólo hay una salvaguardia contra el error;
estar confirmados en la fe; y para ello ha de haber estudio diligente y
oración, y una recepción humilde de la asimilación de la Palabra de Dios, ya
que algunos falsos maestros de la Biblia pervierten su presciencia con el fin
de desechar su absoluta elección para vida eterna Sólo entonces seremos
fortalecidos contra los ataques de aquellos que nos asaltan.
Cuando se
expone el tema bendito y solemne de la predestinación, y el de la eterna
elección por parte de Dios de ciertas personas para ser hechas conformes a la
imagen de su Hijo, el enemigo envía algún hombre a contradecir que la elección
se basa en la presciencia de Dios y esta “presciencia” se interpreta significando
que previo que algunos serían más dóciles que otros, que responderían más
prontamente a los esfuerzos del Espíritu, y que, debido a que Dios sabía que
creerían, El, en consecuencia, los predestinó para salvación. Pero tal
declaración es radicalmente errónea. Repudia la verdad de la depravación total,
ya que argumenta que hay algo bueno en algunos hombres.
Quita a Dios
su independencia, ya que hace que sus decretos descansen en lo que El descubre
en la criatura. Trastorna las cosas completamente, ya que decir que Dios previo
que ciertos pecadores creerían en Cristo, y que, en consecuencia, El los
predestinó para salvación, es lo contrario a la verdad. La Escritura afirma que
Dios, en su absoluta soberanía, separó a algunos para que fueran recipientes de
sus favores distintivos “Al oír esto, los gentiles se regocijaban y glorificaban
la palabra del Señor, y creyeron cuantos estaban designados para la vida
eterna”. (Hech. 13:48), y, por tanto, determinó otorgarles el don de la fe.
La falsa
teología hace del conocimiento previo que Dios tiene de nuestra fe la causa de
su elección para salvación; mientras que la elección de Dios es la causa, y
nuestra fe en Cristo es el efecto. Antes de seguir debatiendo este tema,
hagamos una pausa y definamos los términos. ¿Qué quiere decir la palabra
“presciencia”? “Conocer de antemano”, es la pronta respuesta de muchos. Pero no
debemos juzgar precipitadamente, ni tampoco aceptar como definitiva la
definición del diccionario, ya que esto no es un asunto de etimología del
término empleado.
El uso que el
Espíritu Santo hace de una expresión define siempre su significado y alcance.
Lo que causa tanta confusión y error es el dejar de aplicar esta regla tan
sencilla. Hay muchas personas que piensan conocer el significado de una palabra
determinada usada en la escritura, pero que son reacias a poner a prueba sus
suposiciones por medio de una concordancia. Ampliemos este punto.
Tomemos la
palabra “carne”. Su significado parece ser tan obvio que muchos considerarán
que el examinar sus varias conexiones en la Escritura es una pérdida de tiempo.
Se supone precipitadamente que la palabra es un sinónimo del cuerpo físico, y
no se procura indagar más. Pero, en realidad, la “carne” en la Escritura
frecuentemente incluye mucho más de lo que es corporal. Sólo por medio de la
comparación atenta de cada caso, y el estudio de cada contexto por separado,
puede descubrirse todo lo que el término abarca.
Tomemos la
palabra “mundo”. El lector de la Biblia imagina frecuentemente que esta palabra
equivale a la raza humana, y, en consecuencias interpreta equivocadamente los
pasajes en los que la misma aparece. Tomen la palabra “inmortalidad”. ¡Sin duda
alguna, ésta no requiere estudio! Es obvio que hace referencia a la
indestructibilidad del alma. Cuando se trata de la Palabra de Dios, el dar por
sentado algo sin comprobarlo es locura y error.
Si ustedes se
toman la molestia de examinar cuidadosamente cada pasaje en el que se
encuentran las palabras “mortal” e “inmortal”, se dará cuenta que estas nunca
se aplica al alma, sino al cuerpo. Todo lo dicho acerca de “carne”, “mundo”, o
“inmortalidad”, es aplicable con igual fuerza a los términos “conocer” y
“preconocer” (conocer desde antes). Lejos de bastar con la simple suposición de
que estas palabras no significan otra cosa que simple conocimiento, veremos que
los diferentes pasajes en los que se encuentran requieren ser considerados
cuidadosamente.
La palabra
“pre conocimiento” (traducida en la versión española por “conocer de
antes") no se encuentra en el A.T., pero si que se da frecuentemente el
término “conocer”. Cuando éste es usado en relación con Dios significa a menudo
mirar con favor, comunicando, no un simple conocimiento, sino un afecto por el
objeto mirado. “Te he conocido por tu nombre” (Exo. 33:17). “Rebeldes habéis
sido a Jehová desde el día que yo os conozco” (Deut. 9:24). “A vosotros
solamente he conocido de todas las familias de la tierra” (Amós 3:2). En estos
pasajes “conocer” significa amar o bien designar.
Asimismo en el
N.T., se usa frecuentemente la palabra “conocer” en el mismo sentido que en el
Antiguo. “Entonces yo les declararé: Nunca os he conocido. ¡Apartaos de mí,
obradores de maldad!” (Mat. 7:23). “Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas,
y las mías me conocen”. (Juan 10:14). “Pero si alguien ama a Dios, tal persona es
conocida por él”. (1Cor. 8:3). “Conoce el Señor a los que son suyos” (2Tim.
2:19).
El término
“Preconocer”, o “presciencia”, tal como se usa en el Nuevo testamento, es menos
ambiguo que en su simple forma “conocer”. Si todos los pasajes en los que aparece
son estudiados cuidadosamente, se descubrirá que es muy discutible que el
término haga referencia a una simple percepción de eventos que han de tener
lugar. En realidad, este término nunca es usado en la Escritura en relación con
sucesos o acciones, sino que, por el contrario, siempre se refiere a personas.
Dios “conoció por anticipado” a las personas, no a sus acciones.
Para
demostrarlo, citaremos los pasajes en los que se encuentra esta expresión. El
primero es hechos 2:23, donde leemos de Jesús: “Entregado por el determinado
consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de
inicuos, crucificándole”. Si nos fijamos con atención en las palabras de este
versículo, veremos que el apóstol no estaba hablando del conocimiento
anticipado de Dios del acto de la crucifixión, sino de la Persona crucificada:
“este, entregado por…”, etc.
El segundo es
en Rom. 8:29,30. “Porque a los que antes conoció, también predestinó para que
fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito
entre muchos hermanos; y a los que predestinó, a estos también llamó.” Fíjense
bien en el pronombre que se usa aquí. No es lo que, sino los que antes conoció.
Lo que se nos muestra no es la sumisión de la voluntad, ni la fe del corazón,
sino las personas mismas. “No ha desechado Dios a su pueblo, el cual antes
conoció” (Rom. 11:22). Una vez más, la referencia es claramente a personas
solamente.
La última cita
es 1Ped. 1:2: “Elegidos según la presciencia de Dios Padre” ¿Quienes son ellos?
El versículo anterior nos lo dice: la referencia es a los “extranjeros
esparcidos”, es decir, la Diáspora, los judíos creyentes de la dispersión.
Aquí, también, la referencia es a personas, no a sus hechos previstos. En vista
de estos pasajes ¿qué base bíblica hay para decir que Dios “Previo” los hechos
de algunos, a saber, su “arrepentimiento y fe”, y que, a causa de los mismos,
los eligió para salvación? Absolutamente ninguna.
La Escritura
jamás habla del arrepentimiento y la fe como algo previsto o preconocido por
Dios. Es verdad que Dios conocía desde toda la eternidad que algunos se
arrepentirían y creerían, pero la Escritura no se refiere a esto como objeto de
la “presciencia” de Dios. El término se refiere invariablemente a Dios
preconociendo a personas; así pues, “retengamos la forma de las sanas palabras”
(2Tim. 1:13).
Otra cosa
sobre la que deseamos llamar particularmente la atención es que los dos
primeros pasajes citados, muestran de manera clara, y enseñan implícitamente,
que la presciencia de Dios no es cautiva, sino que, detrás de ella
precediéndola, hay algo más: su propio decreto soberano. Cristo fue “entregado
por el:
(1) Determinado consejo y
(2) Anticipado conocimiento de Dios” (Hech. 2:23).
Su “consejo” o
decreto fue la base de su anticipado conocimiento. Asimismo en Romanos 8:29.
Este versículo empieza con la palabra “porque”, lo cual nos habla de lo que
precede inmediatamente. ¿Qué es, entonces, lo que dice el versículo anterior?
“Todas las cosas les ayudan a bien... a los que conforme al propósito son
llamados” Así pues, “el anticipado conocimiento” de Dios se basa en su
“propósito” o decreto (véase Salmo 2:7)
Dios conoce
por anticipado lo que será, porque él ha decretado que sea. Afirmar, por lo
tanto que Dios elige porque preconoce es invertir el orden de la Escritura, es
como poner el carro delante del caballo. La verdad es que preconoce porque ha
elegido. Esto elimina la base o causa de la elección como algo de la criatura,
y la coloca en la soberana voluntad de Dios.
Dios se
propuso elegir a ciertas personas, no porque hubiera algo bueno en ellas, ni
porque previera algo bueno en las mismas, sino solamente, a causa de su pura
buena voluntad. El por qué escogió a éstos no lo sabemos; lo único que podemos
decir es: “Así, Padre, porque así te agradó”. La verdad clara de Romanos 8:29,
es que Dios, antes de la fundación del mundo, separó a ciertos pecadores y los
escogió para salvación (2Tes. 2:13).
Esto se ve
claro en las últimas palabras del versículo: los “predestinó para que fuesen
hechos conformes a la imagen de su Hijo”, etc. Dios no predestinó a aquellos
que él preveía que “eran hechos conformes.”, sino que, por el contrario,
predestinó a aquellos a los que “antes conoció” (es decir, amó y eligió) “para
que fuesen hechos conformes”. Su conformidad a Cristo no es la causa, sino el
efecto de la presciencia y predestinación de Dios.
Dios no eligió
a ningún pecador porque viera que creería, por la razón sencilla pero
suficiente, de que ningún pecador cree jamás hasta que Dios le da fe; de la
misma manera que ningún hombre puede ver antes de que Dios le de la vista. Ya
que la vista es el don de Dios, y ver es la consecuencia del uso de su don.
Asimismo, la
fe es el don de Dios “Porque por gracia sois salvos, por medio de la fe y esto
no de vosotros, pues es don de Dios, no por obras para que nadie se gloríe”
(Efe. 2:8), y creer es la consecuencia del uso de este don. Si fuera cierto que
Dios eligió a algunos para ser salvos porque a su debido tiempo éstos creerían,
eso convertiría el creer en un acto meritorio, y, en este caso, el pecador
tendría razón de jactarse, lo cual la Escritura niega enfáticamente, (Efe.
2:9).
En verdad la
Palabra de Dios es suficientemente clara al enseñar que creer no es un acto
meritorio. Afirma que los cristianos son aquellos que “por la gracia han
creído” (Hech. 18:27). Por lo tanto, si han creído “por gracia”, no hay
absolutamente nada meritorio, el mérito no puede ser la base o causa que movió
a Dios a escogerlos.
No, la
elección de Dios no procede de nada que haya en nosotros, o de nada que proceda
de nosotros, sino únicamente de su propia y soberana buena voluntad. Una vez
más, en Romanos 11:5, leemos de “un remanente escogido por gracia”. Ahí está
suficientemente claro; la misma elección es por gracia, y gracia es favor
inmerecido, algo a lo que no tenemos derecho alguno. Precisamente, se ve la
importancia para nosotros, de tener ideas claras y bíblicas sobre la
presciencia de Dios. Quien no solamente conoció el final desde el principio,
sino que planeó, fijó y predestinó todo desde el principio.
Ya que, si
ustedes son cristianos verdaderos, lo son porque Dios los escogió en Cristo
antes de la fundación del mundo, (Efe. 1:4), y lo hizo, no porque previo que
creería, sino porque, simplemente, así le agradó hacerlo; te escogió a pesar de
tu incredulidad natural. Siendo así, toda la gloria y la alabanza le pertenece
solo a El. No tienes base alguna para atribuirte ningún mérito. Has creído “por
la gracia”, y eso porque tu misma elección fue “de gracia” (Rom. 11:5).
LECCIÓN:
5
LA SUPREMACÍA DE DIOS
“Pensabas que
de cierto sería yo como tú” (Sal. 50:21) En una de sus cartas a Erasmo, Lutero
decía: “Vuestro concepto de Dios es demasiado humano”. El renombrado erudito
probablemente se ofendió por tal reproche que procedía del hijo de un minero;
sin embargo, lo tenía perfectamente merecido.
Nosotros,
también, aunque no tengamos lugar entre los líderes religiosos de esta era
degenerada, presentamos la misma denuncia contra la mayoría de los predicadores
de nuestros días y contra quienes, en lugar de escudriñar las Escrituras por sí
mismos, aceptan perezosamente las enseñanzas de sus denominaciones. En la
actualidad, y casi en todas partes, se sostienen los más deshonrosos y
degradantes conceptos acerca de la autoridad y el Reino del Todopoderoso. Para
incontables millares, incluso entre los que profesan ser cristianos, el Dios de
las Escrituras es completamente desconocido.
En la
antigüedad, Dios se quejó a un Israel apóstata: “Pensabas que de cierto sería
yo como tú” (Sal. 50:21). Tal ha de ser ahora su acusación contra una
cristiandad apóstata. Los hombres imaginan que al Altísimo le mueven, no los
principios, sino los sentimientos. Suponen que su Omnipotencia es una invención
vacía y que Satanás puede desbaratar Sus designios a su antojo. Creen que si en
realidad El se ha forjado un plan o propósito, ha de ser como los suyos,
constantemente sujetos a cambios. Declaran abiertamente que sea el que fuere el
poder que posee, ha de ser restringido, no sea que invada el territorio del
“libre albedrío” del hombre y lo reduzca a una “maquina”.
Rebajan la
eficaz expiación, la cual redimió a todos aquellos por los cuales fue hecha,
hasta hacer de ella una simple “medicina” que las almas enfermas por el pecado
pueden usar si se sienten dispuestas a ello; y desvirtúan la obra invencible del
Espíritu Santo, convirtiéndola en una “oferta” del Evangelio que los pecadores
pueden aceptar o rechazar a su agrado.
El “dios” del
presente siglo veinte no se parece más al Soberano Supremo de la Sagrada
Escritura de lo que la confusa y vacilante llama de una vela se parece a la
gloria del sol de mediodía. El “dios” del cual suele hablarse desde el púlpito,
el que se menciona en gran parte de la literatura religiosa actual, el que se
predica en la mayoría de las llamadas conferencias Bíblicas, es una invención
de la imaginación humana, una ficción del sentimentalismo sensiblero. Los
idólatras que se encuentran fuera de la cristiandad se hacen “dioses” de madera
o de piedra, mientras que los millones de idólatras que se hallan dentro de la
cristiandad se elaboran “dioses” producto de sus propias mentes.
En realidad,
no es otra cosa que ateo, ya que no hay otra alternativa posible sino creer en
un Dios absolutamente supremo o no creer en Dios. Un “dios” cuya voluntad puede
ser resistida, cuyos designios pueden ser frustrados, y cuyos propósitos pueden
ser derrotados, no posee derecho alguno a la deidad, y lejos de ser objeto
digno de adoración, merece solamente desprecio. La distancia infinita que
existe entre las más poderosas criaturas y el Creador Todopoderoso es prueba de
la supremacía del Dios viviente y verdadero.
El es el
Alfarero, ellas no son más que barro en sus manos, que pueden ser transformadas
en vasos de honra, o desmenuzadas (Sal. 2:9) a su gusto. Como alguien decía, si
todos los ciudadanos del cielo y todos los habitantes de la tierra se unieran
en rebelión contra El, no le ocasionarían inquietud alguna, y ello tendría
menos efecto sobre su trono eterno e invencible del que tiene sobre la elevada
roca de Gibraltar la espuma de las olas del Mediterráneo. Tan pueril e
impotente para afectar al Altísimo es la criatura, que la Escritura misma nos
dice que cuando los príncipes gentiles se unan con Israel apóstata para
desafiar a Jehová y su Cristo, “él que mora en los cielos se reirá” (Sal. 2:4)
La supremacía
absoluta y universal de Dios está positivamente declarada en muchos lugares de
la Escritura que no admite duda. “Tuya es, oh Jehová, la magnificencia, y el
poder, y la gloria, la victoria, y el honor; porque todas las cosas que están
en los cielos y en la tierra son tuyas. Tuyo, oh Jehová, es el reino, y la
altura sobre todos los que están por cabeza. Y Tú señorearás a todos” (1Crón.
19:11,12).
Nótese que
dice “señorearás” ahora, no “señorearás en el Futuro”. “Jehová Dios de nuestros
padres, ¿no eres Tú Dios en los cielos, y te enseñorearás en todos los reinos
de las Gentes? ¿No está en tu mano toda fuerza y poder, que no hay quien (ni
siquiera el diablo) te resista?” (2Crón. 20:6). Pero él es Único; ¿quién le
hará desistir? Lo que su alma desea, El lo hace”.
El Dios de la
Escritura no es un monarca falso, ni un simple soberano imaginario, sino Rey de
reyes y Señor de señores. “Yo conozco que todo lo puedes y que no hay
pensamiento que se esconda de ti” (Job 42:2), o como alguien ha traducido,
“ningún propósito tuyo puede ser frustrado”. El hace todo lo que ha designado.
Cumple todo lo que ha decretado. “Nuestro Dios está en los cielos: Todo lo que
quiso ha hecho” (Sal. 115:3); y, ¿por qué? Porque “no hay sabiduría, ni inteligencia,
ni consejo contra Jehová” (Prov. 21:30).
La supremacía
de Dios sobre las obras de sus manos está descrita de manera vívida en la
Escritura. La materia inanimada y las criaturas irracionales cumplen los
mandatos de su Creador. A su mandato el mar Rojo se dividió, y sus aguas se
levantaron como muros (Exo. 14); la tierra abrió su boca y los rebeldes
descendieron vivos al abismo (Núm. 16). Cuando El lo ordenó, el sol se detuvo
(Jos. 10); y en otra ocasión volvió diez grados atrás en el reloj de Acaz (Isa.
38:8).
Para
manifestar su supremacía, hizo que los cuervos llevaran comida a Elías (1Rey.
17), que el hierro nadara sobre el agua (2Rey. 6), cerró la boca de los leones
cuando Daniel fue arrojado al foso, e hizo que el fuego no quemara cuando los tres
jóvenes hebreos fueron echados a las llamas. Así que, “todo lo que quiso Jehová,
ha hecho en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos”
(Sal. 135:6).
La Supremacía
de Dios se demuestra también en su gobierno perfecto sobre la voluntad de los
hombres. Estudiemos cuidadosamente Éxodo 34:24. Tres veces al año, todos los
varones de Israel debían dejar sus hogares e ir a Jerusalén, vivían rodeados de
pueblos hostiles que les odiaban por haberse apropiado de sus tierras. Siendo
así, ¿qué impedía que los cananitas, aprovechando la ausencia de los hombres,
mataran a las mujeres y los niños, y tomaran opresión de sus posesiones? Si la
mano del todopoderoso no estuviera incluso sobre la voluntad de los impíos,
¿cómo podía prometer que nadie ni siquiera “desearía” sus tierras? “Como los
repartimientos de las aguas, así está el corazón del rey en la mano de Jehová:
a todo lo que quiere lo inclina” (Prov. 21:1).
Habrá sin
embargo quien ponga en duda una y otra vez esto, leemos en la Escritura, cómo
aquellos hombres desafiaron a Dios, resistieron su voluntad, quebrantaron sus
mandamientos, desestimaron sus amonestaciones, e hicieron oídos sordos a sus
exhortaciones. Sí, es cierto; pero, ¿anula esto lo que hemos dicho
anteriormente? Si es así, entonces la Biblia se contradice manifiestamente a sí
misma. Pero esto no puede ser.
El que hace
esta objeción se refiere únicamente a la impiedad del hombre contra la palabra
externa de Dios, mientras que lo que hemos mencionado es lo que Dios se ha
propuesto en sí mismo. La norma de conducta que El nos ha dado no es cumplida
perfectamente por ninguno de nosotros; sin embargo, sus propios “consejos”
eternos son cumplidos hasta el más minucioso de los detalles.
La Supremacía
absoluta y universal de Dios se afirma con igual claridad y certeza en el Nuevo
Testamento. Ahí se nos dice que Dios “hace todas las cosas según el consejo de
su voluntad” (Efe. 1:11), “hace” en griego, significa “hacer efectivo”. Por
esta razón, leemos: “Porque de él, y por él, y en él, son todas las cosas. A él
sea la gloria por los siglos. Amen”. (Rom. 11:36).
Los hombres
pueden jactarse de ser agentes libres, con voluntad propia, y de que son libres
de hacer lo que les plazca, pero a aquellos que, jactándose, dicen: “Iremos a
tal ciudad, y estaremos allá un año, y compraremos mercadería y ganaremos.”, la
Escritura advierte: “En lugar de los cual deberías decir: Si el Señor quisiere”
(Sgto. 4:13,15).
He aquí, pues,
lugar de descanso para el corazón. Nuestras vidas no son el producto de un
destino ciego, ni el resultado de la suerte caprichosa, sino que cada detalle
de las mismas fue ordenado por el Dios viviente y soberano. Ni un solo cabello
de nuestras cabezas puede ser tocado sin su permiso. “El corazón del hombre
piensa su camino: mas Jehová endereza sus pasos” (Prov. 16:9). ¡Qué certeza,
poder y consuelo debería de proporcionar esto al verdadero cristiano! “En tu
mano están mis tiempos” (Sal. 31:15). Así, permítanme decir: “Calla delante de
Jehová, y espera en él” (Sal. 37:7).
LECCIÓN:
6
LA SOBERANÍA DE DIOS
“Mi consejo
permanecerá, y haré todo lo que quisiere” (Isa. 46:10) La Soberanía de Dios
puede definirse como el ejercicio de su supremacía. Dios es el Altísimo, el
Señor del cielo y de la tierra está exaltado infinitamente por encima de la más
eminente de las criaturas. El es absolutamente independiente; no está sujeto a
nadie, ni es influido por nadie. Dios actúa siempre y únicamente como le
agrada. Nadie puede frustrar ni detener sus propósitos.
Su propia
Palabra lo declara explícitamente: “En el ejército del cielo, y en los
habitantes de la tierra, hace según su voluntad: ni hay quien estorbe su mano”
(Dan. 4:35). La soberanía divina significa que Dios lo es de hecho, así como de
nombre, y que está en el Trono del universo dirigiendo y actuando en todas las
cosas “según el consejo de su voluntad” (Efe. 1:11).
Con gran razón
decía el predicador bautista del siglo pasado Carlos Spurgeon, en un sermón
sobre Mat. 20:15, que: “No hay atributo más confortador para Sus hijos que el
de la Soberanía de Dios. Bajo las más adversas circunstancias y las pruebas más
severas, creen que la Soberanía los gobierna y que los santificará a todos.
Para ellos, no debería haber nada por lo que luchar más celosamente que la
doctrina del Señorío de Dios sobre toda la creación el reino de Dios sobre
todas la obras de sus manos El trono de Dios, y su derecho a sentarse en el
mismo.
Por otro lado,
no hay doctrina más odiada por la persona mundana, ni verdad que haya sido más
maltratada, que la grande y maravillosa, pero real, doctrina de la Soberanía
del infinito Jehová.
Los hombres
permitirán que Dios esté en todas partes, menos en su trono. Le permitirán
formar mundos y hacer estrellas, dispensar favores, conceder dones, sostener la
tierra y soportar los pilares de la misma, iluminar las luces del cielo, y gobernar
las incesantes olas del océano; pero cuando Dios asciende a su Trono sus
criaturas rechinan los dientes. Pero nosotros proclamamos un Dios entronizado y
su derecho a hacer su propia voluntad con lo que le pertenece, a disponer de
sus criaturas como a él le place, sin necesidad de consultarlas.
Entonces se
nos maldice y los hombres hacen oídos sordos a lo que les decimos, ya que no
aman a un Dios que está sentado en su Trono. Pero es a Dios en su Trono que
nosotros queremos predicar. Es en Dios, en su Trono en quien confiamos”. Sí,
tal es la Autoridad revelada en las Sagradas Escrituras. Sin rival en Majestad,
sin límite en Poder, sin nada, fuera de sí misma, que le pueda afectar. “Todo
lo que quiso Jehová, ha hecho en los cielos y en la tierra, en los mares y en
todos los abismos” (Sal. 135:6).
No obstante,
vivimos en unos días en los que incluso los más “ortodoxos” parecen temer el
admitir la verdadera divinidad de Dios. Dicen que reconocer la soberanía de
Dios significa excluir la responsabilidad humana; cuando la verdad es que la
responsabilidad humana se basa en la Soberanía Divina, y es el resultado de la
misma. “Y nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho” (Sal.
115:3). En su soberanía escogió colocar a cada una de sus criaturas en la
condición que pareció bien a sus ojos.
Creó ángeles:
a algunos los colocó en un estado condicional, a otros les dio una posición
inmutable delante de él (1Tim. 5:21), poniendo a Cristo como su cabeza (Col.
2:10). No olvidemos que los ángeles que pecaron (2Ped. 2:4). Con todo, Dios
previó que caerían y, sin embargo, los colocó en un estado alterable y
condicional, y les permitió caer, aunque El no fuera el autor de su pecado.
Asimismo,
Dios, en su soberanía colocó a Adán en el jardín del Edén en un estado
condicional. Si lo hubiera deseado podía haberle colocado en un estado incondicional,
en un estado tan firme como el de los ángeles que jamás han pecado, en uno tan
seguro e inmutable como el de los santos en Cristo. En cambio, escogió
colocarle sobre la base de la responsabilidad como criatura, para que se
mantuviera o cayera según se ajustase o no a su responsabilidad: la de obedecer
a su Creador.
Adán era
responsable ante Dios (Dios es ley en sí mismo) por el mandamiento que le había
sido dado y la advertencia que le había sido hecha. Esa era una responsabilidad
sin menoscabo y puesta a prueba en las condiciones más favorables. Dios no
colocó a Adán en un estado condicional y de criatura responsable porque fuera
justo que así lo hiciera. No, era justo porque Dios lo hizo. Ni siquiera dio el
ser a las criaturas porque eso fuera lo justo, es decir, porque estuviera
obligado a crearlas; sino que era justo porque El lo hizo así.
Dios es
soberano. Su voluntad es suprema. Dios, lejos de estar bajo una ley, es ley en
sí mismo, así es que cualquier cosa que él haga, es justa. Y ¡ay del rebelde
que pone su soberanía en entredicho! “Ay del que pleitea con su Hacedor, siendo
nada mas un pedazo de tiesto entre los tiestos de la tierra! ¿Dirá el barro al
que lo labra: Qué haces?” (Isa. 45:9). Además, Dios es Señor, como soberano,
colocó a Israel sobre una base condicional. Los capítulos 19, 20 y 24 de Éxodo
ofrecen pruebas claras y abundantes de ello.
Estaban bajo
el pacto de las obras. Dios les dio ciertas leyes e hizo que las bendiciones
sobre ellos, como nación, dependieran de la observancia de las tales. Pero
Israel era obstinado y de corazón incircunciso. Se rebelaron contra Jehová, desecharon
su ley, se volvieron a los dioses falsos y apostataron. En consecuencia, el
juicio divino cayó sobre ellos y fueron entregados en las manos de sus
enemigos, dispersados por toda la tierra, y hasta el día de hoy, permanecen
bajo el peso del disfavor de Dios.
Fue Dios,
quien en el ejercicio de su soberanía, puso a Satanás y a sus ángeles, a Adán y
a Israel en sus respectivas posiciones de responsabilidad. Pero, en el
ejercicio de su soberanía, lejos de quitar la responsabilidad de la criatura,
la puso en esta posición condicional, bajo las responsabilidades que él creyó
oportunas; y, en virtud de esta soberanía, El es Dios sobre todos. De este
modo, existe una armonía perfecta entre la soberanía de Dios y la
responsabilidad de la criatura. Muchos han sostenido equivocadamente que es
imposible mostrar donde termina la soberanía de Dios y empieza la
responsabilidad de la criatura.
He aquí donde
empieza la responsabilidad de la criatura: en la ordenación soberana del
creador. En cuanto a su soberanía, ¡no tiene ni tendrá jamás
“terminación"! Vamos aprobar aún más, que la responsabilidad de la
criatura se basa en la soberanía de Dios. ¿Cuántas cosas están registradas en
la Escritura que eran justas porque Dios las mandó, y que no lo hubieran sido si
no las hubiera mandado? ¿Qué derecho tenía Adán de comer de los árboles del
jardín del Edén? ¡El permiso de su Creador (Gén. 2:16), sin el cual hubiera
sido un ladrón! ¿Qué derecho tenía el pueblo de Israel a demandar de los
egipcios joyas y vestidos (Éx. 12:35)?
Ninguno, sólo
que Jehová lo había autorizado (Éx. 3:22). ¿Qué derecho tenía Israel a matar
tantos corderos para el sacrificio? Ninguno, pero Dios así lo mandó. ¿Qué
derecho tenía el pueblo de Israel a matar a todos los cananeos? Ninguno, sino
que Dios les habían mandado hacerlo. ¿Qué derecho tenía el marido a demandar
sumisión por parte de su esposa? Ninguno, si Dios no lo hubiera establecido.
¿Qué derecho tuviera la esposa de recibir amor, atención y cuidados, ninguno,
si Dios no lo hubiera establecido. Podríamos citar muchos más ejemplos para
demostrar que la responsabilidad humana se basa en la Soberanía Divina.
He aquí otro
ejemplo del ejercicio de la absoluta soberanía de Dios: colocó a sus elegidos
en un estado diferente al de Adán o Israel. Los puso en un estado
incondicional. En un pacto eterno, Jesucristo fue hecho su cabeza, tomó '73 obre
sí sus responsabilidades y actuó para ellos con justicia perfecta, irrevocable
y eterna. Cristo fue colocado en un estado condicional, ya que fue “hecho súbdito
a la ley, para que redimiese a los que estaban debajo de la ley” (Gál. 4:4,5),
sólo que con esta diferencia infinita: los hombres fracasaron, pero él no
fracasó ni podía hacerlo. Y, ¿quién puso a Cristo en este estado condicional?
El Dios Trino.
Fue ordenado por la voluntad soberana, enviado por el amor soberano y su obra
le fue asignada por la autoridad soberana. El mediador tuvo que cumplir ciertas
condiciones. Había de ser hecho en semejanza de carne de pecado; había de
magnificar y honrar la ley; tenía que llevar todos los pecados del pueblo de
Dios en su propio cuerpo sobre el madero; tenía que hacer expiación completa
por ellos; tenía que sufrir la ira de Dios, morir y ser sepultado. Por el
cumplimiento de todas esas condiciones, le fue ofrecida una recompensa: (Isa.
53:10-12).
Había de ser
el primogénito de muchos hermanos; había de tener un pueblo que participaría de
su gloria. Bendito sea su nombre para siempre porque cumplió todas esas
condiciones; y porque las cumplió, el Padre está comprometido en juramento
solemne a preservar para siempre y bendecir por toda la eternidad a cada uno de
aquellos por los cuales hizo mediación su Hijo Encarnado. Porque El tomó su
lugar, ellos ahora participan del Suyo.
Su justicia es
la Suya, su posición delante de Dios es la Suya, y su vida es la Suya. No hay
ni una sola condición que ellos tengan que cumplir, ni una sola responsabilidad
con la que tengan que cargar para alcanzar la gloria eterna. “Porque con una
sola ofrenda hizo Perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10:14).
He aquí pues
que la soberanía de Dios expuesta claramente ante todos en las distintas formas
en que él se ha relacionado con sus criaturas. Algunos de los ángeles, Adán e
Israel fueron colocados en una posición condicional en la que la bendición
dependía de su obediencia y fidelidad de Dios.
Pero, en
marcado contraste con estos, a la “manada pequeña” (Luc. 12:32) le ha sido dada
una posición incondicional e inmutable en el pacto de Dios, en sus consejos y
en su Hijo; su bendición depende de lo que Cristo Hizo Por ellos. “El
fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: conoce el Señor a los que
son suyos” (2Tim. 2:19).
El fundamento
sobre el cual descansan los elegidos de Dios es perfecto: nada puede serle
añadido, ni nada puede serle quitado (Ecl. 3:14). He aquí, pues, el más alto y
grande exponente de la absoluta soberanía de Dios. En verdad, El “del que
quiere tiene misericordia; y al que quiere endurece” (Rom. 9:18).
LECCIÓN:
7
LA INMUTABILIDAD DE DIOS
“El padre de
las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Stg. 1:17). Esta
es una de las perfecciones divinas que nunca han sido suficientemente
estudiadas. Es una de las excelencias que distinguen al creador de todas sus
criaturas. Dios es el mismo perpetuamente; no está sujeto a cambio alguno en su
ser, atributos o determinaciones.
Por ello, Dios
es comparable a una roca (Deut. 32:4) que permanece inmovible cuando el océano
entero que la rodea fluctúa continuamente; aunque todas las criaturas estén
sujetas a cambios, Dios es inmutable. El no conoce cambio alguno porque no
tiene principio ni fin. Dios es por siempre.
En primer
lugar, Dios es inmutable en esencia. Su naturaleza y ser son infinitos y, por
lo tanto, no están sujetos a cambio alguno. Nunca hubo un tiempo en el que El
no existiera; nunca habrá día en el que deje de existir. Dios nunca ha
evolucionado, crecido o mejorado. Lo que es hoy ha sido siempre y siempre será.
“Yo Jehová no me cambio” (Mal. 3:6). Es su propia afirmación absoluta. No puede
mejorar, porque es perfecto; y, siendo perfecto, no puede cambiar en mal.
Siendo totalmente imposible que algo externo le afecte, Dios no puede cambiar
ni en bien ni en mal: es el mismo perpetuamente. Sólo él puede decir “Yo soy el
que soy” (Éx. 3:14).
El correr del
tiempo no le afecta en absoluto. En el rostro eterno no hay vejez. Por lo
tanto, su poder nunca puede disminuir, ni su gloria palidecer. En segundo
lugar, Dios es inmutable en sus atributos. Cualesquiera que fuesen los
atributos de Dios antes que el universo fuera creado, son ahora exactamente los
mismos, y así permanecerán para siempre. Es necesario que sea así, ya que tales
atributos son las perfecciones y cualidades esenciales de su ser. Semper Idem
(siempre el mismo) está escrito sobre cada uno de ellos.
Su poder es
indestructible, su sabiduría infinita y su santidad inmancillable. Como la
deidad no puede dejar de ser, así tampoco pueden los atributos de Dios cambiar.
Su veracidad es inmutable, porque su palabra “permanece para siempre en los
cielos” (Sal. 119:89). Su amor es eterno: “con amor eterno te he amado” (Jer.
31:3), y “como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta
el fin” (Juan. 13:1).
Su
misericordia es incesante, porque es “para siempre” (Sal. 100:5). En tercer
lugar, Dios es inmutable en su consejo. Su voluntad jamás cambia. Algunos ya
han puesto la objeción de que en la Biblia dice que “arrepintióse Jehová de
haber hecho al hombre” (Gen. 6:6). A esto respondemos: Entonces, ¿se
contradicen las escrituras a sí mismas? No, eso no puede ser. El pasaje de Núm.
23:19 es suficientemente claro: “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de
hombre para que se arrepienta”. Asimismo, en 1Sam. 15:29, leemos: “El vencedor
de Israel no mentirá, ni se arrepentirá; porque no es hombre para que se
arrepienta”.
La explicación
es muy sencilla, cuando habla de sí mismo, Dios adapta a menudo, su lenguaje a
nuestra capacidad limitada. Se describe a así mismo como vestido de miembros
corporales, tales como ojos, orejas, manos, etc. Habla de sí mismo
“despertando” (Sal. 78:65), “madrugando” (Jer. 7:13); sin embargo, ni dormita,
ni duerme. Así, cuando adopta un cambio en su trato con los hombres, Dios
describe su acción como “arrepentimiento”. Si Dios es inmutable en su consejo. “porque
los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables.” (Rom. 11:29).
Ha de ser así,
porque si él se determina en una cosa, ¿Quién lo apartará? Su alma deseó e hizo
(Job 23:13). El propósito de Dios jamás cambia. Hay dos causas que hacen al
hombre cambiar de opinión e invertir sus planes: la falta de previsión para
anticiparse a los acontecimientos, y la falta de poder para llevarlos a cabo.
Pero, habiendo
admitido que Dios es omnisciente y omnipotente, nunca necesita corregir sus
decretos. No, “El consejo de Jehová permanecerá para siempre; los pensamientos
de su corazón por todas las generaciones” (Sal. 33:11). Es por ello que leemos
acerca de “la inmutabilidad de su consejo” (Heb. 6:17). En esto percibimos la
distancia infinita que existe entre la más grande de las criaturas y el
Creador. Creación y mutabilidad son, en un sentido, términos sinónimos. Si la
criatura no fuera variable por naturaleza, no sería criatura, sería Dios.
Por
naturaleza, ni vamos ni venimos de ninguna parte. Nada, aparte de la voluntad y
el poder sustentador de Dios, impide nuestra aniquilación. Nadie puede
sostenerse a sí mismo ni un sólo instante. Dependemos por completo del Creador
en cada momento que respiramos. Reconocemos con el salmista que “él es el que
puso nuestra alma en vida” (Sal. 66:9). Al comprender esta verdad, debería
humillarnos el sentido de nuestra propia insignificancia en la presencia de
Aquel en quien “vivimos, y nos movemos, y somos”. (Hech. 17:28).
Como criaturas
caídas, no solamente somos variables, sino que todo en nosotros es contrario a
Dios. Como tales, somos “estrellas erráticas” (Judas 13), fuera de órbita “Los
impíos son como la mar en tempestad, que no puede estarse quieta” (Isa. 57:20).
El hombre caído es inconstante. Las palabras de Jacob, refiriéndose a Rubén son
aplicables igualmente a todos los descendientes de Adán: “Corriente como las
aguas” (Gén. 49:4).
Así pues,
atender a aquel precepto: “dejad de confiar en el hombre” (Isa. 2:22), no sólo
es una muestra de piedad, sino también de sabiduría. No hay ser humano del que
se pueda depender. “No confíes en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque
no hay en él liberación” (Sal. 146:3). Si desobedezco a Dios, merezco ser
engañado y defraudado por mis semejantes. La gente puede amarte hoy y odiarte
mañana. La multitud que gritó: “¡Hosanna el hijo de David!”, no tardó mucho en
decir: “¡Sea crucificado!”
Aquí tenemos
consolación firme. No se puede confiar en la criatura humana, pero sí en Dios.
No importa cuán inestable sea yo, cuán inconstantes demuestren ser mis a
amigos; Dios no cambia. Si cambiara como nosotros, si quisiera una cosa hoy y
otra distinta mañana, si actuara por capricho, ¿Quién podría confiar en él?
Pero, alabado sea su Santo Nombre.
El es siempre
el mismo. Su propósito es fijo, su voluntad estable, su Palabra segura. He aquí
una roca donde podemos fijar nuestros pies mientras el torrente poderoso
arrastra todo lo que nos rodea. La permanencia del carácter de Dios garantiza el
cumplimiento de sus promesas: “Porque los montes se moverán, y los collados
temblarán; más no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz
vacilará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti” (Isa. 54:10).
En esto
hallamos estímulo para la oración. “¿Qué consuelo significaría orar a un dios
que, como el camaleón, cambiara de color continuamente? ¿Quién presentaría sus
peticiones a un príncipe tan variable que concediera una demanda hoy y la
negara mañana?”. Si alguien pregunta porque orar a Aquel cuya voluntad está ya
determinada, le contestamos: Porque El así lo quiere. ¿Ha prometido Dios darnos
alguna bendición sin que se la pidamos? “Si demandáramos alguna cosa conforme a
su voluntad, él nos oye” (1Juan 5:14), y quiere para sus hijos todo lo que es
para bien de ellos.
El pedir algo
contrario a su voluntad no es oración, sino rebelión consumada. He aquí,
también, terror para los impíos. Aquellos que desafían a Dios, quebrantan Sus
leyes y no se ocupan de Su gloria, sino que, por el contrario, viven sus vidas
como si El no existiera, no pueden esperar que, al final, cuando clamen por
misericordia, Dios altere su voluntad, anule su Palabra, y suprima sus
terribles amenazas.. Por el contrario, ha declarado: “Pues yo también actuaré
en mi ira: mi ojo no tendrá lástima, ni tendré compasión. Gritarán a mis oídos
a gran voz, pero no los escucharé” (Eze. 8:18). Dios nos se negaría a sí mismo
para satisfacer las concupiscencias de ellos.
El es santo y
no puede dejar de serlo. Por lo tanto, odia el pecado con odio eterno. De ahí
el eterno castigo de aquellos que mueren en sus pecados.
“La
inmutabilidad divina, como la nube que se interpuso entre los israelitas y los
egipcios, tiene un lado oscuro y otro claro. Asegura la ejecución de sus
amenazas, y el cumplimiento de sus promesas; y destruye la esperanza que los
culpables acarician apasionadamente. Es decir, la de que Dios será blando para
con sus frágiles y descarriadas criaturas, y que serán tratados mucho más
ligeramente de lo que parecen indicar las afirmaciones de su Palabra. A esas
especulaciones falsas y presuntuosas oponemos la verdad solemne de que Dios es
inmutable en veracidad y propósito, en fidelidad y justicia”.
LECCIÓN:
8
LA SANTIDAD DE DIOS
“¿Quién no te
temerá, oh Señor, y engrandecerá tu nombre? Porque tú sólo eres santo” (Apoc.
15:4) Sólo El es infinita, independientemente e inmutablemente santo. Con
frecuencia Dios es llamado “El Santo” en la Escritura; y lo es porque en él se
halla la suma de todas las excelencias morales.
Es pureza
absoluta, sin la más leve sombra de pecado. “Dios es luz, y en él no hay
ningunas tinieblas” (1Juan. 1:5). La santidad es la misma excelencia de la
naturaleza divina: el gran Dios es “magnífico en santidad” (Éx. 15:11). Por eso
leemos: “muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio”
(Hab. 1:13). De la misma manera que el poder de Dios es lo opuesto a debilidad
natural de la criatura, y su sabiduría contrasta completamente con el menor
defecto de entendimiento, su santidad es la antítesis de todo defecto o
imperfección moral.
En la
antigüedad, Dios instituyó algunos “que cantasen a Jehová y alabasen en la
hermosura de su santidad”. (2Crón.. 20:21). El poder es la mano y el brazo de
Dios, la omnisciencia sus ojos, la misericordia su entraña, la eternidad su
duración, pero “la santidad es su hermosura”. Es esta hermosura lo que le hace
deleitoso para aquellos que han sido liberados del dominio del pecado.
A esta
perfección divina se le da un énfasis especial. “Se llama santo a Dios más
veces que todopoderoso, y se presenta esta parte de su dignidad más que ninguna
otra. Esta cualidad va como calificativo junto a su nombre más que ninguna
otra. Nunca se nos habla de Su poderoso nombre, o su sabio nombre, sino su
grande nombre, y, sobre todo, su santo nombre. Este es su mayor título de
honor; en ésta resalta toda la majestad y respetabilidad de su nombre.” Esta
perfección, como ninguna otra, es celebrada ante el trono del cielo por los
serafines que claman: “Santo, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos” (Isa.
6:3).
Dios mismo
destaca esta perfección: “Una vez he jurado por mi santidad” (Sal. 89:35). Dios
jura por su santidad porque ésta es la expresión más plena de sí mismo. Por
ella nos exhorta: “Cantad a Jehová, vosotros sus santos, y celebrad la memoria
de su santidad” (Sal. 30:4). “Podemos llamar a éste un atributo trascendental;
es como si penetrara en los demás atributos y les diera lustre” (J. Howe 1670).
Por ello leemos de la “hermosura del Señor” (Sal. 27:4), la cual no es otra que
la “hermosura de su santidad” (Sal. 110:3).
“Esta
excelencia destacada por encima de sus otras perfecciones, es la gloria de
éstas; es cada una de las perfecciones de la deidad; así como su poder es el
vigor de sus otras perfecciones, su santidad es la hermosura de las mismas; de
la manera que sin omnipotencia todo sería débil, sin santidad todo sería
desagradable. Si ésta fuera manchada, el resto perdería su honra.
Esto sería
como si el sol perdiera su luz: perdería al instante su calor, su poder y sus virtudes
generadoras y vivificadoras. Así como en el cristiano la sinceridad es el
brillo de todas las gracias, la pureza en Dios es el resplandor de todos los
atributos de la divinidad. Su justicia es santa, su sabiduría santa, su brazo
poderoso es un santo brazo (Sal. 98:1).
Su verdad o
palabra es una Santa Palabra (Sal. 105:42). Su nombre, que expresa todos sus
atributos juntos, es un Santo Nombre (Sal. 103:1)” La santidad de Dios se
manifiesta en sus obras. Nada que no sea excelente puede proceder de El. La
santidad es regla de todas sus acciones. En el principio declaró todo lo que
había hecho “bueno en gran manera” (Gen. 1:31), lo cual no hubiera podido hacer
si hubiera habido algo imperfecto o impuro.
Al hombre lo
hizo “recto” (Ecl. 7:29), a imagen y semejanza de su creador. Los ángeles que
cayeron fueron creados santos, ya que, según leemos, “dejaron su habitación”
(Judas. 6). De Satanás está escrito: “perfecto eras en todos tus caminos desde
el día que fuiste creado hasta que se halló en ti maldad” (Eze. 28:15).
La santidad de
Dios se manifiesta en su ley. Esa ley prohíbe el pecado en todas sus variantes:
en las formas más refinadas así como en las más groseras, la intención de la
mente como la de contaminación del cuerpo, el deseo secreto como el acto
abierto. Por ello leemos: “la ley a la verdad es santa y el mandamiento santo y
justo, y bueno” (Rom. 7:12). Sí, “el precepto de Jehová es puro que alumbra a
los ojos.
El temor de
Jehová es limpio, que permanece para siempre; los juicios de Jehová son verdad,
todos justos” (Sal. 19:8,9). La santidad de Dios que se manifiesta en la cruz.
La expiación pone de manifiesto de la manera más admirable, y a la vez solemne
la santidad infinita de Dios y su odio al pecado. ¡Cuán detestable había de
serle este cuando lo castigó hasta el límite de su culpabilidad al imputarlo a
su hijo! “los juicios que han sido o que serán vertidos sobre el mundo impío,
la llama ardiente de la conciencia pecadora, la sentencia irrevocable dictada
contra los demonios rebeldes, y los gemidos de las criaturas condenadas, nos
demuestran tan palpablemente el odio de Dios hacia el pecado como la ira del
Padre desatada sobre el Hijo.
La santidad
divina jamás apareció más atractiva y hermosa que cuando la faz del salvador
estaba más desfigurada por los gemidos de la muerte. El mismo lo declara en el
Salmo 22. Cuando Dios esconde de Cristo su faz sonriente y le hunde su afilado
cuchillo en el corazón haciéndole exclamar Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has
abandonado?, Cristo adora esa perfección divina: “pero tu eres santo, v. 3”.
Dios odia todo pecado porque El es santo.
El ama todo lo
que es conforme a sus leyes y aborrece todo lo que es contrario a las mismas.
Su palabra lo expresa claramente: “el perverso es abominado de Jehová” (Prov.
3:32). Y otra vez: “abominación son a Jehová los pensamientos del malo” (Prov.
15:26). De ello se desprende que él, necesariamente ha de castigar el pecado.
El pecado no
puede escapar a su castigo porque Dios lo aborrece. Dios ha perdonado a menudo
a los pecadores, pero jamás perdona el pecado; el pecador sólo puede ser
perdonado a causa de que otro ha llevado su castigo, porque “sin derramamiento
de sangre no se hace remisión” (Heb. 9:22). Por eso se nos dice que “Jehová se
venga de sus adversarios, y guarda enojo para sus enemigos” (Nah. 1:2).
A causa de un
pecado Dios desterró a nuestros primeros padres del Edén. Por un pecado toda la
descendencia de Cam cayó bajo una maldición que todavía perdura. Moisés fue
excluido de Canaán a causa de un pecado. Y por un pecado el criado de Eliseo
fue castigado con lepra y Ananías y Safira fueron separados de la tierra de los
vivientes. En eso tenemos pruebas de la inspiración divina de las Escrituras.
El alma no regenerada no cree realmente en la santidad de Dios el concepto que
de su carácter tiene es parcial.
Espera que su
misericordia superara todo lo demás. “Pensabas que de cierto sería yo como tú”
(Sal. 50:21), es la acusación de Dios a los tales. Piensan en un dios cortado
según el patrón de sus propios corazones malos. De ahí su persistencia en una carrera
de locura. La santidad atribuida en las Escrituras a la naturaleza y carácter
divinos es tal, que demuestra claramente el origen sobrenatural de estas.
El carácter
atribuido a los “dioses” del paganismo antiguo y moderno es todo lo contrario
de la pureza inmaculada que pertenece al verdadero Dios. ¡Los descendientes
caídos de Adán jamás podían idear un Dios de santidad inenarrable que aborrece
totalmente todo pecado! En realidad, nada pone más de manifiesto la terrible
depravación del corazón humano y su enemistad con el Dios viviente que la
presencia del que es infinita e inmutablemente sabio.
La idea humana
del pecado está prácticamente limitada a lo que el mundo llama “crimen”. Lo que
no llega a tal gravedad, el hombre lo llama “defectos”, “equivocaciones”,
“enfermedad”, etc. E incluso cuando se reconoce la existencia del pecado, se
buscan excusas y atenuantes. El “dios” que la inmensa mayoría de los que
profesan ser cristianos “aman” es como un anciano indulgente, quien, aunque no
las comparta disimula benignamente las “imprudencias” juveniles. Pero la
Palabra de Dios dice: “Aborreces a todos los que hacen iniquidad” (Sal. 5:5), y
“Dios está airado todos los días contra el impío” (Sal. 7:11).
Pero los
hombres se niegan a creer en este Dios, y rechinan los dientes cuando se les
habla fielmente de como odia al pecado. No, el hombre pecaminoso no podía
imaginar un Dios santo, como tampoco crear el lago de fuego en el que será
atormentado para siempre. Porque Dios es santo, es completamente imposible que
acepte a las criaturas sobre la base de sus propias obras. Una criatura caída
podría más fácilmente crear un mundo que hacer algo que mereciera la aprobación
del que es infinitamente puro. ¿Pueden las tinieblas habitar con la luz? ¿Puede
el inmaculado deleitarse con los “trapos de inmundicia”? (Isa. 64:6).
Lo mejor que
el hombre pecador puede presentar está contaminado. Un árbol corrompido no
puede producir buen fruto, si Dios considerara justo y santo aquello que no lo
es, se negaría a sí mismo y envilecería sus perfecciones; y no hay nada justo
ni santo si tiene la menor mancha contraria a la naturaleza de Dios. Pero
bendito sea su nombre, porque lo que su santidad exigió, lo proveyó su gracia
en Cristo Jesús, Señor nuestro cada pobre pecador que se haya refugiado en él
es “acepto en el amado” (Efe. 1:6). ¡Aleluya!.
Porque Dios es
santo, debemos acercarnos a él con la máxima reverencia. “Dios terrible en la
grande congregación de los santos y formidable sobre todos cuantos están
alrededor suyo” (Sal. 89:7). “Ensalzad a Jehová nuestro Dios, e inclinaos al
estrado de sus pies: él es santo” (Sal. 99:5). Sí, “Al estrado”, en la postura
más humilde, postrados ante él. Cuando Moisés se acercaba a la zarza ardiendo,
Dios le dijo: “quita tus zapatos de tus pies” (Exo. 3:5).
A él hay que
servirle “con temor” (Sal. 2:11). Al pueblo de Israel dijo: “En mis allegados
me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado” (Lev. 10:3).
Cuando más temerosos nos sintamos ante su santidad inefable, más aceptables
seremos al acercarnos a él. Porque Dios es santo, deberíamos desear ser hechos
conformes a él. Su mandamiento es: “Sed santos, porque yo soy santo” (1Ped.
1:16). No se nos manda ser omnipotentes u omniscientes como Dios, sino santos,
y eso “en toda conversación” (1Ped. 1:15).
Este es el
mejor medio para agradarle. No glorificamos a Dios tanto con nuestra admiración
ni con expresiones elocuentes o servicio ostentoso, como con nuestra aspiración
a conversar con El con espíritu limpio, y a vivir para El viviendo como El”.
Así pues, por cuanto solo Dios es la fuente y manantial de la santidad,
busquemos la santidad en él; que nuestra oración diaria sea que “El Dios de paz
os santifique en todo; para que vuestro espíritu y alma y cuerpo sea guardado
entero sin reprensión para la venida de nuestro Señor Jesucristo” ( 1Tes.
5:23).
LECCIÓN:
9
EL PODER DE DIOS
“Una vez habló
Dios; dos veces he oído esto: Que de Dios es la fortaleza” (Sal. 62:11) El
poder de Dios es la facultad y la virtud por la cual puede hacer que se cumpla
todo aquello que agrada, todo lo que le dicta su sabiduría infinita, todo lo
que la pureza infinita de su voluntad determina. A menos que creamos que es, no
sólo omnisciente, sino también omnipotente, no podemos tener un concepto
correcto de Dios.
El que no
puede hacer todo lo que quiere y no puede llevar a cabo todo lo que se propone,
no puede ser Dios. El tiene, no solo la voluntad para resolver aquello que le
parece bueno, sino también el poder para llevarlo a cabo Así como la santidad es
la hermosura de todos los atributos de Dios, su poder es el que da vida y
acción a todas las perfecciones de la naturaleza Divina. ¡Qué vanos serían los
consejos eternos si el poder no interviniera para cumplirlos! Sin el poder, su
misericordia no sería sino una debilidad humana, sus promesas un sonido vacío,
sus amenazas alarmas infundadas.
El poder de
Dios es como él mismo: infinito, eterno, inconmensurable; no puede se
contenido, limitado ni frustrado por la criatura. “Una vez habló Dios; dos
veces he oído esto: Que de Dios es la fortaleza” (Sal. 62:11). “Una vez habló
Dios”, ¡no es necesario más! El cielo y la tierra pasarán, más su Palabra
permanece para siempre. “Una vez habló Dios”, ¡Cuán digna es su majestad
divina!
Nosotros,
pobres mortales, podemos hablar y, a menudo, no ser oídos; pero cuando él
habla, el trueno de su poder se oye en mil colinas. “Y tronó en los cielos
Jehová y el Altísimo dio su voz: granizo y carbones de fuego. Y envió sus
saetas, y los desbarató; y echó relámpagos, y los destruyó. Y aparecieron las
honduras de las aguas, y se descubrieron los cimientos del mundo, a tu
reprensión, oh Jehová, por el soplo del viento de tu nariz” (Sal. 18:13-15).
“Una vez habló
Dios”. He aquí su autoridad inmutable. “Porque ¿quién en los cielos se igualará
con Jehová? ¿Quién será semejante a Jehová entre los hijos de los potentados?
(Sal. 89:6). “Y todos los moradores de la tierra por nada son contados; y en el
ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, hace según su voluntad;
ni hay quien estorbe su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Dan. 4:35).
Esto se puso
claramente de manifiesto cuando Dios se encarnó y habitó en el tabernáculo
humano. El dijo al leproso: “Quiero; se limpio. Y luego su lepra fue limpiada”
(Mat. 8:3). A uno que había estado cuatro días en la tumba le llamó, diciendo:
“Lázaro, ven fuera”, y el muerto salió. El viento tormentoso y las olas feroces
fueron calmados con una simple palabra de su boca; y una legión de demonios no
pudo resistirse a su mandato autoritario. “De Dios es la fortaleza”, y de Dios
solo.
Ni una sola
criatura en todo el universo tiene un átomo de poder, si Dios no se lo ha dado.
Su poder no puede adquirirse, ni está en las manos de ninguna otra autoridad.
Pertenece inherentemente a Dios. “El poder de Dios, como El mismo, existe y se
sostiene por sí mismo. El más poderoso de todos los hombres no podría añadir ni
aumentar ni una pequeñez el poder del Omnipotente.
El mismo es la
causa central y el originador de todo poder. La creación entera confirma el
gran poder de Dios y su completa independencia de todas las cosas creadas.
Oigan su reto: “¿Dónde estabas cuando yo fundaba la tierra?” Házmelo saber, si
tienes inteligencia. ¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién extendió
sobre ella cordel? ¿Sobre que están fundadas sus basas? ¿O quién puso su piedra
angular?” (Job 38:4-6) ¡Cuán cierto es que el orgullo del hombre está asentado
sobre el polvo!
El poder es
también usado como un nombre de Dios, “el Hijo del hombre sentado a la diestra
de la potencia” (Mar. 14:62), es decir a la diestra de Dios. Dios y su poder
son tan inseparables que son también recíprocos. Su esencia es inmensa, no
puede ser limitada en el espacio; es eterna, no puede medirse en términos del tiempo;
omnipotente no puede ser limitada con relación a la acción.
“He aquí estas
son partes de sus caminos: más cuán poco hemos oído de él! Porque el estruendo
de sus fortalezas, ¿quién lo detendrá?” (Job. 26:14). ¿Quién es capaz de contar
todos los monumentos de su poder? Incluso lo que en la creación visible, se
muestra de su poder, está más allá de nuestra capacidad de comprensión; aún
menos podemos concebir la omnipotencia misma. En la naturaleza de Dios hay
infinitamente más poder del que todas sus obras revelan. “Partes de sus
caminos” es lo que vemos en la creación, la providencia y la redención, pero
sólo una pequeña parte de su poder se nos revela en ellas.
Esto es lo
que, con evidente claridad, nos dice Hab. 3:4: “Allí estaba escondida su fortaleza”.
Es imposible hallar capítulo más grande y elocuente que éste, en el que
hallamos tal riqueza de imágenes; sin embargo, nada supera su grandeza a esta
declaración. El profeta vio en visión cómo, en una asombrosa demostración de
poder, Dios desmenuzaba los montes. No obstante, el versículo mencionado dice
que esto, lejos de ser una manifestación de poder, era una ocultación del
mismo. ¿Qué significa esto? Sencillamente que el poder de la Divinidad es
inconcebible, inmenso e incontrolable. Y que las terribles convulsiones que él
actúa en la naturaleza son sólo una pequeña muestra de su poder infinito.
Es muy hermoso
poder unir los pasajes siguientes: “él... anda sobre las alturas de la mar”
(Job 9:8), que expresa el poder irrefrenable de Dios; “mientras se pasea por la
bóveda del cielo.” (Job 22:14), que expresa la inmensidad de su presencia; “él
anda sobre las alas del viento” (Sal. 104:3), que nos habla de la rapidez de
sus operaciones. Esta última expresión es muy interesante. No dice que “vuela”
o “corre”, sino que “anda”, y que lo hace en las mismísimas “alas del viento”,
uno de los elementos más impetuosos, capaz de ser lanzado con tremenda furia y
de arrastrarlo todo con rapidez inconcebible, pero que, así y todo, esta bajo
sus pies, y bajo su perfecto control.
Consideremos
ahora, el poder de Dios en la creación. “Tuyos los cielos, tuya también la
tierra; el mundo y su plenitud, tú los fundaste. Al norte y al sur tú los
creaste” (Sal. 89:11,12). Para trabajar, el hombre necesita herramientas y materiales,
pero Dios no; una palabra sola creó todas las cosas de la nada. La inteligencia
no puede comprenderlo. Dios “dijo, y fue hecho; él mandó, y existió” (Sal.
33:9). Bien podemos exclamar: “Tuyo el brazo con valentía; fuerte es tu mano,
ensalzada tu diestra” (Sal. 89:13). ¿Quién, mirando el cielo a media noche y
considerando el milagro de las estrellas con los ojos de la razón, puede dejar
de preguntarse de que fueron formadas en sus órbitas? Por asombroso que
parezca, fueron hechas sin materiales de ninguna clase. Brotaron del vacío
mismo.
La obra
impotente de la naturaleza universal emergió de la nada, ¿Qué instrumentos usó
el arquitecto Supremo para ajustar las diversas partes con exactitud tal, y
para dar al conjunto un aspecto tan hermoso? ¿Cómo fue unido todo formando una
estructura tan bien proporcionada y acabada? Un simple mandato lo consumó.
“Sea”, dijo Dios, y no añadió más; y en seguida apareció el maravilloso
edificio adornado con toda la belleza, desplegando perfecciones sin número, y
declarando, con los serafines, la alabanza de su gran Creador. “Por la Palabra
de Jehová fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el espíritu
de su boca’” (Sal. 33:6). Consideren el poder de Dios en la conservación.
Ninguna
criatura tiene poder para conservarse a sí misma. “¿Crece el junco sin lodo?
¿Crece el prado sin agua?” (Job 8:11). Si no hubiera hierbas comestibles, tanto
los hombres como las bestias morirían, y si la tierra no fuera refrescada por
la lluvia fertilizadora, las hierbas se marchitarían y morirían.
Por tanto,
Dios es el Conservador “del hombre y el animal” (Sal. 36:6) El “sustenta todas
las cosas con la palabra de su poder” (Heb. 1:3) ¡Qué milagro del poder divino
en la vida prenatal del ser humano! El que un ser pueda vivir durante tantos
meses, en un lugar tan reducido y sucio, y sin respirar, sería inexplicable si
no fuera por el poder de Dios. Verdaderamente, “El es el que puso nuestra alma
en vida” (Sal. 66:9).
La
conservación de la tierra de la violencia del mar es otro ejemplo claro del
poder de Dios. ¿Cómo ese furioso elemento se mantiene encerrado en los límites
en los que El lo colocó en el principio, continuando allí sin inundar y
destruir la parte baja de la creación? La posición natural del agua es sobre la
tierra, puesto que es más ligera, e inmediatamente debajo del aire, porque es
más pesada. ¿Quién refrena sus naturales cualidades? El hombre ciertamente no,
ya que no podría. Lo que la reprime es el mandato de su creador: “Y dije: Hasta
aquí vendrás, y no pasarás delante, y aquí cesará la soberbia de tus olas” (Job
38:11). ¡Qué monumento más permanente al poder de Dios es la conservación del
mundo! Consideremos el poder de Dios en el gobierno.
Tomen por
ejemplo, la sujeción en que tiene a Satanás. “El diablo, cual león rugiente,
anda alrededor buscando a quien devorar” (1Ped. 5:8). Está lleno de odio contra
Dios y de enemistad furiosa contra los hombres, especialmente los santos. El
que envidió a Adán en el paraíso, envidia la felicidad que para nosotros
significa el disfrute de las bendiciones de Dios.
Si pudiera,
trataría a todos como trató a Job: enviaría fuego del cielo sobre los frutos de
la tierra, destruiría el ganando, haría que un viento huracanado derribara las
casas y cubriría nuestros cuerpos de sarna maligna. Sin embargo, aunque los
hombres no se den cuenta de ello, Dios lo reprime hasta cierto punto,
impidiéndole realizar sus propósitos malignos, y sujetándole a sus órdenes.
Asimismo, Dios restringe la corrupción natural del hombre. El permite
suficientes brotes del pecado como para mostrar la tremenda ruina que la
apostasía del hombre ha producido, pero, ¿quién es capaz de imaginar los
terribles extremos a los que el hombre llegaría si Dios retirara su brazo
moderador?
Todos los
descendientes de Adán, por naturaleza, tienen bocas “llenas de maledicencia y
de amargura; sus pies son ligeros a derramar sangre” (Rom. 3:14,15) ¡Cómo
triunfarían el abuso y la locura obstinada si Dios no se impusiera y no
edificara muros de contención a las mismas! “Alzaron los ríos, oh Jehová,
alzaron los ríos su sonido; alzaron los ríos su estruendo. Jehová en las
alturas es más poderoso que el estruendo de muchas aguas, más que las recias
olas del mar.” (Sal. 93:3,4).
Observemos el
poder de Dios en sus juicios. Cuando Dios hiere, nadie puede resistírsele:
“¿Estará firme tu corazón? ¿Estarán fuertes tus manos en los días cuando yo
actúe contra ti? Yo, Jehová, he hablado y lo cumpliré” (Eze. 22:14.) ¡Qué
ejemplo más terrible de ello el que nos ofrece el diluvio! Dios abrió las
ventanas del cielo y rompió las fuentes del gran abismo, y la raza humana
entera (excepto los que se hallaban en el arca), impotente ante el temporal de
su ira, fue arrasada. Con una lluvia de fuego y azufre fueron destruidas las
ciudades del valle.
Faraón y todas
sus huestes fueron impotentes cuando Dios sopló sobre ellos en el Mar Rojo.
¡Qué palabras más terribles las de Rom. 9:22! “¿Y qué, si Dios, queriendo
mostrar la ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha mansedumbre los
vasos de ira preparados para muerte?” Dios mostrará su gran poder sobre los
reprobados, no sólo encarcelándolos en la Gehena, sino también conservando sus
cuerpos, además de sus almas, en los tormentos eternos del lago de fuego.
¡Bien podemos
temblar ante tal Dios! Tratar desdeñosamente a Aquel que puede aplastarnos como
si fuéramos moscas, es una conducta suicida. Desafiar al que está vestido de
omnipotencia, al que puede hacernos pedazos y arrojarnos al infierno al momento
que lo desee, es el colmo de la locura. Para decirlo de la manera más clara:
obedecer su mandamiento es, cuando menos, actuar con sensatez. “Besad al Hijo,
para que no se enoje, y perezcáis en el camino, cuando se encendiere un poco su
furor” (Sal. 2:12).
¡Bien hace el
alma iluminada en adorar a un Dios semejante! Las perfecciones maravillosas e
infinitas de un Ser así requieren la más ferviente adoración. Si los hombres
poderosos y de renombre reclaman la admiración del mundo, cuánto más debería
llenarnos de asombro y reverencia el poder del Todopoderoso. “¿Quién como tú,
Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnifico en santidad, terrible en
loores, hacedor de maravillas?” (Exo. 15:11)
¡Bien hace el
santo en confiar en un Dios tal! El es digno de confianza implícita. Nada le es
imposible. Si el poder de Dios fuera limitado. Podríamos desesperar, pero
viéndole vestido de omnipotencia, ninguna oración es demasiado difícil para
impedirle contestarla, ninguna necesidad demasiado grande para impedirle
suplirla, ninguna pasión demasiado violenta para impedirle dominarla, ninguna
tentación demasiado fuerte para impedirle librarnos de la misma, ninguna
aflicción demasiado profunda para impedirle aliviarla.
“Jehová es la
fortaleza de mi vida: ¿de quién he de atemorizarme?” (Sal. 27:1). “A Aquel que
es poderoso para hacer las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o
pensamos, según el poder que actúa en nosotros, a él sea la gloria en la
Iglesia y en Cristo Jesús, por todas las generaciones de todas las edades, para
siempre. Amen” (Efe. 3:20,21)
LECCIÓN:
10
LA FIDELIDAD DE DIOS
“Conoce, pues,
que Jehová tu Dios es Dios, Dios fiel” (Deut. 7:9). La infidelidad es uno de
los pecados más predominantes de estos días malos. En el mundo de los negocios,
salvo excepciones cada vez más raras, los hombres no se sienten ligados ya a la
palabra empeñada. En la esfera social, la infidelidad conyugal abunda por todos
lados; los sagrados lazos del matrimonio son quebrantados con la misma
facilidad con que se desecha una prenda vieja. En el reino eclesiástico, miles
que prometieron solemnemente predicar la verdad, la atacan y niegan sin
escrúpulo alguno.
Ningún lector
o escritor puede pretender ser inmune a este terrible pecado; ¡de cuántas
maneras diferentes hemos sido infieles a Cristo y a la luz y privilegios que
Dios nos ha confiado! Esta cualidad es esencial a su ser, sin ella no sería
Dios. Para Dios, ser infiel sería obrar en contra de su naturaleza, lo cual es
imposible: “Si fuéremos infieles él permanece fiel: no se puede negar a sí
mismo” (2Tim. 2:13). La fidelidad es una de las gloriosas perfecciones de su
ser. Es como si estuviera vestido de ella: “Oh Jehová, Dios de los ejércitos,
¿quién como tú? Poderoso eres, Jehová, y tu verdad está en torno de ti” (Sal.
89:8). Asimismo, cuando Dios fue encarnado, fue dicho: “La justicia será el cinturón
de sus lomos, y la fidelidad lo será de su cintura.” (Isa. 11:5).
¡Qué palabra
la del Salmo 36:5: “Jehová, hasta los cielos es tu misericordia; tu verdad
hasta las nubes!” La fidelidad inmutable de Dios está muy por encima de la
comprensión finita. Todo lo concerniente a Dios es vasto, grande, incomparable.
El nunca olvida, ni falta a su Palabra; nunca la pronuncia con vacilación,
nunca renuncia a ella. El Señor se ha comprometido a cumplir cada promesa y
profecía, cada pacto establecido y cada amenaza, porque “Dios no es hombre,
para que mienta; ni hijo de hombre para que se arrepienta. El dijo, “¿y no lo
hará?; habló ¿y no lo ejecutará?” (Núm. 23:19).
Por ello
exclama el creyente: “Nunca decayeron sus misericordias. Nuevas son cada
mañana; grande es tu fidelidad” (Lam. 3:22,23). Las ilustraciones sobre la
fidelidad de Dios son muy abundantes en las Escrituras. Hace más de cuatro mil
años, El dijo: “Mientras exista la tierra, no cesarán la siembra y la siega, el
frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche” (Gén. 8:22). Cada
año que pasa es una nueva prueba del cumplimiento de esta promesa por parte de
Dios.
En Génesis 15
leemos que Jehová declaró a Abraham: “Entonces Dios dijo a Abram: “Ten por
cierto que tus descendientes serán extranjeros en una tierra que no será suya,
y los esclavizarán y los oprimirán 400 años. Pero yo también juzgaré a la
nación a la cual servirán, y después de esto saldrán con grandes riquezas. Pero
tú irás a tus padres en paz y serás sepultado en buena vejez. En la cuarta
generación volverán acá,” (vs. 13-16).
Los siglos
siguieron su curso, y los descendientes de Abraham gemían mientras cocían
ladrillos en Egipto. ¿Había olvidado Dios su promesa? No, por cierto. Leamos
(Exo. 12:41): Pasados los 430 años, en el mismo día salieron de la tierra de
Egipto todos los escuadrones de Jehová. Dios, hablando por el profeta Isaías,
declaró: “Por tanto, el mismo Señor os dará la señal: He aquí que la virgen
concebirá y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel” (Isa. 7:14).
De nuevo
Pasaron los siglos, “pero venido el cumplimiento del tiempo, Dios envió su
Hijo, nacido de mujer” (Gál. 4:4). Dios es veraz. Su palabra de promesa es
segura. En todas sus relaciones con su pueblo Dios es fiel. En El, él hombre
puede confiar. Nadie ha confiado jamás en Dios en vano. Esta verdad preciosa la
encontramos expresada en cualquier lugar de la Escritura, porque su pueblo
necesita saber que la fidelidad es una parte esencial del carácter divino.
Este es el
fundamento de nuestra confianza. Pero una cosa es aceptar la fidelidad de Dios
como una verdad divina, y otra muy distinta actuar de acuerdo con ella. Dios
nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, pero ¿contamos realmente con su
cumplimiento? ¿Esperamos, en realidad, que haga por nosotros todo lo que ha
dicho? ¿Descansamos con seguridad absoluta en las palabras: “Fiel es el que
prometió”? (Heb. 10:23).
Hay épocas en
la vida de todos los hombres, incluso en la de los cristianos, cuando no es
fácil creer que Dios es fiel. Nuestra fe es penosamente probada, nuestros ojos
oscurecidos por las lágrimas, y no podemos acertar a ver la obra de su amor.
Los ruidos del mundo aturden nuestros oídos perturbados por los susurros ateos
de Satanás, que nos impiden oír los acentos dulces de su tierna y queda voz.
Los planes que
acariciábamos han sido desbaratados, algunos amigos en los cuales confiábamos
nos han abandonado, alguien que profesaba ser nuestro hermano en Cristo nos ha
traicionado. Nos tambaleamos. Intentamos ser fieles a Dios, pero una oscura
nube le esconde de nosotros. Encontramos que, para el entendimiento carnal, es
difícil, mejor dicho, imposible armonizar los reveses de la providencia con sus
gratas promesas. “¿Quién hay entre vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de
su siervo? El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de
Jehová, y apóyese en su Dios” (Isa. 50:10).
Cuando seamos
tentados a dudar de la fidelidad de Dios gritemos: “¡Vete, Satanás!. Aunque no
podamos armonizar el proceder misterioso de Dios con las declaraciones de su
amor, espera en él, y pídele más luz. El te lo mostrará a su debido tiempo. “Lo
que yo hago, tú no entiendes ahora; mas lo entenderás después” (Juan. 13:79.
Los resultados
mostrarán que Dios no ha olvidado ni defraudado a los suyos. “Empero Jehová
esperará para tener piedad de vosotros, y por tanto será ensalzado teniendo de
nosotros misericordia: porque Jehová es Dios de juicio; bienaventurados todos
los que le esperan” (Isa. 30:18). “Tus testimonios, que has recomendado, son
rectos y muy fieles” (Sal. 129:36). Dios no sólo ha hecho saber lo mejor, sino
que no nos ha escondido lo peor.
Nos ha
descrito fielmente la ruina que la caída trajo consigo. Ha diagnosticado
fielmente el estado terrible que ha producido el pecado. Nos ha hecho conocer
su oído arraigado hacia el mal, y que éste debe ser castigado. Nos ha prevenido
fielmente que El es “fuego consumidor” (Heb. 12:29). Su palabra no sólo abunda
en ilustraciones de su fidelidad en el cumplimiento de sus promesas, sino que
también registra numerosos ejemplos de su fidelidad en el cumplimiento de sus
amenazas.
Cada etapa de
la historia de Israel ejemplifica este hecho solemne. Lo mismo sucede en lo
referente a los individuos: Faraón, Acán y otros muchos son otras tantas
pruebas; a menos que hayamos acudido ya, o que acudamos a Cristo en busca de
refugio, el tormento eterno del lago de fuego será el que nos espere. Dios es
fiel. Dios es fiel al proteger a su pueblo. “Fiel es Dios, por el cual sois
llamados a la participación de su Hijo” (1Cor. 1:9).
En el
versículo precedente se promete que Dios confirmará a los suyos hasta el fin.
La fe del apóstol en la absoluta seguridad de la salvación de los creyentes se
basaba, no en el poder de sus resoluciones ni en su capacidad para perseverar,
sino en la veracidad de Aquel que no puede mentir. Dios no permitirá que
perezca ninguno de los que forman parte de la herencia que ha dado a su Hijo,
sino que ha prometido librarles del pecado y la condenación, y hacerles
participes de la vida eterna en gloria. Dios es fiel al disciplinar a los
suyos.
Es tan fiel en
lo que retiene como en lo que da. Fiel al enviar penas, tanto como al dar
alegrías. La fidelidad de Dios es una verdad que debemos reconocer, no sólo
cuando estamos en paz, sino también cuando sufrimos la más severa reprensión.
Este
reconocimiento debe estar en nuestro corazón, no debe ser de labios solamente.
Es la fidelidad de Dios la que maneja la vara con la que nos hiere. Reconocerlo
así equivale a humillarnos delante de El y confesar que merecemos su corrección,
y, en lugar de murmurar, darle gracias. Dios nunca aflige sin razón: “Por lo
cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros” (1Cor. 11:30), ilustra
este principio. Cuando su vara cae sobre nosotros digamos con Daniel: “Tuya es,
Señor, la justicia, y nuestra la confusión de rostro” (Dan. 9:7). “Conozco, oh
Jehová, que tus juicios son justicia, y que conforme a tu fidelidad me
afligiste” (Sal. 119:75). La pena y la aflicción son no sólo compatibles con el
amor prometido en el pacto eterno, sino partes de la administración del mismo.
Dios es fiel,
no solamente a pesar de las aflicciones, sino también al enviarlas. “Entonces
visitaré con vara su rebelión, y con azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de
él mi misericordia, ni falsearé mi verdad” (Sal. 89:32,33). El castigo es, no
sólo reconciliable con su misericordia, sino el efecto y la expresión de la
misma. ¡Cuánta más paz de espíritu tendría el pueblo de Dios si cada uno
recordara que su pacto de amor le obliga a enviar corrección cuando es
conveniente!
Las
aflicciones nos son necesarias: “En su angustia madrugarán a mí” (Oseas 5:15).
Dios es fiel al glorificar a sus hijos. “Fiel es el que os ha llamado; el cual
también lo hará” (1Tes. 5:24). Aquí se refiere a los santos que son guardados enteros
sin reprensión para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Dios no nos trata
según nuestros méritos (pues no tenemos ninguno), sino según su propio gran
nombre.
Dios es fiel a
sí mismo y a su propio propósito de gracia: “A los que llamó. A estos también
glorificó” (Rom. 5:30). Dios da una demostración plena de la permanencia de su
bondad eterna hacia sus escogidos al llamarlos eficazmente de las tinieblas a
su luz admirable; y esto debería asegurarles plenamente de la certeza de su
perseverancia. “El fundamento de Dios está firme” (2Tim. 2:19). Pablo
descansaba en la fidelidad de Dios cuando dijo: “Yo sé a quien he creído, y estoy
cierto que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2Tim. 1:12).
La comprensión
de esta bendita verdad nos librará de la inquietud. Cuando estamos llenos de
ansiedad, cuando vemos nuestra situación con temor, cuando miramos al mañana
con pesimismo, estamos rechazando la fidelidad de Dios. El que ha cuidado de su
hijo a través de los años no lo abandonará cuando sea viejo. El que ha oído tus
oraciones en el pasado, no dejará de suplir tus necesidades en el momento de
apuro. Descansa en Job 5:19: “En seis tribulaciones te librará, y en la séptima
no te tocará el mal”.
La comprensión
de esta bendita verdad refrenará nuestra murmuración. El Señor sabe qué es lo
mejor para cada uno de nosotros, y el descansar en esta verdad acallará
nuestras quejas impacientes. Dios será grandemente honrado si, cuando pasamos
por la prueba y la reprensión, tenemos buena memoria de El, vindicamos su
sabiduría y justicia, y reconocemos su amor incluso en la misma reprobación.
La comprensión
de esta bendita verdad aumentará nuestra confianza en Dios. “Por eso los que
son afligidos según la voluntad de Dios, encomiéndenle sus almas, como fiel
Creador, haciendo bien” (1Ped. 4:19). Cuando depositemos confiadamente nuestras
vidas y nuestras cosas en las manos de Dios, plenamente persuadidos de su amor
y fidelidad, pronto nos contentaremos con sus provisiones, y nos daremos cuenta
que “Dios lo hace todo bien”.
LECCIÓN:
11
LA BONDAD DE DIOS
“Alabad a
Jehová, porque es bueno” (Sal. 136:1). La “bondad” de Dios corresponde a la
perfección de su naturaleza: “Dios es luz, y en él no hay ningunas tinieblas”
(Juan. 1:5). La perfección de la naturaleza de Dios es tan absoluta que no hay
nada en ella que sea incompleta o defectuosa, ni nada pueda serle añadida o
mejorarla. Sólo El es originalmente bueno, en sí mismo; las criaturas pueden
ser buenas sólo por la participación y comunicación que viene de Dios.
El es bueno
esencialmente, y no sólo bueno, sino la bondad misma; la bondad de la criatura
es sólo una cualidad sobre añadida, mientras que en Dios es su misma esencia.
El es infinitamente bueno; la bondad en la criatura es como una gota, en Dios
es como un océano infinito. El es bueno eterna e inmutablemente, porque no
puede ser menos bueno de lo que es. En Dios no cabe la adición ni la
substracción. Dios es “súmmum bonum”, el sumo bien. Dios es, no sólo el más
grande de todos los seres sino también el mejor.
Todo el bien
que puede haber en una criatura le ha sido impartido por el creador, pero la
bondad es propia en Dios porque es la esencia de su naturaleza eterna. Dios era
eternamente bueno antes de que hubiera ninguna manifestación de su gracia, y
antes de que existiera ninguna criatura a la cual impartirla o con la cual
ejercitarla, del mismo modo que era infinito en poder desde toda la eternidad,
antes de que hubiera uso de su omnipotencia.
De ahí que la
primera manifestación de su perfección divina fuera dar el ser a todas las
cosas. “Bueno eres tú, y bienhechor” (Sal. 119,68). Dios tiene, en sí mismo, un
tesoro infinito e inagotable de bendición que es suficiente para llenarlo todo.
Todo lo que
emana de Dios -sus decretos, sus leyes, su providencia, la creación- no puede
ser sino bueno, como está escrito: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he
aquí que era bueno en gran manera” (Gén. 1; 31). Así, que, la bondad de Dios se
revela, en primer lugar, en la creación. Cuando más detenidamente estudiamos a
la criatura, más evidente es la bondad de Dios.
Tomemos al
hombre, la suprema entre las criaturas terrestres, como ejemplo. Todo, en la
Escritura de nuestros cuerpos, atestigua la bondad de su Creador. ¡Cuán
adecuadas son las manos para llevar a cabo su trabajo! ¡Cuán benévolo al
proveer de párpados y cejas a los ojos para su protección! Y así podríamos
seguir indefinidamente.
Sin embargo,
la bondad del creador no se limita al hombre, sino que es ejercitada para con
todas las criaturas. “Los ojos de todos esperan en ti, y Tú les das su comida en
su tiempo. Abres tu mano, y colmas de bendición a todo viviente” (Sal. 145;15, 16).
Podrían escribirse volúmenes enteros, -más de los que ya se han escrito- para
ampliar esta verdad. Dios ha hecho abundante provisión para suplir las
necesidades de los pájaros del aire, los animales del bosque y los peces del
mar.
“El da
mantenimiento a toda carne, porque para siempre es su misericordia” (Sal.
33:5). Verdaderamente, “de la misericordia de Jehová está llena la Tierra”
(Sal. 136:25). La bondad de Dios es notoria en la variedad de placeres
naturales que ha provisto para sus criaturas. Dios podía haberse contentado
satisfaciendo nuestra hambre sin que la comida fuera agradable a nuestro
paladar. ¡Qué evidente es su bondad en la variedad de gustos que ha dado a la
carne, las verduras y las frutas! Dios nos ha dado, no sólo los sentidos, sino
también aquello que lo satisface; y esto, también, revela su bondad.
La tierra
podía haber sido igualmente fértil sin que su superficie fuera tan
satisfactoriamente variada. Nuestra vida física podría haberse mantenido sin
las flores hermosas que regalan nuestra vista y que exhalan dulces perfumes.
Podríamos
haber andado sin que los oídos nos trajeran la música de los pájaros. ¿De dónde
proviene, pues, esta hermosura, este encanto tan generosamente vertido sobre la
faz de la naturaleza? Verdaderamente, “las misericordias de Jehová sobre todas
sus obras” (Sal. 145:9). La bondad de Dios se manifiesta en el hecho de que,
cuando el hombre quebrantó la ley de su creador, no comenzó en seguida una
dispensación de pura ira.
Dios podía muy
bien haber privado a las criaturas caídas de toda bendición, consuelo y placer.
En lugar de hacerlo así, introdujo un régimen mixto, de misericordia y de
juicio. Si consideramos debidamente este hecho, notaremos qué maravilloso es; y
cuando mas detenidamente lo estudiemos, más claramente aparecerá que “la
misericordia triunfa sobre el juicio” (Stg. 2; 13). A pesar de todos los males
que acompañan nuestro estado caído, la balanza del bien prevalece grandemente.
Con
relativamente raras excepciones, los hombres y mujeres conocen muchísimos más
días de buena salud que de enfermedad y dolor. En la creación hay mucha más
felicidad que desdicha. Incluso para nuestras penas hay considerable alivio, y
Dios ha dado a la mente humana una flexibilidad que le permite adaptarse a las
circunstancias y sacar el mejor provecho posible de ellas. La bondad de Dios no
puede ser puesta en entredicho porque haya sufrimiento y dolor en el mundo.
Si el hombre
peca contra la bondad de Dios, si menosprecia las riquezas de su benignidad, y
paciencia, y longanimidad, y después, por su dureza y por su corazón no
arrepentido, atesora para sí ira para el día de la ira (Rom. 2:4,5), ¿a quién
puede culpar si no a sí mismo?
Si Dios no
castigara a los que hacen mal uso de sus bendiciones, abusan de su benevolencia
y pisotean sus misericordias, ¿sería El “bueno"? Cuando Dios libre la
tierra de los que han quebrantado sus leyes, desafiando su autoridad,
escarnecido a sus mensajeros, despreciado a su Hijo y perseguido a aquellos por
los que Cristo murió, la bondad de Dios no sufrirá, sino que, por el contrario,
ello será el ejemplo más brillante de la misma.
La bondad de
Dios apareció más gloriosa que nunca cuando “envió a su Hijo, hecho de mujer,
hecho súbdito a la ley, para que redimiese a los que estaban debajo de la ley,
a fin de qué recibiésemos la adopción de hijos” (Gál. 4:4,5). Fue entonces
cuando una multitud de las huestes celestes alabó a su Creador y dijo: “Gloria
en las alturas a Dios y en la tierra paz, Buena voluntad para con los hombres”
(Luc. 2:14).
Sí, en el
Evangelio, “la gracia (en el original griego “bondad”) de Dios que trae
salvación a todos los hombres, se manifestó” (Tito 2:11). Tampoco la bondad de
Dios puede ser puesta en entredicho porque no hiciera objeto de su gracia
redentora a todas las criaturas pecadoras. Tampoco lo hizo así con los ángeles
caídos.
Si Dios
hubiera dejado que todos perecieran, ello no se hubiera reflejado en su bondad.
Al que discuta tal afirmación le recordamos la soberana prerrogativa de nuestro
Señor: “¿No me es lícito a mí hacer lo que quiero con lo mío? o ¿es malo tu
ojo, porque yo soy bueno” (Mat.. 20:15). “Alaben la misericordia de Jehová, y
sus maravillas para con los hijos de los hombres” (Sal. 107:8). La gratitud es
la respuesta justamente requerida de los que son objeto de su benevolencia;
pero, porque su bondad es tan constante y abundante, a nuestro gran Benefactor
le es negada a menudo esta gratitud.
Es tenida en
poca estima porque es ejercida hacia nosotros en el curso normal de los
eventos. No es sentida porque la experimentamos diariamente. “¿Menosprecias las
riquezas de su benignidad?” (Rom. 2:4). Su bondad es “menospreciada” cuando no
es perfeccionada como medio de llevar a los hombres al arrepentimiento, sino
que, por el contrario, sirve para endurecerlos al suponer que Dios pasa por
alto su pecado.
La bondad de
Dios es la esencia de la confianza del creyente. Esta excelencia de Dios es la
que más apela a nuestros corazones. Su bondad permanece para siempre, y, por
ello nunca deberíamos desanimarnos: “Bueno es Jehová para fortaleza en el día
de la angustia; y conoce a los que en él confían” (Nah. 1:7).
Cuando otros
se portan mal con nosotros, ello debería llevarnos a dar gracias al Señor,
porque él es bueno; y, cuando somos conscientes de estar lejos de ser buenos,
deberíamos bendecirle más reverentemente, porque El es bueno. No debemos
permitirnos ni un momento de incredulidad acerca de la bondad de Dios; aunque
todo lo demás sea puesto en duda, esto es absolutamente cierto: Jehová es
bueno; sus privilegios pueden variar, pero su naturaleza es siempre la misma.
LECCIÓN:
12
LA PACIENCIA DE DIOS
“Clemente y
misericordioso es Jehová, lento para la ira” (Sal. 145:8). Se ha escrito mucho
menos sobre ésta que sobre las demás excelencias del carácter Divino. No pocos
de los que se han extendido sobre sus atributos, han dejado de comentar la
paciencia de Dios. No es fácil hallar la razón, ya que la longanimidad de Dios
es, ciertamente, una de las perfecciones divinas, tanto como puedan serlo su
sabiduría, poder o santidad, y es, por nuestra parte, tan digna de admiración y
reverencia como las demás.
Es verdad que
este término no se encuentra en la concordancia tan frecuentemente como los
otros, pero la gloria de esta gracia brilla en casi cada una de las páginas de
las Escrituras. ¡Cuánto bien nos perdemos al no meditar con frecuencia sobre la
paciencia de Dios, y al no orar fervientemente para que nuestros corazones y
caminos sean hechos conforme a la misma.
Con toda
probabilidad, la razón principal de que tantos escritores hayan dejado de
ofrecernos algo, separadamente, sobre la paciencia de Dios, ha sido la
dificultad en distinguir entre este atributo y la bondad y misericordia,
particularmente esta última. La longanimidad de Dios se menciona una y otra vez
en relación a su gracia y misericordia, como puede comprobarse en Exo. 34:6;
Núm. 14:18; Sal. 86:15.
Que la
paciencia de Dios es, en realidad, una manifestación de su misericordia, es
algo que no puede negarse (al menos ésta es una manera en la cual se manifiesta
frecuentemente) ; pero lo que no podemos aceptar es que sean una misma
excelencia, y que no pueda separarse la una de la otra. Puede que el distinguir
entre ellas no sea fácil; no obstante, la Escritura nos autoriza plenamente a
atribuir a la una lo que no podemos atribuir a la otra.
El puritano
Stephen Charnock definía la paciencia de Dios del modo siguiente: “Es una parte
de la bondad y misericordia de Dios, y, sin embargo, difiere de ambas. Dios,
siendo la bondad más grande, tiene la mayor benignidad; la benignidad es
siempre la compañera de la verdadera bondad, y cuanto mayor la bondad, mayor la
benignidad. ¿Quién tan santo como Cristo? ¿Y quién tan manso?
La lentitud de
Dios para la ira es una consecuencia de su misericordia: “Clemente y
misericordioso es Jehová, lento para la ira” (Sal. 145:8). Difiere de la
misericordia en la consideración formal del tema: la misericordia concierne a
la criatura como miserable, la paciencia como criminal; la misericordia se
apiada de ella en su miseria, la paciencia sufre el pecado que engendró la
miseria, y da lugar a más.”
Ahora
personalmente, definiríamos la paciencia divina como el poder de control que
Dios ejerce sobre sí mismo haciéndole ser indulgente con el impío y que detiene
por tanto tiempo el castigarle. En Nah. 1:3, leemos: “Jehová es tardo para la
ira, y grande en poder”, acerca de lo cual decía Charnock: “Los hombres grandes
según el mundo son irascibles, y no perdonan tan fácilmente las ofensas que les
infligen como los de más humilde condición. Es la falta de poder sobre sí
mismos lo que hace a estos hombres reaccionar impropiamente a la provocación.
El príncipe
que puede dominar sus pasiones es el Rey, no sólo para sus súbditos, sino
también para si mismo. Dios es tardo para la ira porque es grande en poder. El
no tiene menos poder sobre si mismo que sobre sus criaturas.” Creemos que es en
este punto que la paciencia de Dios se distingue más claramente de su
misericordia. Aunque beneficie a la criatura, la paciencia de Dios concierne
principalmente a él; es la limitación que ha impuesto a sus actos por su propia
voluntad; mientras que su misericordia acaba enteramente en la criatura.
La paciencia
de Dios es la excelencia que le hace soportar graves ofensas sin vengarlas
inmediatamente. El tiene el poder de la paciencia así como también el de la
justicia. De ahí que la palabra hebrea usada para describir la longanimidad
divina, sea traducida como “tardo para la ira” en Neh. 9:17, Sal. 103:8.
No es que haya
pasiones en la naturaleza divina, sino que Dios, en su sabiduría y voluntad, se
complace en actuar con la nobleza y sobriedad propias de su sublime majestad.
Hagamos notar, en apoyo de la anterior definición, que fue a esta excelencia
del carácter divino que Moisés apeló cuando Israel pecó gravemente en Cadés Barnea,
provocando la ira vehemente de Dios. El Señor dijo a su siervo: “Yo le heriré
de mortandad, y lo destruiré”. Fue entonces que el característico mediador
apeló: “Te ruego que sea magnificada la fortaleza del Señor, como lo hablaste,
diciendo: Jehová, tardo de ira”, (Núm. 14:17,18).
Así pues, su
“longanimidad” es su “poder” de auto sujeción. Además, en Rom. 9:22, leemos:
“¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar la ira y hacer notoria su potencia, soportó
con mucha mansedumbre (paciencia) los vasos de ira preparados para muerte?” Si
Dios rompiera inmediatamente esos vasos reprobados, su poder de dominio propio
no sería tan notable; al sobrellevar su impiedad por tanto tiempo sin
castigarla, queda demostrado gloriosamente el poder de su paciencia.
Es verdad que
el impío interpreta su longanimidad de manera muy diferente “Porque no se
ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los
hombres está en ellos lleno para hacer mal” (Ecl. 8:11) -pero, con todo, el ojo
del ungido adora lo que ellos agravian.
“El Dios de la
paciencia” (Rom. 15:5) es uno de los títulos divinos. La Deidad es así
denominada porque, en primer lugar, Dios es el autor y el objeto de la gracia
de la paciencia en la criatura. En segundo lugar, porque esto es lo que El es
en sí mismo: la paciencia es una de sus perfecciones. En tercer lugar, como
modelo para nosotros: “Vestíos pues, como escogidos de Dios, santos y amados,
de entrañas de misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de
tolerancia” (Col. 3:12). “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados”
(Efe. 5:1).
Cuando seamos
tentados a sentirnos disgustados por la torpeza de alguien o a vengarnos del
que nos ha ofendido, recordemos la paciencia y longanimidad de Dios para con
nosotros. La paciencia de Dios se manifiesta en su trato con los pecadores.
Cuán sorprendentemente se puso de manifiesto para con los hombres
antediluvianos. Cuando la humanidad estaba totalmente degenerada, y toda carne
había corrompido sus caminos, Dios no la destruyó sin antes advertirlo. Dios
“esperó” (1Ped. 3:20), probablemente, no menos de ciento veinte años (Gén.
6:3), durante los cuales Noé fue “pregonero de justicia” (2Ped. 2:5).
Del mismo
modo, más tarde, cuando los gentiles no sólo adoraban más a la criatura que al
Creador, sino que cometían las abominaciones más viles, contrarias incluso a
los dictados de la naturaleza (Rom. 1:1926), llenando así la medida de su
iniquidad, Dios, en lugar de usar su espada para exterminarlos, dejó “a todas
las gentes andar en sus caminos”, y dio “lluvias del cielo y tiempos
fructíferos” (Hech. 14:16,17).
La paciencia
de Dios fue maravillosamente ejercida y manifestada para con Israel. Primero
“por tiempo como de cuarenta años soportó sus costumbres en el desierto” (Hech.
13:18). Más tarde, cuando ya habían entrado en Canaán, los israelitas siguieron
las costumbres impías de los pueblos que les rodeaban, volviéndose a la
idolatría; y aunque entonces Dios les castigó severamente, no los destruyó por
completo, sino que, en su angustia, levantó para ellos libertadores.
Cuando su
iniquidad alcanzó extremos tales que sólo un Dios de paciencia infinita podía
tolerarles, El, con todo, aplazó el castigo durante muchos años antes de
permitir que fueran transportados a Babilonia. Finalmente, cuando su rebelión
contra El alcanzó el clímax al crucificar a su Hijo, Dios esperó cuarenta años
antes de enviar a los romanos contra ellos y eso no antes de haberlos juzgado
“indignos de la vida eterna” (Hech. 13:46).
¡Qué
maravillosa es la paciencia de Dios para con el mundo de hoy día! Por todos
lados las gentes pecan audazmente. La ley divina es pisoteada, y Dios mismo es
despreciado. Es verdaderamente asombroso que no fulmine al instante a quienes
les retan tan descaradamente.
¿Por qué no
extermina de golpe al arrogante infiel y al blasfemo vociferante, como hizo con
Ananías y Safira? ¿Por qué no hace que la tierra se abra y devore a los
perseguidores de su pueblo, de modo que, como Dathán y Abiram, desciendan vivos
al abismo? ¿Y qué de la cristiandad apóstata, donde toda forma posible de
pecado se tolera y practica al abrigo del nombre Santo de Cristo? ¿Por qué la
justa ira del cielo no pone fin a tanta abominación? Sólo es posible una
explicación: porque Dios soporta “con mucha mansedumbre los vasos de ira
preparados para muerte”. ¿Y qué del que esto predica y del que oye?
Examinemos
nuestra vida. No hace mucho que seguíamos a la multitud haciendo lo malo, y no
teníamos interés alguno en Dios ni en su gloria, viviendo sólo para agradarnos
a nosotros mismos. ¡Cuán paciente e indulgente fue para con nuestra conducta
impía! Y ahora que la gracia nos ha arrebatado como tizones del fuego, nos ha
dado un lugar en la familia de Dios y nos ha engendrado para una herencia
eterna en gloria, que miserablemente le correspondemos. ¡Qué superficial es nuestra
gratitud, qué lenta nuestra obediencia, qué frecuentes son nuestras
reincidencias! Una de las razones por las que Dios permite al creyente
permanecer en la carne es para manifestar cuán “paciente es para con nosotros”
(2Ped. 3:9).
Puesto que
este atributo divino se revela solamente en el presente mundo, Dios lo usa para
extenderlo a “los suyos”. Ojalá que la meditación de esta excelencia divina
ablandara nuestros corazones, enterneciera nuestras conciencias, e hiciera que
aprendiésemos en la escuela de la experiencia santa la “paciencia de los
santos”, es decir, la sumisión a la voluntad de Dios y la perseverancia en el
bien hacer.
Busquemos
fervientemente gracia para imitar esta excelencia divina. “Sed, pues, vosotros
perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat. 5:45);
en el inmediato contexto, Cristo nos exhorta a amar a nuestros enemigos,
bendecir a los que nos maldicen, y hacer bien a los que nos aborrecen. Dios es
paciente con el impío, no obstante la multitud de sus pecados; ¿desearemos
nosotros vengarnos por una sola ofensa?
LECCIÓN:
13
LA GRACIA DE DIOS
“Y si por
gracia, luego no por las obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y si
por las obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra”. (Rom.
11:6) Esta perfección del carácter divino es ejercida sólo para con los
elegidos. Ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se menciona jamás la
gracia de Dios en relación con el género humano en general, y mucho menos en
relación con otras de sus criaturas.
En esto se
distingue de la “misericordia”, porque ésta es “sobre todas sus obras” (Sal.
145:9). La gracia es la única fuente de la cual fluye la buena voluntad, el
amor y la salvación de Dios para sus escogidos. Abraham Booth, en su libro “El
Reino de la Gracia”, describe así este atributo del carácter divino: “Es el
favor eterno y totalmente gratuito de Dios, manifestado en la concesión de
bendiciones espirituales y eternas a las criaturas culpables e indignas”.
La gracia
divina es el favor soberano y salvador de Dios, ejercido en la concesión de
bendiciones a los que no tienen mérito propio, y por las cuales no se les exige
compensación alguna. Más aún; es el favor que Dios muestra a aquellos que, no
sólo no tienen méritos en sí mismos, sino que, además, merecen el mal y el
infierno. Es completamente inmerecida, y nada que pueda haber en aquellos a
quienes se otorga puede lograrla. La gracia no puede ser comprada, lograda ni
ganada por la criatura. Si lo pudiera ser, dejaría de ser gracia. Cuando se
dice de una cosa que es de “gracia”, se quiere decir que el que la recibe no
tiene derecho alguno sobre ella, que no se le adeudaba. Le llega como simple
caridad, y, al principio, no la pidió ni la deseó.
La exposición
más completa que existe de la asombrosa gracia de Dios se halla en las
epístolas del apóstol Pablo. En sus escritos, la gracia se muestra en directo
contraste con las obras y méritos, todas las obras y méritos, de cualquier
clase o grado que sean. Esto aparece claro y concluyente en Rom. 11:6: “Y si
por gracia, luego no por las obras; de otra manera la gracia ya no es gracia. Y
si por las obras, ya no es gracia; de otra manera la obra ya no es obra”.
La gracia y
las obras no pueden mezclarse, como tampoco pueden la luz con las tinieblas
“Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don
de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (Efe. 2:8,9). El favor
absoluto de Dios no es compatible con el mérito humano; ello sería tan
imposible como mezclar el agua y el aceite: veamos Rom. 4:4,5. “Al que obra, no
se le considera el salario como gracia, sino como obligación. Pero al que no
obra, sino que cree en aquel que justifica al impío, se considera su fe como
justicia.” La gracia divina tiene tres características principales.
En primer
lugar, es eterna. Fue ideada antes de ser empleada, propuesta antes de ser
impartida: “Que nos salvó y llamó con vocación santa, no conforme a nuestras
obras, mas según el intento suyo y gracia, la cual nos es dada en Cristo Jesús
antes de los tiempos de los siglos” (2Tim. 11:9). En segundo lugar, es
gratuita, ya que nadie jamás la adquirió: “Siendo justificados gratuitamente
por su gracia” (Rom. 3:4). En tercer lugar es soberana, puesto que Dios la
ejerce y la otorga a quien él quiere: “Para que... la gracia reine” (Rom.
5:21).
Si la gracia
“reina”, es que está en el trono, y el que ocupa el trono es soberano. De ahí
“el trono de gracia” (Heb. 4:16). La gracia, al ser un favor inmerecido, ha de
ser concedida de una manera soberana. Por ello declara el Señor: “Tendré
misericordia del que tendré misericordia” (Efe. 33:19). Si Dios mostrara su
gracia para con todos los descendientes de Adán, éstos llegarían en seguida a
la conclusión de que Dios estaba obligado a llevarles al cielo como
compensación por haber permitido que la raza humana cayera en pecado. Pero el
gran Dios no está obligado para con ninguna de sus criaturas, y mucho menos
hacia las que le son rebeldes.
La vida eterna
es una dádiva, y por, lo tanto, no puede conseguirse por las obras, ni
reclamarse como un derecho. Si, pues, la salvación es una dádiva, ¿quién tiene
derecho alguno para decir a Dios a quien debería concederla? Y no es que el
bendito Dador niegue este don a quien lo busca con todo el corazón, y según las
reglas que él ha prescrito. No, él no rechaza a nadie que vaya con manos vacías
y por el camino que ha establecido. Pero si Dios decide ejercer su derecho
soberano de escoger de entre un mundo lleno de pecadores e incrédulos un número
limitado para salvación, ¿quién puede sentirse perjudicado? ¿Está obligado Dios
a dar por la fuerza su dádiva a aquellos que no la aprecian? ¿Está obligado a
salvar a los que han resuelto seguir sus propios caminos?
Así y todo,
nada hay que ponga más furioso al hombre natural y que más saque a la
superficie su enemistad innata arraigada contra Dios, que el hacerle ver que su
gracia es eterna, gratuita y absolutamente soberana. Para el corazón no
quebrantado es demasiado humillante el aceptar que Dios formó su propósito
desde la eternidad, sin consultar para nada a la criatura. Para el que se cree
recto es demasiado duro el creer que la gracia no puede conseguirse ni ganarse
por el propio esfuerzo. Y el hecho de que la gracia separa a los que quiere
para hacerles objeto de sus favores provoca las protestas acaloradas de los
rebeldes orgullosos.
El barro se
levanta contra el Alfarero y pregunta: “¿Por qué me has hecho tal?” El rebelde
desaforado se atreve a disputar la justicia de la soberanía divina. La gracia
distintiva de Dios se muestra al salvar a los que él, en su soberanía, ha
separado para ser sus predilectos. Por “distintiva” entendemos la gracia que
distingue, que hace diferencia, que escoge a algunos y pasa por alto a otros.
Fue esta gracia la que sacó a Abraham de entre sus vecinos idólatras, e hizo de
él “el amigo de Dios”.
Fue esta
gracia la que salvó a “publicanos y pecadores”, y dijo de los fariseos
religiosos “dejadlos” (Mat. 15:14). La gloria de la gracia gratuita y soberana
de Dios brilla de manera visible más que en ninguna otra parte, en la
indignidad y diversidad de los que la reciben. “La ley entró para agrandar la
ofensa, pero en cuanto se agrandó el pecado, sobreabundó la gracia” Rom 5:20.
Manases fue un monstruo de crueldad porque pasó a su hijo por fuego y llenó a
Jerusalén de sangre inocente, fue un maestro de iniquidad porque, no sólo
multiplicó, y hasta extremos extravagantes, sus impiedades sacrílegas, sino que
corrompió los principios y pervirtió las costumbres de sus súbditos,
haciéndoles obrar peor que los idólatras paganos más detestables; véase
2Crónicas 33.
Con todo, por
esta gracia superabundante, fue humillado, fue regenerado, y vino a ser un hijo
perdonado por amor, un heredero de la gloria inmortal. “Consideremos el caso de
Saulo, el perseguidor cruel y encarnizado que vomita amenazas, dispuesto a hacer
una carnicería, acosando a las ovejas y matando a los discípulos de Jesús. La
desolación que había causado y las familias que había arruinado no eran
suficientes para calmar su espíritu vengativo. Eran sólo como un sorbo que,
lejos de saciar al sabueso, le hacía seguir el rastro más de cerca y suspirar
más ardientemente por la destrucción. Estaba sediento de violencia y muerte.
Tan ávida e insaciable era su sed que incluso respiraba amenazas y muerte
(Hech. 9:1). Sus palabras eran como lanzas y flechas, y su lengua como espada
afilada. Amenazar a los cristianos era para él natural como el respirar.
En los
propósitos de su corazón rencoroso no había sino deseo de exterminio. Y sólo la
falta de más poder impedía que cada sílaba y cada aliento que salía de su boca
no esparcieran más muerte, y no hiciera caer más discípulos inocentes. ¿Quién,
según los principios de justicia humana, no le hubiera declarado vaso de ira
preparado para una condenación inevitable?
Más aun:
¿quién no hubiera llegado a la conclusión de que, para este enemigo implacable
de la verdadera santidad, estaban reservadas forzosamente las cadenas más
pesadas y la mazmorra más oscura y angustiosa? Con todo, admiremos y adoremos
los tesoros insondables de la gracia; este Saulo fue admitido en la compañía
bendita de los profetas, fue contado entre el noble ejército de los mártires, y
llegó a ser figura destacada entre la gloriosa comunión de los apóstoles.
Veamos otro ejemplo: “La maldad de los corintios era proverbial.
Algunos de
ellos se revolcaban en el cieno de vicios tan abominables, y estaban
acostumbrados a actos de injusticia tan violentos, que eran reprochables
incluso para la naturaleza humana. Con todo, aun estos hijos de violencia,
estos esclavos de la sensualidad, fueron lavados, santificados y justificados
(1Cor. 6:9-11). “Lavados” en la preciosa sangre del Redentor; “santificados”
por la operación poderosa del Espíritu bendito; “justificados” por las
misericordias infinitas y tiernas del buen Dios. Los que en otro tiempo eran aflicción
de la tierra, fueron hechos la gloria del cielo, la delicia de los ángeles.” La
gracia de Dios se manifiesta en el Señor Jesucristo, por él y a través de él.
“Porque la ley por Moisés fue dada; más la gracia y la verdad por Jesucristo
fue hecha” (Juan 1:17).
Ello no quiere
decir que Dios hubiera actuado sin gracia para con nadie antes de que su Hijo
se encarnara; Génesis 6:8, Éxodo 33:19, etc., muestran claramente lo contrario.
Pero la gracia y la verdad fueron reveladas plenamente y declaradas perfectamente
cuando el Redentor vino a esta tierra, y murió por los suyos en la cruz. La
gracia de Dios fluye para sus elegidos sólo a través de Cristo el Mediador.
“Mucho más abundó la gracia de Dios a los muchos, y el don por la gracia de un
hombre, Jesucristo... mucho más reinarán en vida por Jesucristo los que reciben
la abundancia de la gracia, y del don de la justicia... la gracia reine por la
justicia para vida eterna por Jesucristo Señor nuestro” (Rom. 5:15-17,21).
La gracia de
Dios es proclamada en el Evangelio (Hech. 20:24), que es “piedra de tropiezo”
para el judío que se cree justo, y “locura” para el griego vano y filósofo.
¿Cuál es la razón? La de que en el Evangelio no hay nada en absoluto que
halague el orgullo del hombre. Anuncia que no podemos ser salvos si no es por gracia.
Declara que, fuera de Cristo, don inefable de la gracia de Dios, la situación
de todo hombre es terrible, irremediable, sin esperanza.
El evangelio
habla a los hombres como a criminales culpables, condenados y muertos. Declara
que el más honesto de los moralistas está en la misma terrible condición que el
más voluptuoso libertino; que el religioso más vehemente, con todas sus obras,
no está en mejor situación que el infiel más profano. El Evangelio considera a
todo descendiente de Adán como pecador caído, contaminado, merecedor del
infierno y desamparado.
La gracia que
anuncia es su única esperanza. Todos aparecen delante de Dios convictos de
trasgresión de su santa ley, y, por lo tanto, como criminales culpables y
condenados; no esperando a que se dicte la sentencia, sino aguardando la
ejecución de la sentencia dictada ya contra ellos (Juan 3:18). Quejarse de la
parcialidad de la gracia es suicida. Si el pecador persiste en valerse de su
propia justicia, su porción eterna será en el lago de fuego. Su única esperanza
consiste en inclinarse a la sentencia que la justicia divina ha dictado contra
él, reconocer la absoluta rectitud de la misma, abandonarse a la misericordia
de Dios, y presentar las manos vacías para asirse de la gracia de Dios que el
Evangelio le presenta.
La tercera
Persona de la divinidad es el comunicador de la gracia, por lo cual se le
denomina el “Espíritu de gracia” (Zac. 12:10). Dios Padre es la fuente de toda
gracia, porque designó el pacto eterno de redención. Dios Hijo es el único
canal de la gracia. El Evangelio es el promulgador de la gracia. El Espíritu es
dador o aplicador. El es quien aplica el Evangelio con poder salvador al alma:
vivificando a los elegidos cuando todavía están muertos, conquistando sus
voluntades rebeldes, ablandando sus corazones duros, abriendo sus ojos
enceguecidos, limpiándoles de la lepra del pecado.
De ahí que
podamos decir, como G.S. Bishop: “La gracia es la provisión para hombres que
están tan caídos que no pueden levantar el hacha de justicia, tan corrompidos
que no pueden cambiar sus propias naturalezas, tan opuestos a Dios que no
pueden volverse a él, tan ciegos que no le pueden ver, tan sordos que no le
pueden oír, tan muertos que él mismo ha de abrir sus tumbas y levantarlos a la
resurrección”.
LECCIÓN:
14
LA MISERICORDIA DE DIOS
“Alabad a
Jehová, porque es bueno; porque para siempre es su misericordia” (Sal. 136:1).
Dios merece ser muy alabado por esta perfección de su divino carácter. El
salmista exhorta a los santos, tres veces en otros tantos versículos, a dar
gracias a Dios por este adorable atributo. Y, en verdad, esto es lo menos que
puede pedirse a los que se han beneficiado tan grandemente del mismo. Cuando
consideramos las características de esta excelencia divina, no podemos dejar de
bendecir a Dios. Su misericordia es “grande” (1Reyes 3:6), “mucha” (Sal.
119:156), “desde el siglo y hasta el siglo sobre los que le temen” (Sal.
103:17).
Bien podemos
decir con el salmista: “Loaré de mañana tu misericordia” (Sal. 59:16). “Yo haré
pasar todo mi bien delante de tu rostro, y proclamaré el nombre de Jehová
delante de ti; y tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré
clemente para con el que seré clemente” (Exo. 33:19). ¿En qué se diferencian la
“misericordia” y la “gracia” de Dios? La misericordia nace de la bondad de
Dios. La primera consecuencia de la bondad de Dios es su benignidad o merced,
por la cual da libremente a sus criaturas como tales; por eso ha dado el ser y
la vida a todas las cosas. La segunda consecuencia de la bondad de Dios es su
misericordia, la cual denota la pronta inclinación de Dios a aliviar la miseria
de las criaturas caídas. Así, pues, la, “misericordia” presupone la existencia
del pecado.
Aunque no
pueda ser fácil a primera vista percibir una diferencia real entre la gracia y
misericordia de Dios, nos ayudará a ello el estudio detenido de su proceder con
los ángeles. El nunca ha ejercido misericordia en éstos, porque nunca han
tenido necesidad de ella al no haber pecado ni caído bajo los efectos de la
maldición. Aun así, son objeto de la gracia soberana y gratuita de Dios. En
primer lugar porque los escogió de entre la raza entera angélica (1Tim. 5:21).
En segundo lugar, y a consecuencia de su elección, porque Dios los preservó de
la apostasía cuando Satanás se rebeló y se llevó consigo una tercera parte de
las huestes celestiales (Apoc. 12:4).
En tercer
lugar, al hacer de Cristo su Cabeza (Col. 2:10 y 1Ped. 3:22), por lo que están
asegurados eternamente en la condición santa en la que fueron creados. En
Cuarto lugar, debido a la elevada presencia inmediata de Dios (Dan. 7:10),
servirle constantemente en el templo celestial, y recibir cometidos honorables
de él (Heb. 1:14). Esto representa gracia abundante hacia ellos, pero no “misericordia”.
Al tratar de
estudiar la misericordia de Dios según se nos presenta en las Escrituras,
necesitamos hacer una distinción triple para “trazar bien la palabra de
verdad”.
Primeramente,
hay una misericordia general de Dios, que se extiende, no sólo a todos los
hombres, creyentes y no creyentes, sino también a la creación entera: “Sus
misericordias sobre todas sus obras” (Sal. 145:9). “El da a todos vida, y respiración, y todas
las cosas” (Hech. 17:25). Dios tiene compasión de la creación irracional en sus
necesidades y las suple con la provisión apropiada.
Segundo, hay
una misericordia especial que Dios ejerce en los hijos de los hombres,
ayudándoles y socorriéndoles a pesar de sus pecados. A éstos, también, Dios da
lo que necesitan: “hace que su sol salga sobre malos y buenos, y llueva sobre
justos e injustos” (Mat. 5:45).
Tercero, hay
una misericordia soberana que está reservada para los herederos de la
salvación, y que les es comunicada por el camino del pacto, a través del
Mediador. Si nos fijamos un poco más en la diferencia entre las distinciones
segunda y tercera que hemos mencionado, notaremos que las misericordias que
Dios otorga a los impíos son de naturaleza puramente temporal; es decir, se
limitan estrictamente a la vida presente.
La misericordia
no se extenderá, para ellos, más allá de la tumba: “Aquél no es pueblo de
entendimiento; por tanto su Hacedor no tendrá de él misericordia, ni se
compadecerá de él el que lo formó” (Isa. 27:11). Pero, en este punto, puede
presentarse una dificultad a algunos, a saber: ¿No dice la Escritura que “para
siempre es su misericordia”? (Sal. 136:1).
Hay dos cosas
a tener en cuenta con referencia a esto. Dios no puede dejar jamás de ser
misericordioso porque ésta es una cualidad de la esencia divina (Sal. 116:5);
pero el ejercicio de su misericordia es regulado por su voluntad soberana. Esto
ha de ser así, porque no hay nada ajeno a sí mismo que le obligue a actuar de
una forma u otra; si hubiese algo, ese “algo” sería supremo, y Dios dejaría de
ser Dios. Es sólo la gracia soberana la que determina el ejercicio de la
misericordia divina. Dios lo afirma categóricamente en Romanos 9:15: “Mas a
Moisés dice: Tendré misericordia del que tendré misericordia”.
No es la
desdicha de la criatura la causa de la misericordia de Dios, ya que nada ajeno
a sí mismo puede influir en él. Si Dios fuese influido por la degradante
miseria de los pecadores leprosos, los limpiaría y salvaría a todos. Pero no lo
hace así. ¿Por qué? Simplemente, porque no es su agrado y propósito el hacerlo.
Menos aún pueden ser los méritos de la criatura los que hagan que él conceda
sus misericordias sobre ella, porque el hablar de ‘misericordias’ merecidas
sería una contradicción. “No por obras de justicia que nosotros habíamos hecho,
mas por su misericordia nos salvó” (Tito 3:5); una es directamente opuesta a la
otra.
Ni son tampoco
los méritos de Cristo los que mueven a Dios a otorgar sus misericordias sobre
los elegidos: “a través” o a causa de la tierna misericordia de Dios, que
Cristo fue enviado a su pueblo (Lucas 1:78). Los méritos de Cristo hicieron
posible que Dios, justamente, concediera misericordias espirituales a sus
escogidos, al haber sido satisfecha plenamente la justicia por el Fiador. No,
la misericordia proviene solamente de la propia voluntad soberana de Dios. Por
otra parte, aunque sea verdad, bendita y gloriosa verdad, que la misericordia
de Dios “permanece para siempre”, Debemos observar detenidamente a quienes es
mostrada su misericordia. Aun el arrojar a los reprobados al lago de fuego es
un acto de misericordia. Debemos considerar el castigo de los impíos desde tres
puntos de vista.
Desde el punto
de vista de Dios, es un acto de justicia, que vindica su honor. La misericordia
de Dios nunca se muestra en perjuicio de su santidad y justicia. Para los
impíos, será un acto de equidad el hacerles sufrir el castigo debido a sus
iniquidades. Pero, desde el punto de vista de los redimidos, el castigo de los
impíos es un acto de misericordia indecible. ¡Qué terrible sería si el presente
estado de cosas continuara para siempre; si los hijos de Dios tuvieran que
vivir rodeados de los hijos del diablo! Si los oídos de los santos tuvieran que
escuchar el lenguaje sucio y blasfemo de los reprobados, el cielo dejaría de
ser cielo al momento.
¡Qué
misericordia muestra el hecho de que en la Nueva Jerusalén no entrará “ninguna
cosa sucia, o que hace abominación y mentira” (Apoc. 21.27). Para quien
escuche, no piense que en lo dicho al último hemos dejado volar nuestra
imaginación, apelemos a las Sagradas Escrituras como prueba de lo que hemos
dicho. En el Salmo 143:12 encontramos a David orando así: “Y por tu
misericordia disiparás mis enemigos, y destruirás todos los adversarios de mi
alma: porque yo soy tu siervo”.
También en el
Salmo 136:15 leemos que Dios “arrojó a Faraón y a su ejército en el mar Rojo,
porque para siempre es su misericordia”. Fue un acto de venganza sobre Faraón y
los suyos, pero, para los Israelitas, fue un acto de “misericordia”. Y otra
vez, en Apoc. 19:1-3, leemos: “Oí una gran voz de gran compañía en el cielo,
que decía: Aleluya; Salvación y honra y gloria y potencia al Señor Dios
nuestro. Porque sus juicios son verdaderos y justos; porque él ha juzgado a la
grande ramera, que ha corrompido la tierra con su fornicación, y ha vengado la
sangre de sus siervos de la mano de ella. Y otra vez dijeron: Aleluya. Y su
humo subió para siempre jamás”.
Por lo que
acabamos de ver, notemos qué vana es la esperanza presuntuosa de los impíos,
quienes, a pesar de su constante desafío a Dios, cuentan con que El será
misericordioso. Cuántos de éstos hay que dicen: “No creo que Dios me eche jamás
al infierno; es demasiado misericordioso”. Tal esperanza es como una víbora
que, se anida en el pecho, les causará la muerte. Dios es un Dios de justicia
tanto como de misericordia, que ha declarado de forma categórica que “de ningún
modo justificará al malvado” (Exo. 34:7).
Sí, él ha
dicho que “los malos serán trasladados al infierno, todas las gentes que se
olvidan de Dios” (Sal. 9:17). No importa que los hombres digan: No creo. Es
igualmente cierto que los que descuidan las leyes de la salud espiritual
sufrirán para siempre la segunda muerte. Es muy grave ver cuántos hay que
abusan de esta perfección divina. Continúan despreciando la autoridad de Dios,
pisoteando sus leyes, viviendo en pecado, y, así y todo, se precian de su
misericordia. Sin embargo, Dios no será injusto para consigo mismo.
El muestra
misericordia para el impenitente (Luc. 13:3). Es diabólico seguir en pecado, y,
aun así, contar con que la misericordia divina perdona el castigo sin
arrepentimiento. Es como decir: “Hagamos males para que vengan bienes”; de los
que así hablan, está escrito: “La condenación de los cuales es justa” (Rom.
3:6). Tal presunción será frustrada; leamos cuidadosamente Deut. 29:18-20.
Cristo es el propiciador espiritual, y todos los que desprecian y rechazan su
autoridad perecerán “en el camino, cuando se encendiere un poco su furor” (Sal.
2:12).
Sea nuestro
último pensamiento el de las misericordias espirituales de Dios para su propio
pueblo. “Grande es hasta los cielos tu misericordia” (Sal. 57:10). Las riquezas
de la misma trascienden nuestros pensamientos más sublimes. “Porque como la
altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los que
le temen” (Sal. 103:11). Nadie puede medirla.
Los elegidos
son llamados “vasos de misericordia” (Rom. 9:23). Fue la misericordia la que
los vivificó cuando estaban muertos en pecado (Efe. 2:4,5). La misericordia los
salvó (Tito. 3:5). Su grande misericordia los regeneró para una herencia eterna
(1Ped. 1:3). Y, por último, el tiempo nos faltaría para hablar de la misericordia
que conserva, sostiene, perdona y provee. Para los suyos, “Dios es el Padre de
misericordias” (2Cor. 1:3).
LECCIÓN:
15
EL AMOR DE DIOS
En las
Sagradas Escrituras se nos dicen tres cosas acerca de la naturaleza de Dios.
Primero, que “Dios es Espíritu” (Juan 4:24). En el griego no hay artículo
indeterminado, por lo que decir “Dios es un espíritu» sería en extremo
censurable, puesto que le igualaría a otros seres. Dios es “Espíritu” en el
sentido más elevado. Por ser “Espíritu” no tiene sustancia visible, es
incorpóreo. Si Dios tuviera un cuerpo tangible, no sería omnipresente, y
estaría limitado a un lugar; al ser “Espíritu” llena los cielos y la tierra.
Segundo, que “Dios es luz” (1Juan 1:5) lo cual es lo opuesto a las
tinieblas. Las tinieblas, en las Escrituras, representan el pecado, el mal, la
muerte; la luz representa la santidad, la bondad, la vida. Que “Dios es luz”
significa que es la suma de todas las excelencias.
Tercero, que “Dios es amor” (1Juan 4:5). No es simplemente que Dios “ama”,
sino que es el Amor mismo. El amor no es simplemente uno de sus atributos, es
su misma naturaleza. Muchos hoy en día hablan del amor de Dios, pero son ajenos
por completo al Dios de amor.
El amor divino
es considerado comúnmente como una especie de debilidad afectuosa, una cierta
indulgencia cariñosa; es reducido a un simple sentimiento enfermizo, copiado de
las emociones humanas. Sin embargo, la verdad es que en esto, como en todo lo
demás, nuestras ideas han de ser reguladas de acuerdo con lo que las Sagradas
Escrituras nos revelan. Esta es una urgente necesidad que se hace evidente, no
sólo por la ignorancia general que prevalece, sino también por el estado tan
bajo de espiritualidad que, triste es decirlo, es característica general de muchos
de los que profesan ser cristianos.
¡Qué poco amor
genuino hay hacia Dios! Una de las razones principales es que nuestros
corazones se ocupan muy poco de su maravilloso amor hacia los suyos.
Cuanto mejor
conozcamos su amor -su carácter, plenitud, bienaventuranza más fuerte será el
impulso de nuestros corazones en amor hacia él.
1. EL AMOR DE DIOS ES INHERENTE.
Queremos decir
que no hay nada en los objetos de su amor que pueda provocarlo, ni nada en la
criatura que pueda atraerlo o impulsarlo. El amor que una criatura siente por
otra es producido por algo que hay en ésta; pero el amor de Dios es gratuito,
espontáneo, inmotivado. La única razón de que Dios ame a alguien reside en su
voluntad soberana. “No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido
Jehová, y os ha escogido; porque vosotros erais los más pocos de todos los
pueblos; sino porque Jehová os amó” (Deut. 7:7,8). Dios ha amado a los suyos
desde la eternidad, y, por lo tanto, nada que sea de la criatura puede ser la
causa de lo que se halla en Dios desde la eternidad. El ama por sí mismo “según
el intento suyo” (2Tim. 1:9).
“Nosotros le
amamos a él, porque él nos amó primero” (1Juan 4:19). Dios no nos amó porque
nosotros le amábamos, sino que nos amó antes de que tuviésemos una sola partícula
de amor hacia él. Si Dios nos hubiera amado correspondiendo a nuestro amor, no
hubiera sido espontáneo; pero, porque nos amó cuando no había amor en nosotros,
es evidente que nada influyó en su amor. Si Dios ha de ser adorado, y el
corazón de sus hijos probado, es importante que tengamos ideas claras acerca de
esta verdad preciosa.
El amor de
Dios hacia cada uno de “los suyos» no fue movido en absoluto por nada que
hubiera en ellos. ¿Qué había en mí que atrajera al corazón de Dios? Nada
absolutamente. Al contrario, todo lo que le repele, todo lo que le haría
aborrecerme -pecado, depravación, corrupción estaba en mi corazón; en mí no
había ninguna cosa buena.
2. ES ETERNO
Necesariamente
ha de ser así. Dios mismo es eterno, y Dios es amor; por tanto, como él no tuvo
principio, tampoco su amor lo tiene. Es cierto que este concepto trasciende el
alcance de nuestra mente finita; sin embargo, cuando no podemos comprender,
podemos adorar. ¡Qué claro es el testimonio de Jeremías 31:3 “Con amor eterno
te he amado; por tanto te soporté con misericordia!” ¡Qué bendito conocimiento
el saber que el Dios grande y santo amó a sus hijos antes de que el cielo y la
tierra fuesen creados, y que había puesto su corazón en ellos desde la
eternidad!
Esto es prueba
clara de que su amor es espontáneo, porque él les amó innumerables siglos antes
de que tuviesen el ser. La misma maravillosa verdad queda expuesta en Efesios
1:4,5: “Según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que
fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor; habiéndonos predestinado”.
¡Qué de alabanzas debería producir el corazón al pensar que si el amor de Dios
no tuvo principio tampoco puede tener fin! Si es verdad que “desde el siglo
hasta el siglo” El es Dios y es “amor” entonces es igualmente verdad que ama a
su pueblo “desde el siglo y hasta el siglo”.
3. ES SOBERANO
Esto, también,
es evidente en sí mismo. Dios es soberano, no está obligado para con nadie; Dios
es su propia ley, actúa siempre de acuerdo con su propia voluntad real. Así,
pues, si Dios es soberano, y es amor, se desprende necesariamente que su amor
es soberano. Porque Dios es Dios, actúa como le agrada; porque es amor, ama a
quien quiere. Tal es su propia explícita afirmación: “A Jacob amé, mas a Esaú
aborrecí” (Rom. 9:13). No había más objeto de amor en Jacob que en Esaú. Ambos
habían tenido los mismos padres, habían nacido al mismo tiempo, puesto que eran
gemelos; con todo, ¡Dios amó al uno y aborreció al otro! ¿Por qué? Porque le
agradó hacerlo así.
La soberanía
del amor de Dios se desprende necesariamente del hecho de que no es influido
por nada que haya en la criatura. De ahí que el afirmar que la causa de su amor
reside en El mismo es sólo otra manera de decir que ama a quien quiere.
Supongamos, por un momento, lo contrario. Supongamos que el amor de Dios fuera
regulado por algo externo a su voluntad. En tal caso su amor se regiría por
unas reglas, y, siendo así, El estaría bajo una regla de amor, de manera que,
lejos de ser libre, sería gobernado por una ley. “En amor; habiéndonos
predestinado para ser adoptados hijos por Jesucristo a sí mismo, según” -¿qué?
¿Algún mérito que vio en nosotros? No; sino, “según el puro afecto de su
voluntad” (Efe. 1:4,5).
4. ES INFINITO
Todo lo
referente a Dios es infinito. Su sustancia llena los cielos y la tierra. Su
sabiduría es ilimitada, porque él conoce todo el pasado, el presente y el
futuro. Su poder es inmenso, porque no hay nada difícil para él. Asimismo, su
amor no tiene límite. Tiene una profundidad que nadie puede sondear; una altura
que nadie puede escalar; una longitud y una anchura que están más allá de toda
medida humana.
Esto se nos
indica en Efe. 2:4: “Sin embargo, Dios, que es rico en misericordia, por su
mucho amor con que nos amó”; la palabra “mucho” aquí es sinónima de “de tal
manera amó Dios” en Juan 3:16. Nos habla de un amor tan sobresaliente que no
puede ser calculado. “Ninguna lengua puede expresar fielmente la infinitud del
amor de Dios, ni ninguna mente comprenderla: “excede a todo conocimiento” (Efe.
3:19). Las más vastas ideas que la mente finita puede formarse del amor divino
están muy por debajo de su verdadera naturaleza.
5. ES INMUTABLE
Del mismo modo
que en Dios “no hay mudanza, ni sombra de variación” (Stg. 1:17), tampoco su
amor conoce cambio o disminución. El indigno Jacob ofrece un ejemplo poderoso
de esta verdad: “A Jacob amé”, declaró Jehová, y, a pesar de toda su
incredulidad y desobediencia, El nunca dejó de amarle. En Juan 13:1 se nos da
otra hermosa ilustración.
Aquella misma
noche, uno de los apóstoles diría: “Muéstranos al Padre”; otro le negaría con
juramentos, todos iban a ser escandalizados y le abandonarían. Así y todo,
“como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”.
El amor divino no está sujeto a vicisitudes de ninguna clase. El amor divino
“fuerte es como la muerte... las muchas aguas no podrán apagarlo” (Cant.
5:6,7). Nada puede apartarnos del mismo (Rom. 8:35-39).
6. ES SANTO
El amor de
Dios no lo regula el capricho, ni la pasión, ni el sentimiento, sino un
principio. Del mismo modo que su gracia no reina a expensas de la misma, sino
“por la justicia” (Rom. 5:21), así su amor nunca choca con su santidad. “Dios
es luz” (1Juan 1:3) se encuentra antes que “Dios es amor” (1Juan 4:5). El amor
de Dios no es una simple debilidad afectuosa, ni una especie de muelle ternura.
La Escritura declara que “el Señor al que ama castiga, y azota a cualquiera que
recibe por hijo” (Heb. 12:6). Dios no cerrará los ojos al pecado, ni siquiera
al de sus hijos. Su amor es puro, sin mezcla de sentimentalismo sensiblero.
7. ES BENIGNO
El amor y el
favor de Dios son inseparables. Esto se pone de relieve en Romanos 8:32-39. Por
la idea y alcance del contexto se percibe claramente que es este amor, el cual
no puede haber separación: es la buena voluntad y la gracia de Dios que le
determinaron a dar a su Hijo por los pecadores. Ese amor fue el poder impulsor
de la encarnación de Cristo: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su
Hijo unigénito” (Juan 3:16),
Cristo no
murió para hacer que Dios nos amara, sino porque amaba a su pueblo. El Calvario
es la demostración suprema del amor divino. Siempre, que seamos tentados a
dudar del amor de Dios, recordemos el Calvario. He aquí, abundante motivo para
confiar en Dios, y para soportar con paciencia la aflicción que envía, Cristo
era el amado del Padre, y aun así no estuvo exento de pobreza, afrenta y
persecución. Sufrió hambre y sed.
De ahí que, al
permitir que los hombres le escupieran y le hirieran, el amor de Dios hacia
Cristo no sufrió menoscabo. Así pues, que ningún cristiano dude del amor de
Dios al ser sometido a pruebas y aflicciones dolorosas. Dios no enriqueció a
Cristo con prosperidad temporal en este mundo, ya que “no tenía donde recostar
su cabeza”. Pero sí le dio el Espíritu sin medida. Siendo así, aprendamos que
las bendiciones espirituales son los dones principales del amor divino. ¡Qué
bendición es el saber que, aunque el mundo nos odie, Dios nos ama!
LECCIÓN:
16
LA IRA DE DIOS
“Temed a aquel
que, después de haber dado muerte, tiene poder de echar en el infierno. Sí, os
digo: A éste temed”. (Luc. 12:5). Es triste ver a tantos cristianos que parecen
considerar la ira de Dios como algo que necesita excusas y justificación, o
que, cuando menos, celebrarían que no existiese.
Hay algunos
que, aunque no irían tan lejos como para admitir abiertamente que la consideran
una mancha en el carácter Divino, están lejos de mirarla con deleite, no les
agrada pensar en ella, y rara vez la oyen mencionar sin que se levante un
resentimiento secreto hacia ella en sus corazones. Incluso entre los de juicio
más moderado, no son pocos los que imaginan que la severidad de la ira divina
es demasiado aterradora para constituir un tema provechoso de meditación.
Otros admiten
el engaño de que la ira de Dios no es compatible con su bondad, y por esto
tratan de desterrarla del pensamiento. Sí, muchos huyen de la visión de la ira
de Dios como si se les obligara a mirar una mancha del divino carácter, o una
falta de la autoridad divina. Pero, ¿qué dicen las escrituras? Al leerlas, nos
damos cuenta de que Dios no ha tratado de ocultar la realidad de su ira. El no
se avergüenza de proclamar que la venganza y el furor le pertenecen.
Su propia
demanda es: “Ved ahora que yo, soy yo, y no hay dioses conmigo; yo hago morir,
y yo hago vivir, yo hiero, y yo curo; y no hay quien pueda librar de mi mano, y
diré: Vivo yo para siempre, si afilare mi reluciente espada, y mi mano
arrebatare el juicio yo volveré la venganza a mis enemigos, y daré el pago a
los que me aborrecen” (Deut. 32:39-41).
Una mirada a
la concordancia nos revelará que, hay más referencias al enojo, el furor, y la
ira de Dios que a su amor y benevolencia. El odia todo pecado, porque es santo;
y porque lo odia, su furor se enciende contra el pecador (Sal. 7:11). La ira de
Dios constituye una perfección divina tan importante como su fidelidad, poder o
misericordia.
Ha de ser así,
por cuanto en el carácter de Dios no hay defecto alguno, ni la más leve tacha;
¡Sin embargo, habría si careciera de “ira”! La indiferencia al pecado es una
falta moral, y el que no lo odia es un leproso moral. ¿Cómo podría El, que es
la suma de todas las excelencias, mirar con igual satisfacción la virtud y el
vicio, la sabiduría y la locura? ¿Cómo podría El, que se deleita sólo en lo que
es puro y amable, dejar de despreciar lo que es impuro y vil? La naturaleza
misma de Dios que hace del infierno una necesidad tan real, un requisito tan
imperativo y eterno como es el cielo. No solamente no hay en Dios imperfección
alguna, sino que no hay perfección que sea menos “perfecta” que otra.
La ira de Dios
es su eterno aborrecimiento de toda injusticia. Es el desagrado e indignación
de la rectitud divina ante el mal. Es la santidad de Dios puesta en acción
contra el pecado. Es la causa motriz de la sentencia justa que pronuncia contra
los que actúan mal. Dios se enoja contra el pecado porque es una rebelión
contra su autoridad, un ultraje cometido contra su soberanía inviolable. Los
que se sublevan contra el gobierno de Dios aprenderán que Dios es el Señor. Se
les hará conocer la grandeza de su Majestad que ellos desprecian, y lo terrible
que es esa ira que se les anunció y que ellos repudiaron.
No es que la
ira de Dios sea una venganza maligna, que hiera por herir, o un medio para
devolver una injuria recibida. No; Dios vindicará su dominio como Gobernador
del universo, pero nunca será vengativo. Que la ira divina es una de sus
perfecciones de Dios es evidente, no sólo por las consideraciones presentadas
hasta el momento, sino, lo que es más importante, porque así lo establecen las
afirmaciones categóricas de su propia Palabra. “Porque manifiesta es la ira de
Dios desde el cielo” (Rom. 1:18).
Se manifestó
cuando fue pronunciada la primera sentencia de muerte, cuando la tierra fue
maldita y el hombre echado del paraíso terrenal; y, después, por castigos
ejemplares tales como el Diluvio y la destrucción de las ciudades de la llanura
(Sodoma y Gomorra) con fuego del cielo, y especialmente, por el reinado de la
muerte en todo el mundo. Se manifestó, también, en la maldición de la Ley para
cada transgresión, y fue dada a entender en la institución del sacrificio. En
el capítulo 8 de romanos, el apóstol llama la atención de los cristianos al
hecho de que la creación entera está sujeta a vanidad, y gime y está de parto.
La misma
creación que declara que hay un Dios, y publica su gloria, proclama también que
es el Enemigo del pecado y el Vengador de los crímenes de los hombres. Pero,
sobre todo, la ira de Dios fue revelada desde el cielo cuando su Hijo vino para
manifestar el carácter Divino, y cuando esa ira fue presentada en sus
sufrimientos y muerte de un modo más terrible que en todas las señales que
había dado anteriormente de su enojo por el pecado.
Además, el
castigo futuro y eterno de los impíos se declara ahora en unos términos más
solemnes y explícitos que nunca. Bajo la nueva dispensación, hay dos
revelaciones celestiales; una es de ira, la otra es de gracia. Por otra parte,
que la ira de Dios es una perfección divina queda demostrado claramente en lo
que dice el Salmo 95:11: “Por tanto juré en mi furor”. Hay dos motivos por los
que Dios “jura”, al hacer una promesa (Gén. 22:16), y al anunciar un castigo
(Deut. 1:34). En el primer caso, Dios juró en favor de sus hijos; en el
segundo, para atemorizar a los impíos.
Un juramento
es una confirmación solemne (Heb. 6:16). En Gén. 22:16, Dios dijo: “Por mi
mismo he jurado”. En el Sal. 89:35, declaró: “Una vez he jurado por mi
Santidad.” Mientras que, en el Sal. 95:11, afirmó “Juré en mi furor”. Así el
gran Jehová apela a su furor, o ira, como una perfección igual a su Santidad;
¡él jura tanto por la una como por la otra! Pero aún hay más: como que en
Cristo “había toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col. 2:9), y ya
que en él lucen gloriosamente todas las perfecciones divinas (Juan 1:18), es
por ello que leemos de “la ira del Cordero” (Apoc. 6:16).
La ira de Dios
es una perfección del carácter divino sobre la que necesitamos meditar con
frecuencia. En primer lugar, para que nuestros corazones sean debidamente
inculcados del odio que Dios siente hacia el pecado. Nosotros siempre nos
inclinamos a considerar trivialmente el pecado, a excusarlo, y a consentir su
fealdad.
Pero cuanto
más estudiemos y meditemos la aversión de Dios hacia el mismo, y su terrible
venganza sobre él, más fácilmente nos daremos cuenta de su enormidad. En
segundo lugar, para engendrar en nuestros corazones un temor verdadero a Dios.
“Retengamos la gracia por la cual sirvamos a Dios agradándole con temor y
reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Heb. 12:28,29). No
podemos servirle “agradándole” a menos que tengamos “reverencia” a su Majestad
sublime, y “temor” a su justo furor; y la mejor manera de producirlo en nosotros
es recordando a menudo que “nuestro Dios es fuego consumidor”. En tercer lugar,
para elevar nuestras almas en ferviente alabanza por habernos librado “de la
ira que ha de venir” (1Tes. 1:10).
Nuestra
rapidez o nuestra desgana en meditar sobre la ira de Dios es un medio eficaz
para ver cual es nuestra verdadera posición delante de él. Si no nos gozamos
verdaderamente en Dios por lo que es en sí mismo y por todas las perfecciones
que habitan eternamente en él, ¿cómo puede, pues, morar en nosotros el amor de
Dios? Cada uno de nosotros necesita orar y estar en guardia para no hacerse una
imagen de Dios según sus propias ideas e inclinaciones malas. El Señor, en la
antigüedad, se quejó de que “pensabas que de cierto sería yo como tú” (Sal.
50:21).
Si no alabamos
“la memoria de su Santidad” (Sal. 97:12), si no nos regocijamos al saber que,
en un cercano día, Dios desplegará gloriosamente su ira al vengarse de todos
los que ahora se oponen a El, eso es una prueba positiva de que todavía estamos
en nuestros pecados, en el camino que conduce al fuego eterno. “Alabad, gentes
(gentiles), a su pueblo, porque el vengará la sangre de sus siervos, y volverá
la venganza a sus enemigos” (Deut. 32:34). Y, de nuevo: “Oí como la gran voz de
una enorme multitud en el cielo, que decía: “¡Aleluya!
La salvación y
la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios. Porque sus juicios son
verdaderos y justos; pues él ha juzgado a la gran ramera que corrompió la
tierra con su inmoralidad, y ha vengado la sangre de sus siervos de la mano de
ella. Y por segunda vez dijeron: “¡Aleluya!” (Apoc. 19:1-3). Grande será el
gozo de los santos en aquel día cuando el Señor vindicará su Majestad, ejercerá
su poderoso dominio, magnificará su justicia, y derrotará a los rebeldes
orgullosos que se han atrevido a desafiarle.
“Si mirares a
los pecados, ¿quién oh, Señor, podrá mantenerse?” (Sal. 130:3). Haremos bien en
hacernos esta pregunta, porque está escrito que “no se levantarán los malos en
el juicio” (Sal. 1:5). ¡Qué agitada y angustiada estaba el alma de Cristo bajo
el peso de las iniquidades de los suyos que Dios le imputaba al morir! Su
agonía cruel, su sudor de sangre, su gran clamor y súplica (Heb. 5:7), su
reiterado ruego “si es posible, pase de mi este vaso”, su último grito
aterrador “Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has desamparado?”,
Todo ello
muestra que terrible era el temor que sentía por lo que significa el que Dios
“mire a los pecados”. ¡Bien pueden clamar los pobres pecadores: “Señor ¿quién
podrá mantenerse?”, cuando el mismo hijo de Dios tembló así bajo el peso de su
ira!, Si ustedes no se han “afianzado de la esperanza” que es en Cristo, el
único salvador, “¿Qué harán en la espesura del Jordán?” (Jer. 12:5).
El gran Dios,
pudiendo destruir a todos sus enemigos con una palabra de su boca, es
indulgente con ellos y provee a sus necesidades. No es extraño de él, que hace
bien a los ingratos y malvados, nos mande bendecir a los que nos maldicen. Pero
no piensen los pecadores, que escaparán; el molino de Dios va despacio, pero
muele muy fino; cuanto más admirable, sea ahora su paciencia y benignidad, más
terrible e insostenible será el furor que su bondad profanada causará. No hay
nada tan suave como el mar, sin embargo, cuando es sacudido por la tempestad
nada puede rugir tan violentamente.
No hay nada
tan dulce como la paciencia y la bondad de Dios, ni nada tan terrible como su
ira cuando se enciende”. Así que, “huyamos” hacia Cristo; “huye de la ira que
vendrá” (Mat. 3:7) antes que sea demasiado tarde. Es necesario que pensemos que
esta exhortación no va dirigida a alguna otra persona. ¡Va dirigida a nosotros!
No nos contentemos con pensar que ya nos hemos entregado a Cristo. ¡Asegurémonos
de ello! Pidamos al Señor que escudriñe nuestro corazón y que lo revele.
LECCIÓN:
17
MEDITANDO
SOBRE DIOS
“¿Alcanzarás
tú el rastro de Dios? ¿Llegarás tú a la perfección del Todopoderoso? Es más
alto que los cielos: ¿qué harás? Es más profundo que el infierno: ¿cómo lo
conocerás? Su dimensión es más larga que la tierra, y más ancha que la mar”
(Job 11:7-9). En los estudios anteriores, hemos observado algunas de las
admirables y preciosas perfecciones del carácter Divino.
Después de
esta meditación sencilla y deficiente de sus atributos, ha de ser evidente para
todos nosotros que Dios es, en primer lugar, un ser incomprensible, y,
maravillados ante su infinita grandeza, nos vemos obligados a usar las palabras
de Sofar: “¿Alcanzarás tú el rastro de Dios? ¿Llegarás tú a la perfección del
Todopoderoso? Es más alto que los cielos: ¿qué harás? Es más profundo que el
infierno: ¿cómo lo conocerás? Su dimensión es más larga que la tierra, y más
ancha que la mar” Cuando dirigimos nuestro pensamiento a la eternidad de Dios,
a su ser inmaterial, su omnipresencia y su omnipotencia, nos sentimos
anonadados.
Pero la
imposibilidad de comprender la naturaleza Divina no es razón para desistir en
nuestros esfuerzos reverentes y devotos para entender lo que tan benignamente
ha revelado Dios de sí mismo en su Palabra. Sería locura el decir que, porque
no podemos adquirir un conocimiento perfecto es mejor no esforzarnos en
alcanzar parte.
‘Nada aumenta
tanto la capacidad del intelecto y del alma humana como la investigación devota,
sincera y constante del gran tema de la Divinidad. El más excelente estudio
para desarrollar el alma es la ciencia de Cristo crucificado y el conocimiento
de la divinidad en la gloriosa Trinidad”. Citando a C. H. Spurgeon, este gran
predicador bautista del siglo pasado, diremos que:
“El estudio
propio para el cristiano es el de la Divinidad: La ciencia más elevada, la
especulación más sublime y la filosofía más importante en la que el hijo de
Dios puede ocupar su atención es el nombre, la naturaleza, la persona, la obra
y la existencia del gran Dios al que llama Padre.” En la meditación de la
Divinidad hay algo extremadamente beneficioso para la mente. Es un tema tan
vasto, que hace que nuestros pensamientos se pierdan en la inmensidad; tan
profundo, que nuestro orgullo queda ahogado.
Podemos
comprender y dominar otros temas; al hacerlo, nos sentimos satisfechos,
decimos: He aquí soy sabio, y seguimos nuestro propio camino. Sin embargo, nos
acercamos a nuestra ciencia magistral y nos damos cuenta que nuestra plomada no
alcanza su profundidad, y que nuestros ojos de lince no pueden llegar a su
altura, nos alejamos pensando: Nosotros somos de ayer, y no sabemos, (Mal.
3:6). Sí, nuestra incapacidad para comprender la naturaleza divina debería
enseñarnos a ser humildes, precavidos y reverentes.
Después de
toda nuestra búsqueda y meditación, hemos de decir como Job: “He aquí, éstas
son partes de sus caminos; ¡mas cuán poco hemos oído de él!” (Job 26:14).
Cuando Moisés imploró que le mostrara su gloria, él le respondió: “Yo
proclamaré el nombre de Jehová delante de ti” (Exo. 33:19), y, como alguien ha
dicho, “el nombre es el conjunto de sus atributos”.
Podemos
dedicarnos por completo al estudio de las diversas perfecciones por las cuales
el Dios nos descubre su propio ser, atribuírselas todas, aunque tengamos
todavía concepciones pobres y defectuosas de cada una de ellas. Sin embargo, en
tanto que nuestra comprensión corresponde a la revelación que él nos
proporciona de sus varias excelencias, tenemos una visión presente de su
gloria.
En verdad, la
diferencia entre el conocimiento que de Dios tienen los santos en esta vida y
el que tendrán en el cielo es grande; con todo, ni el primero ha de ser
desestimado, ni el segundo exagerado. Es cierto que la Escritura declara que le
“veremos cara a cara” y que “conoceremos como somos conocidos” (1Cor. 13:12).
Pero deducir
de esto que entonces conoceremos a Dios como él nos conoce a nosotros es
dejarnos seducir por la mera apariencia de las palabras, y prescindir de la
limitación que ellas mismas imponen necesariamente en tema como éste.
Hay una gran
diferencia entre decir que los santos serán glorificados, y que serán hechos
divinos. Los cristianos, aún en su estado de gloria, serán criaturas finitas,
y, por lo tanto, incapaces de comprender completamente al Dios infinito. “En el
cielo, los santos verán a Dios con ojos espirituales, por cuanto El será
siempre invisible al ojo físico; le verán más claramente de como le veían por
la razón y la fe, y más extensamente de lo que han revelado hasta ahora sus
obras y dispensaciones; pero la capacidad de sus mentes no serán aumentadas
hasta el punto de poder contemplar a la vez y en detalle toda la excelencia de
su naturaleza.
Para
comprender la perfección infinita sería necesario que fuesen infinitos. Aún en
el cielo su conocimiento será parcial; sin embargo, su felicidad será completa
porque su conocimiento será perfecto, en el sentido de que será el adecuado a
la capacidad del ser, aunque no agote la plenitud del fin, creemos que será
progresivo, y que, a medida que su visión se desarrolle, su bienaventuranza
aumentará también; pero nunca alcanzará un límite más allá del cual no hay nada
más por descubrir; y, cuando los siglos hayan transcurrido, él será todavía el
Dios incomprensible.
En segundo
lugar, en el estudio de las perfecciones de Dios se pone de manifiesto que es
todo suficiente. Lo es en sí y para sí mismo. El primero de todos los seres no
podía recibir cosa alguna de otro. Siendo infinito, está en posesión de toda
perfección posible.
Cuando el Dios
trino estaba sólo, él era el todo para sí. Su entendimiento, amor y energía
estaban dirigidos a sí mismo. Si hubiese necesitado algo externo, no hubiese
sido independiente, y, por tanto, no hubiese sido Dios. Creó todas las cosas
“para él” mismo (Col. 1:16). Con todo, no lo hizo para suplir alguna necesidad
que pudiera tener, sino para transmitir la vida y la felicidad a los ángeles y
a los hombres, y para admitirles a la visión de Su propia gloria. Verdad es que
exige la lealtad y la devoción de sus criaturas inteligentes; sin embargo, no
se beneficia de su servicio, antes al contrario, son ellas las beneficiadas
(Job 22:2,3).
Dios usa
medios e instrumentos para cumplir sus propósitos, no porque su poder sea
insuficiente, sino, a menudo, para demostrarlo de modo más sorprendente a pesar
de la debilidad de los instrumentos. La absoluta suficiencia de Dios hace de El
objeto supremo de nuestras aspiraciones. La verdadera felicidad consiste
solamente en el disfrute de Dios. Su favor es vida, y su cuidado es mejor que
la vida misma.
“Mi parte es
Jehová, dijo mi alma; por tanto en él esperaré” (Lam. 3:24); la percepción de
su amor, su gracia y su gloria es el objeto principal de los deseos de los
santos, y el manantial de sus más nobles satisfacciones. Muchos dicen: “¿Quién
nos mostrará el bien?” Haz brillar sobre nosotros, oh Jehová, la luz de tu
rostro. Tú has dado tal alegría a mi corazón que sobrepasa a la alegría que
ellos tienen con motivo de su siega y de su vendimia.” (Sal. 4:6-7).
Sí cuando el
cristiano está en su cabal juicio, puede decir: “Aunque la higuera no florezca
ni en las vides haya fruto, aunque falle el producto del olivo y los campos no
produzcan alimento, aunque se acaben las ovejas del redil y no haya vacas en
los establos; con todo, yo me alegraré en Jehová y me gozaré en el Dios de mi
salvación” (Hab. 3:17-18).
En tercer
lugar, en el estudio de las perfecciones de Dios resalta el hecho de que El es
Soberano Supremo del universo. Alguien ha dicho, con razón, que, “ningún
dominio es tan absoluto como el de la creación. Aquél que podía no haber hacho
nada, tenía el derecho de hacerlo todo según su voluntad.
En el
ejercicio de su poder soberano hizo que algunas partes de la creación fueran
simple materia inanimada, de textura más o menos refinada, de muy diversas
cualidades, pero inerte e inconsciente. El dio a otras organismo, y las hizo susceptibles
de crecimiento y expansión, pero, aún así, sin vida en el sentido propio de la
palabra. A otras les dio, no sólo organismo, sino también existencia
consciente, órganos del sentido y movimiento propio. A éstos añadió en el
hombre el don de la razón y un espíritu inmortal por el cual está unido a un
orden de seres elevados que habitan en las regiones superiores.
El agita el
cetro de la omnipotencia sobre el mundo que creó. Alabe y glorifique al que
vive para siempre; porque su señorío es sempiterno, y su reino por todas las
edades. Y todos los moradores de la tierra por nada son contados; y en el
ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, hace según su voluntad:
ni hay quien estorbe su mano y le diga: ¿qué haces? (Dan. 4:3435).
La criatura,
considerada como tal, no tiene derecho alguno. No puede exigir nada a su
Creador, y como quiera que sea tratado, no tiene razón en quejarse. No
obstante, al pensar en el señorío absoluto de Dios sobre todas las cosas, no
deberíamos de olvidar nunca sus perfecciones morales. Dios es justo y bueno, y
siempre hace lo que es recto. Sin embargo, ejerce su soberanía según su
voluntad imperial y equitativa.
Asigna a cada
criatura su lugar según parece bien a sus ojos. Ordena las diversas
circunstancias de cada una según sus propios consejos. Moldea cada vaso según
su determinación inmutable. Tiene misericordia del que quiere, y al que quiere
endurece. Dondequiera que estemos, su ojo está sobre nosotros. Quienquiera que
seamos, nuestra vida y posesiones están a su disposición.
Para el
cristiano es un Padre tierno; para el rebelde pecador será fuego que consume.
“Por tanto, al Rey de siglos, inmortal, invisible, al solo sabio Dios sea honor
y gloria por los siglos de los siglos. Amen” (1Tim. 1:17).